Por Dante Liano
Debo a Elenora Mereghetti, Directora de la Società Dante Alighieri de Guatemala, la lectura del libro Non è un mondo per vecchi, del filósofo francés Michel Serres. Hay, entre los lectores de libros, una especie de confraternidad no muy secreta, muy útil para recibir consejos de lectura o para recomendar aquellas obras que dejan una suerte de satisfacción o de experiencia. Útil, porque entrar a una librería resulta una experiencia apabullante: delante de la vasta oferta desplegada sobre los mostradores, uno querría leerlo todo, o por lo menos comprarlo todo, con la secreta esperanza de que, como malignamente decía Schopenhauer, el que adquiere un libro se imagina que ya lo leyó. Los amigos ayudan, pues delante de la propaganda de las editoriales, advierten del fraude que representa el último genio de la literatura, que aparece cada mes. Recuerdo encendidas discusiones sobre El nombre de la rosa, de Humberto Eco, o la satisfacción de recomendar el brevísimo y profundo Gratitud, de Oliver Sacks. En realidad, como decía el político italiano Giulio Andreotti: “No veo muchos genios a mi alrededor”.
Regresemos al libro de Serres. Hay una imagen predominante en sus reflexiones, sobre la cual giran las consideraciones de su obra. Serres toma la imagen de la leyenda de Saint-Denis, que da nombre no solo a la conocida calle de París, sino también causa la edificación de la Basílica de Montmartre. Serres refiere que, en la Legenda Aurea, de Jacopo de Voragine, se cuenta la historia del obispo Saint Denis, electo por los primeros cristianos de París. Enterados de esto, los soldados del ejército romano arrestaron al líder religioso. En la cárcel, y torturado en la isla de la Cité, fue condenado a la decapitación en la cumbre de una colina que luego recibirá el nombre de Montmartre. Sucedió que la soldadesca romana comenzó la ascensión del monte, pero, llegados a la mitad, se declararon cansados y decidieron ejecutar al obispo antes de llegar hasta arriba. Procedieron, pues, a la ejecución de la condena y decapitaron al santo varón. Comienza aquí la leyenda. Saint Denis se levantó, recogió su propia cabeza y comenzó a subir por la colina, ante el asombro de sus verdugos. Es más, llegado a una fuente, lavó su rostro, que había quedado sucio con la sangre y el polvo del camino.
Dicha leyenda sirve a Serres como una apología de la situación de los jóvenes de hoy, los nativos digitales, también llamados “generación Z”. También ellos, dice el pensador francés, son como el obispo parisino. También ellos caminan con la cabeza en las manos. La analogía resulta estupefaciente. Serres quiere decir con esto que todos los jóvenes de hoy (o casi todos) no pueden desprenderse de un apéndice con el que van por las calles o en casa o en las aulas. Tal apéndice es el smartphone o, en su defecto, el tablet o el ordenador portátil. No necesitan almacenar ninguna información en su cabeza, porque toda la información está en sus manos, en los aparatos digitales de rápida consulta que responden a cualquier pregunta. Una realización extraordinaria es la de las aplicaciones basadas en el GPS. Google maps o Waze o Tom Tom, no solo nos dicen con exactitud en dónde estamos, sino que nos pueden conducir a cualquier lugar con indicaciones precisas. Ya no necesitamos el sentido de orientación, podemos ocupar nuestra mente en otras cosas, porque basta encender el dispositivo digital y él hará el trabajo. Lo mismo sucede con cualquier información que antes requería un esfuerzo de memoria. ¿En qué capítulo del Quijote aparece el discurso de las armas y las letras? El erudito lo sabe, pero es inútil tal saber: basta digitar la pregunta en Internet y tendremos la respuesta inmediata. La erudición se vuelve superflua.
Serres sostiene que estamos asistiendo a una revolución copernicana en el campo del saber, semejante al cataclismo cultural provocado por la aparición de la imprenta. Entre nuestra generación, basada en el conocimiento a través de la lectura y escritura, y fundamentada en los libros, y las nuevas generaciones, que de lo libros pueden hacer de menos, hay un abismo gnoseológico y epistemológico enorme. La institución del magisterio entra, dice Serres, en grave crisis, pues ya no se trata de un docente que sabe todo (porque ha estudiado, porque ha investigado, porque ha memorizado) y un grupo de jóvenes al cual transmitir la información; los jóvenes tienen la cabeza en las manos, y esa cabeza sabe todo, incluso más que el docente, pues almacena millones de informaciones que un pobre maestro no puede poseer. Los alumnos exigen un nuevo método didáctico, que se aparte de la relación tradicional profesor/alumno, y urgen que les enseñen a utilizar con provecho el inmenso arsenal puesto a su disposición.
Aunque las tesis de Serres son muy sugestivas, me parece ver en ellas una exageración muy frecuente en aquellos que se enfrentan a las innovaciones tecnológicas. Creo poder observar que Internet no es tan potente como Serres la describe, y que los estudiantes son menos revolucionarios de como se los imagina. Una primera cuestión que propongo es la famosa definición de los ordenadores: “Mucha memoria, ninguna inteligencia”. En realidad, hay, en la red, una serie de agujeros informativos bastante profundos. No todo está en Internet y no todo lo que está en Internet es confiable. Si uno busca información sobre algunos síntomas que se refieren a un leve malestar, la respuesta de la red equivale a llamar a la funeraria y preparar la futura tumba. El saber de un médico y su experiencia son todavía indispensables para la formulación de un diagnóstico.
Por último, ni siquiera los estudiantes se confían de las informaciones que encuentran en Internet, no todas de primera mano y no todas autorizadas. Todavía los estudiantes se presentan en las aulas dispuestos a ser guiados por una persona de mayor experiencia y, forzosamente, de mayor saber. Quizá el equívoco de Serres está todo allí: el saber no es solamente información. Es tener la información y poder procesarla en modo inteligente. ¿De qué me sirve saber escribir que E=mc2, si nadie se toma la molestia de explicármelo? Para finalizar, existe la relación personal, hecha de la mirada, del gesto, del tono de la voz, del carisma, todas características que solo un maestro puede tener y que no habrá máquina que pueda reemplazar. Quizá en el futuro ocurrirá la profecía de Serres, pero me parece que todavía queda mucho camino por recorrer.
Publicado originalmente en Dante Liano blog