El Mundial de Qatar y los migrantes

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

La migración lleva décadas siendo un tema central en las conversaciones políticas del mundo entero. En Europa, por nombrar solo un caso, el crecimiento de las ultraderechas en países como Hungría, Italia o las naciones escandinavas tiene que ver con los temores xenófobos de una parte de la sociedad a los influjos de migrantes y refugiados que llegan de todo el mundo, huyendo de la violencia -política o criminal- de sus países o en busca de los puestos de trabajo con pagas bajas que esas economías desarrolladas tienen años de no llenar con la mano de obra local. El mundial de fútbol de Qatar también va de eso, de los migrantes y de su explotación.

La narrativa más glamorosa de la migración asociada al mundial tiene que ver con la composición de los seleccionados nacionales que han llegado hasta las últimas instancias del campeonato.

La prensa internacional ha destacado, por ejemplo, que más de la mitad de la selección nacional de Marruecos -14 de 26 jugadores- nacieron fuera del territorio marroquí, hijos de migrantes que se instalaron en 7 países diferentes, la mayoría europeos. Hizo titulares una de estas historias, la de Achraf Hakimi, el lateral que convirtió el penal con el que su selección eliminó a la de España, su patria adoptiva.

La historia de origen de Hakimi es una muy común en los extrarradios de las grandes capitales europeas, la de los migrantes que llegan, se instalan en la periferia y salen a las calles todos los días para llevar pan a sus casas mientras los nativos, europeos blancos hijos de las grandes metrópolis coloniales, los ven por encima del hombro y, con mentalidad de colonizadores, les asignan, a lo sumo, roles marginales en los tinglados sociales y económicos.

Hassan, el padre de Hakimi, se instaló en los suburbios madrileños cuando tenía 20 años. Vendía objetos de contrabando en las calles de la capital española para sobrevivir. Era top manta, como la jerga urbana española bautizó a estos vendedores ambulantes, que viven bajo el acoso constante de la policía. Maltratados, acosados, los top manta como Hassan siguen sobreviviendo y haciendo crecer sus comunidades, lejos de las aldeas en las que nacieron. Llegaron, se instalaron y convirtieron el barrio suburbial en sus casas. Saida, la madre del futbolista marroquí, era empleada doméstica: limpiaba las casas, los escusados y los pisos de las familias españolas.

Al leer esta historia no pude dejar de recordar otras iguales, decenas, que me han contado en Estados Unidos. En 2014, al final de la era Obama en Washington, vi en una manifestación en pro de los derechos de los migrantes, en una pancarta, esta leyenda: “Limpiamos su mierda, cuidamos a sus ancianos, construimos sus casas y esta es ya nuestra casa”. La portaba una mujer hondureña con una historia idéntica a la de Saida, la madre de Achraf Hakimi, el futbolista marroquí que eliminó a España, campeona del mundo.

La del seleccionado francés es una historia similar. Trece de los 26 jugadores que pueblan el equipo nacional son franceses de origen africano o caribeño. “Son franceses, punto”, me dijo un diplomático de ese país en Centroamérica cuando le hice el comentario. Sí, son franceses, hijos del pasado colonial de Francia que extendió, a punta de espada, pólvora y genocidios, su autoridad por vastos territorios africanos y del Caribe entre los siglos XVI y el XX.

La mayoría de los atletas de orígenes africanos o caribeños que hoy pueblan la selección francesa de fútbol juegan en los clubes más importantes de Francia o de otras ligas europeas. El pase de uno de ellos, la estrella Kylian Mbappé, de padre camerunés y madre argelina, vale decenas de millones de dólares, pero en su historia también se escribió la página del racismo, tanto que estuvo a punto de renunciar a la selección tras recibir insultos de fanáticos xenófobos. Desistió, dijo, porque entendió que la suya es la “nueva Francia”, la de los migrantes.

La familia de Mbappé se instaló en el extrarradio de París, en los mismos barrios en los que ocurrieron en 2005 violentas protestas de trabajadores, muchos de origen migrante, marginados y explotados por el racismo económico y social franceses.

