“La muerte no domina completamente a la vida, aunque tenga más poder y medios”, Describe el padre Ricardo Falla en su libro Negreaba de zopilotes… Masacre y sobrevivencia: finca San Francisco Nentón, Guatemala (1871 a 2010).
Por Regina Pérez y Francisco Simón
Fotos de Francisco Simón
“¡¡¡Ya se acabó San Francisco!!!” decía Andrés Paiz García, uno de los tres sobrevivientes de la masacre en San Francisco, en Nentón, Huehuetenango, cuando anunciaba a los habitantes de Yulaurel, la comunidad vecina, que el ejército guatemalteco había masacrado a 376 habitantes, entre bebés, niñas, niños, mujeres, ancianos y hombres, un sábado 17 de julio de 1982.
Andrés, quien era hijo del anterior administrador de esa finca y hermano del que fue administrador en el momento de la masacre, fue una de las tres personas que se salvaron de morir a manos de los más de 600 soldados que llegaron al lugar.
Según los relatos de los sobrevivientes, los militares, al llegar, tenían el rostro enojado, como una señal de lo que vendría, cuando serían capaces de cometer locuras, como se vio más adelante. Reunieron a toda la población en el centro de la comunidad. A la 1 de la tarde comenzó la ejecución de las personas, disparando primero contra las mujeres, que habían sido encerradas en la Iglesia católica con los niños. Los hombres, que habían sido reunidos en el juzgado, fueron sacados de diez en diez y los mataron.
Hoy, 40 años después, solo hay un potrero privado. Antes había una comunidad maya Chuj, una iglesia, el juzgado auxiliar, una pirámide maya, del periodo clásico al postclásico (700 DC hasta 1000 DC) y un cedro, testigo de la masacre, “que negreaba de zopilotes” días después de los hechos y que aún permanece en el lugar.
Actualmente la finca se llama Nueva Escocia y en la orilla pasa la carretera -que ahora es una parte de la Franja Transversal del Norte (FNT)- hacia las regiones de Nuevo Triunfo, Yalanwitz y Yichk’isis, todas de San Mateo Ixtatán. El lugar es atractivo para el turismo, pero pocas personas valoran y conocen lo que ocurrió allí hace 40 años.
El sacerdote jesuita y antropólogo Ricardo Falla, quien entrevistó a los testigos ese mismo año, dijo que lo que ocurrió fue un genocidio. Aunque no ha sido reconocido como tal, el religioso indicó que se deduce por las acciones y por la intención de la violencia perpetrada por el ejército.
Lo que hicieron las tropas fue cercar la aldea con tal de no dejar salir ni entrar a nadie. Esta fue una de las grandes masacres que se estaban cometiendo ese año en todo el país.
El antropólogo recopiló los hechos en su libro Negreaba de zopilotes… Masacre y sobrevivencia: finca San Francisco Nentón, Guatemala (1871 a 2010). Reconoce que hablar de genocidio “son palabras mayores”, pero todo lo que ocurrió ese 17 de julio tenía esa intención genocida de acabar con la población maya Chuj de San Francisco. Sin embargo, según él, no pudieron, porque tres de los pobladores sobrevivieron y narraron la historia días después.
Los tres sobrevivientes hablaron casi inmediatamente después de la masacre, ante el obispo Samuel Ruiz, de San Cristóbal de las Casas, en un ejido mexicano, que estaba repleto de refugiados hambrientos y necesitados, que se llama Cuauhtémoc, describe en su libro.
“Al genocidio lo pueden derrotar las personas y aquí lo derrotaron las que salieron vivas”, dijo Falla durante la homilía de la misa en la que recordaron lo ocurrido en la finca San Francisco. Entonces, para él, no ganó el ejército, sino ganó la gente, la humanidad.
“No ganó el genocidio, tenemos esperanza de la vida en contra de la muerte, esa es la fuerza que nos tiene que seguir alimentando”, subrayó.
Mateo Ramos Paiz, “el que salió de los muertos”
Es domingo 17 de julio de 2022, 40 años después de los terribles hechos ocurridos en la finca San Francisco, familiares de las personas masacradas colocan velas y flores en el terreno donde antes había una comunidad y ahora solo hay un potrero. Según registros, solo hubo tres sobrevivientes, entre ellos Andrés Paiz, quienes pudieron contar al mundo lo que sucedió ese día.
El sacerdote jesuita Ricardo Falla, está entre los presentes y oficia la homilía de la misa que organizaron para recordar a quienes murieron en la masacre. En su mensaje, compara a los masacrados con la muerte de Jesús: “Jesús está muriendo de nuevo aquí, cuando murieron las 376 personas”.
En 1982, Falla estaba en Nicaragua a punto de regresar a Guatemala para acompañar a las comunidades afectadas por la guerra, pero por la represión no pudo ingresar al país. Algunos de sus compañeros jesuitas lo animaron a que fuera a Chiapas, México, donde los refugiados guatemaltecos llegaban por miles, huyendo del ejército guatemalteco, para conocer de primera mano lo qué estaba pasando en el país.
Falla recordó que al llegar a uno de los campamentos de refugiados, ubicado en Tziscao, en el lado mexicano, había gente guatemalteca que le habló de “un señor que salió de entre los muertos”. Este señor se llamaba Mateo Ramos Paiz.
El relato de Mateo es central, según Falla, para reconstruir la masacre, porque él vio todo lo que ocurrió. Era un día sábado, varios de los comunitarios habían salido a trabajar, cuando llegaron los soldados. Según los cálculos del testigo, quizá eran unos 600.
Prosigue Falla, en la homilía, recordando que Mateo hablaba con una voz muy pausada, solemne, sin llorar. Los militares rodearon toda el área de la finca, donde había unas 50 casas, ya que en Yulaurel, la comunidad vecina, vivía la otra mitad de la comunidad, quienes también son sobrevivientes.
La expresión en el rostro de los soldados, según este testigo, cuyas palabras recordaba el sacerdote, estaba deformada, “como enojados”, incluso reflejaban locura, como un presagio de lo que iba a ocurrir. Su trato hacia la comunidad había cambiado. Un mes atrás llegaron a la comunidad y habían dado regalos a los pobladores, pero esta vez era distinto.
Al llegar, reunieron a los hombres en el juzgado auxiliar y a las mujeres en la iglesia, con niñas y niños. “Entonces dice don Mateo, ‘no sabemos qué va a pasar’, porque no sabían, (grita el padre), no sabían”.
Cuatro décadas después, el sacerdote jesuita aún se siente conmocionado por estos hechos que escuchó de primera mano de los únicos sobrevivientes. “Esta fue la tremenda cosa de la masacre” indica, con la voz entrecortada, “que de a poco van dándose cuenta qué iba a pasar”.
La ejecución de los pobladores habría comenzado alrededor de las 3 de la tarde. Antes de ser asesinados, ya sea con machetes o balas, los soldados les ponían un trapo o una camisa en los ojos, para que el que iba a recibir la muerte no mirara al que estaba disparando, para que no se distrajera porque esos ojos son muy fuertes, son penetrantes, así los mataban, dice Falla.
Dice Mateo que trajeron a unos ancianos y los acostaron encima de una mesa del juzgado para degollarlos con un machete sin filo. “Comenzaron a cortar la garganta y los pobres viejos gritaban y los soldados se reían como que, si fueran ovejas que están matando”, recordó Falla.
¿Qué culpa tenían, por qué los están matando?, cuestionó. Matar a inocentes, esto es el genocidio, querer acabar con una identidad, agregó.
Ya habiendo ejecutado el ejército a la mayoría de personas, Mateo comenzó a urdir su plan de escape.
Eran como las 5 de la tarde, los soldados habían prendido fuego al juzgado donde quedaban unos 15 hombres esperando la muerte. Él pensó que junto a sus compañeros iba a ser fusilado por lo que no se amontonó con los muchachos jóvenes en una esquina.
De acuerdo a los relatos de Mateo que cuenta el padre Falla, los soldados arrojaron granadas en dirección al grupo y él sintió como la sangre de sus compañeros lo empapó. Por lo tanto, pareciera que estaba muerto, al teñirse de sangre. Ahí fue cuando tuvo la idea de huir porque era mejor intentarlo que quedarse adentro donde le esperaba una muerte segura. Afuera, los soldados estaban probando unas grabadoras que habían robado a los pobladores e incluso comenzaban a cantar.
Esa distracción fue una oportunidad para Mateo de escapar. Antes de hacerlo, pidió permiso a los muertos y les hizo una oración. “¡Compañeros… compañeros, suéltenme! Ustedes ya están en libertad. ¡Suélteme! Y déjenme a mí ir en libertad”. Esas fueron las palabras que dijo, antes de zafarse de los cuerpos, entonces agarró fuerza, se hincó, se puso de pie y abrió la ventana del juzgado para salir. Luego se fue como una culebra, arrastrándose, agregó.