Hay otras historias, menos visibles, que no hacen titulares en los grandes medios internacionales, y si lo hacen no es con nombres propios, como sí ocurre cuando el protagonista es un futbolista marroquí o uno francés de padres africanos. Son las historias de los miles de migrantes nepalíes, indios, paquistaníes o bengalíes que llegaron a Qatar, el rico emirato petrolero que es sede de la copa del mundo, a construir los estadios en que ahora juegan Mbappé, Lionel Messi, el astro argentino, y todos los demás. Según un informe del diario británico The Guardian, 6,500 de esos migrantes murieron entre 2014 y 2020 en condiciones de explotación laboral durante la construcción de la infraestructura necesaria para el Mundial. Estas cifras sí han hecho titulares, no así -o muy poco- las historias personales, con nombre y apellido, de las víctimas.

Dice el periodista y escritor español Enric González que el fútbol “como el flamenco, el jazz, el blues, la novela negra, el comic o las series de televisión, surge de la cultura popular… (que) nos gusta porque nos vuelve locos, o niños. Y nos gusta tanto que asumimos con la cabeza gacha la hedionda corrupción que rodea el negocio”.

No le falta razón a González. En este rincón del mundo que es Centroamérica, marginal en desarrollo, democracia, también en fútbol, nos encanta este juego y, últimamente, solemos agachar mucho la cabeza. Y aquí, en el istmo, somos migrantes del fútbol, migrantes emocionales: el nuestro es tan malo, tan mediocre, que cada cuatro años, a falta de equipos nacionales con el mínimo nivel competitivo, nos toca escoger si vamos con Brasil o con Argentina, hasta con México.

Si hurgamos más allá del espectáculo en el Mundial de Qatar, del grito por camisetas ajenas y futbolistas que si acaso tienen en común con nosotros, centroamericanos, que hablan español, podemos encontrar algo, allende el fenómeno pop, de lo que sí sabemos: la similitud con las historias de los migrantes nuestros, que como lo hacen los paquistaníes o bengalíes que construyen en el emirato, duermen apiñados en minúsculos departamentos de los Estados Unidos, donde descansan unas horas de las triples jornadas de trabajo en los grandes edificios de cristal de Nueva York, Washington o Los Ángeles.

En Qatar 2022, como nunca antes, el fenómeno de los desplazamientos masivos desde el sur pobre del planeta hacia el norte desarrollado, hacia las metrópolis europeas o el gran mercado estadounidense en América, y en este caso particular al emirato petrolero, ha sido un subtexto que se coló en la narrativa extra futbolística de un mundial.

Messi, la estrella de un país, la Argentina, cuyos habitantes bajaron de los barcos como decía Facundo Cabral, puede ser campeón. O Mbappé, el hijo de dos migrantes africanos que llegaron en busca de mejor vida a París. O el marroquí Achraf Hakimi, el hijo de Saida, la mujer que fue empleada doméstica en el extrarradio de Madrid. (Terminé esta columna antes de la semifinal entre Francia y Marruecos).

Quedarán, en Qatar, los miles de migrantes cuyos nombres nadie conoce y quienes llegaron ahí como mano de obra barata, a apiñarse en cuartuchos de los barrios bajos desde donde, en los breves descansos, se pegan a la pantalla de un móvil para chatear con sus familias.

“Quemaron todas las naves/ para empezar una nueva vida/ pagaron cara la llave falsa/ de la tierra prometida”, canta Joaquín Sabina las letras de “La casa por la ventana”, el homenaje a los migrantes que escribió en 1994, cuando su España natal recibía la enésima ola de migrantes africanos y latinoamericanos. En 2026, miles de migrantes habrán vuelto a quemar sus naves. Ese año, la copa del mundo volverá a América, a su porción norte, donde Canadá, México y Estados Unidos servirán de sede. Es seguro que Mbappé volverá, y con él los francoafricanos de la nueva Francia. Y es seguro que miles de trabajadores indocumentados de México, Centroamérica, del Caribe y otros mares, vendrán al norte a remodelar y limpiar estadios y apiñarse en los cuartos en que extrañarán a los que dejaron atrás.

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