Mientras el padre Falla relataba lo que ocurrió y señalaba con su mano cada punto del crimen, los familiares de los masacrados observaban en silencio el árbol, un testigo de ese hecho y una cruz como señal que marca el lugar donde fue la iglesia católica. Aunque no derramaron lágrimas, cada vez que escuchaban los nombres de sus familiares se persignaban para recordarlos; los menores que acompañaron la homilía murmuraban y preguntaban en el idioma Chuj a sus padres y madres lo que ocurrió.
Falla preguntó a Mateo si luego de escaparse iba triste. Una pregunta tonta, preguntarle a alguien que ha perdido a su esposa y sus hijos si está triste, dice. Y Mateo le responde: “no, no voy triste, voy como bolo, no sé qué ha pasado”. Tampoco había comido nada desde el sábado en la madrugada, ni sabía qué día era. Y cubierto de sangre, se siente como que hubieran destazado un animal. Para él, fue la sangre de sus hermanos la que lo salvó.
En ese momento, la vida no tenía sentido. Es el peor dolor que puede sufrir una persona, perder el sentido, expresó el sacerdote.
De los tres sobrevivientes, ninguno está vivo y las causas por las que murieron, realmente son dramáticas. Mateo Ramos Paiz, por ejemplo, nació en 1925, era muy especial en la sanación y curandero innato. Murió asesinado en Chiapas, México a finales de 1990, por envidias entre los chujes sobrevivientes de las comunidades de Yulaurel y San Miguel, al punto que fue acusado de brujería.
¿A qué se debió la masacre?
No hay mucha claridad sobre los motivos que desencadenaron esta masacre, lo que hay son rumores sobre reuniones de finqueros con oficiales del ejército unos meses antes de que se realizara. No obstante, la matanza se realizó durante el gobierno de facto del general Efraín Ríos Montt, unos meses después de que tomara el poder.
Pedro Lucas, un habitante de Yalambojoch, que fue entrevistado por Prensa Comunitaria, dijo que ellos habían escuchado sobre las masacres en otros departamentos, como Quiché, Alta Verapaz y en el municipio de San Mateo Ixtatán, en Huehuetenango, donde el ejército mató a 40 personas unos días atrás en Petanak, sin embargo, “nosotros no pensamos si nos va a tocar esa mal desgracia”.
En su libro, el antropólogo explica que el “plan genocida”, una ofensiva llevada a cabo por el Estado Mayor Presidencial (EMP), encabezada por el general Benedicto Lucas García, que él llama una inflexión en la estrategia llevada a cabo por el Ejército para combatir a la guerrilla, inició en mayo de 1981.
La contrainsurgencia, impulsada a finales del gobierno del presidente Fernando Lucas García (1978-1982) y continuada por Ríos Montt (1983), para eliminar al “enemigo interno”, o sea la guerrilla y su apoyo social, se dio en el contexto de la guerra interna que comenzó en 1960, cuando un grupo de militares se sublevó en contra del gobierno de Miguel Ydígoras Fuentes por motivos militares, pero también cuestionando la decisión del presidente de permitir que expedicionarios cubanos que iban a participar en la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba se entrenaran secretamente en Guatemala.
Para agilizar la estrategia de tierra arrasada, -como se conoce al arrasamiento de aldeas enteras y civiles que buscaban borrarlas del mapa- un grupo de militares buscó a Ríos Montt, quien dio un golpe de Estado el 23 de marzo de 1982, señala Falla en su libro. Para entonces, las masacres ya habían comenzado en la región de Ixcán, Quiché. De esas masacres, como la de Cuarto Pueblo, donde el ejército ejecutó a más de 400 personas en marzo de 1982; de este caso solo noticias llegaron a San Francisco.
De acuerdo con el antropólogo, para reajustar la campaña de tierra arrasada, el gobierno militar de Ríos Montt dio a nivel nacional un tiempo de amnistía, en junio de 1982. La amnistía fue tanto para guerrilleros como para miembros de las fuerzas armadas que participaron en acciones contrasubversivas. Fue ahí en esa pausa cuando se preparó la ofensiva de “Julio Negro” sobre Huehuetenango, que incluía el reconocimiento del terreno por parte de la tropa y la presentación positiva del ejército ante la población, para facilitar el elemento sorpresa.
A mediados del mes de junio de 1982, según la CEH, llegaron a Huehuetenango unos tres mil soldados para patrullar el terreno y preparar el reinicio de la ofensiva de arrasamiento.
En esa ocasión, recuerda don Pedro, aterrizaron helicópteros en Yulaurel, la aldea vecina a San Francisco, fronteriza con México. Los soldados visitaron a las personas, preguntando si habían visto a los guerrilleros. Además, ofrecieron varios proyectos a la comunidad como agua potable, carreteras, dinero del Banco Nacional de Desarrollo Agrícola (Bandesa) y regresaron por la dirección por donde vinieron.
Sin embargo, el comunitario y guía espiritual maya, reconoce que estos ofrecimientos fueron un engaño y que no iban a cumplir nada de eso, “nomás nos están engañando, nomás nos quieren matar”, dijo. El 15 de julio, los soldados regresaron, pasando primero por la aldea cercana, llamada Bulej. Ahí mataron a cinco personas.
El 17 de julio, en la madrugada, las tropas pasaron por la aldea Yalambojoch. Sus habitantes recibieron con miedo a los soldados, porque ellos ya sabían que estaban asesinando gente. Los elementos del ejército reunieron a la gente en la casa comunal, cuenta don Pedro, preguntando a los pobladores si conocían a los guerrilleros. Pero nadie respondió por miedo.
Un comunitario, llamado Lucas Mauricio Guillén, se animó a decirle al capitán que los guerrilleros sí pasaban por la comunidad, pero no formaban parte de ellos, calmando los ánimos de los soldados. Ya casi al mediodía los soldados partieron hacia San Francisco, no sin antes quemar una casa en esa comunidad.
Si bien los habitantes de Yalambojoch salvaron sus vidas, al huir a México, no fue lo que ocurrió con los pobladores de San Francisco, quienes muy tarde se dieron cuenta de la verdadera intención del ejército.
Per Andersen, un sueco noruego que acompañó a los guatemaltecos en el refugio y vive en Guatemala desde 1995, considera que la masacre fue intencional, como parte de una operación de inteligencia para hacer una limpieza en las áreas fronterizas.
Esto, porque las tropas comenzaron a barrer comunidades desde Chimaltenango, Quiché y luego Huehuetenango. Está claro, indica, que esto no fue una decisión de capitanes o soldados, sino que fue una orden superior.
Pese a que esta masacre está muy bien documentada en el libro de Falla, no hay material sobre quiénes fueron los militares que la planificaron y quiénes la ejecutaron, de eso solo hay rumores, dice Andersen.
Si bien se dice que finqueros se reunieron con oficiales del ejército en Nentón, en 1982, antes de la masacre, no existe una prueba sobre dicha reunión. Tampoco se sabe si Bolaños, el finquero dueño del terreno, estuvo ahí.
“Nos avisaron que San Francisco ya acabó”
Andrés Paiz García tenía 12 años cuando ocurrieron estos hechos. Él vivía con su familia en la comunidad Yulaurel, la otra mitad de San Francisco, pero tras el aviso de Andrés Paiz García, (ya fallecido), salieron de la comunidad rumbo a México para salvar sus vidas.
En la tradición de varios pueblos mayas de Huehuetenango se combinan los apellidos con los nombres para asegurar que el legado de sus ancestros continúe. Es por eso que muchos lleven casi los mismos nombres o algunos se repiten, como en este caso, aunque sean dos personas totalmente diferentes.
Andrés Paiz recuerda que a las 2 de la mañana llegó el aviso “de que San Francisco ya acabó”. “Ya mataron a todos nuestros hermanos, mataron a nuestros papás, se regó la sangre”, dice.
La persona que avisó que San Francisco se acabó era Andrés Paiz García. Él logró salvarse porque los soldados le encomendaron ir a traer unos toros junto a un grupo de tres hombres, los cuales servirían para darles de comer a los militares. Sin embargo, tuvo una corazonada de lo que podría ocurrir y decidió no regresar. En un bordo observó como su presentimiento se hizo realidad. Luego corrió hacia Yulaurel para advertirles qué había pasado.
Las personas que escucharon esta noticia salieron corriendo hacia México, con el fin de defender lo más valioso que tenían, su vida.
Aunque Paiz García aún era un niño cuando ocurrió esto, él dice que se sentó junto a los tres únicos sobrevivientes y testigos para escuchar sus relatos: Mateo Ramos Paiz, Mateo Ramos Pérez y don Andrés Paiz García.
Sus tías, hermanas de su padre y de su madre murieron en San Francisco. Sus papás pudieron salir porque vivían en Yulaurel. Él recuerda que 15 días después de la masacre fue con su padre a la finca. Los animales de corral, marranos, perros y hasta las gallinas comían la carne de los muertos porque ya no tenían alimentos, dijo.
Por su parte, don Pedro de Yalambojoch indica que tras lo ocurrido estaban tristes porque sus vecinos fueron asesinados. Ellos, afirma, eran personas honradas y trabajadoras.
En Yalambojoch, toda la comunidad se refugió en México, tras lo ocurrido, ya que eran vecinos. Primero salieron las mujeres, luego los hombres. Los mexicanos, dijo, los recibieron con los brazos abiertos, sin embargo, extrañaban su tierra. Algunos regresaron pronto, otros, muchos años después y otros más ya no quisieron regresar por las masacres, que asegura el comunitario, fueron órdenes del general Efraín Ríos Montt.
Esa tragedia le pone triste y según indicó fue culpa de ese “mal gobierno”. Somos gente, somos seres humanos, pero ellos no recuerdan si somos lo mismo, indica. Aunque en Guatemala se hablan 23 idiomas, todos son personas “aunque para ellos no valemos nada”, subrayó.
La finca San Francisco en la actualidad
La finca San Francisco fue inscrita en 1916, en el Registro de Quetzaltenango, a nombre del coronel Porfirio Aguilar, quien murió al año siguiente, legándola a sus hermanos que se la vendieron al coronel Víctor Manuel Bolaños en 1951 que era el dueño cuando ocurrieron los hechos.
Actualmente, el área que perteneció a la finca San Francisco, de unas 29 caballerías, está dividida en tres partes. Donde se fundó la comunidad, ahora está la finca “Nueva Escocia”, cuyo propietario es Elton Villatoro, un finquero local de Huehuetenango. La segunda la compró una asociación para crear la aldea La Bendición, también asentada en Nentón.
Otra parte, unas 5 caballerías, fue adquirida con donaciones provenientes de Suecia, cuenta Per Andersen, quien dijo que se dio todo un proceso para adquirir esta tierra. Ahí han construido proyectos de infraestructura como casas, pilas, agua potable, escuelas y locales para clínicas.
En 1993 y 1994, muchas de las familias que habían huido a México comenzaron a regresar a Yalambojoch, que también fue destruida en un 90 por ciento por el ejército, donde incluso operó un destacamento militar.
La particularidad del terreno que se adquirió con fondos de Suecia es que está a nombre de la Asociación Forestal de Yalambojoch, Awum Te “Sembradores de Árboles”, en español, pero no se puede parcelar, hipotecar ni vender, ya que se trata de una reserva natural. Los habitantes de Yalambojoch entienden la importancia de tener esta tierra como área protegida para resguardar los nacimientos de agua, dijo Andersen.
Sin embargo, donde se cometió la masacre, ahora solo hay un potrero. La gente no puede ingresar al lugar donde murieron sus familiares, ni siquiera a hacer una oración, por ser propiedad privada.
Para el sacerdote Falla, entrar a ese lugar es especial. Todavía está en pie el árbol de cedro, que se llenó de zopilotes cuando ocurrió la masacre y después de la misma. Ahí mismo los antropólogos de la Fundación de Antropología Forenses de Guatemala (FAFG) hicieron una exhumación, pero no se encontraron todos los cuerpos.
También se encuentra la pirámide maya, donde un grupo de insurgentes del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) se tomaron una foto triunfante, en 1983. Dicha pirámide, de unos 15 metros de altura, donde la gente se sube para tomar el sol y fotografías ya se está desmoronando.
Los restos de las personas que murieron en la masacre están enterrados en un campito chiquito, que está cerca de Yalambojoch, dice el padre, pero no es un camposanto en sí, sino es el lugar de la memoria, puesto que la gente casi nunca entra ahí. Ese terreno fue donado por la asociación de Per Andersen para que ahí se enterraran los restos de sus muertos.
Y donde está el lugar de la masacre, aún no ha sido tocado. Para Falla, este es un lugar santo, “precisamente porque ahí se derramó la sangre de toda esta gente inocente”.