Una puñalada a Salman Rushdie, al arte, a la belleza y a la inteligencia

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Créditos: Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

Escribió Orhan Pamuk, el Nobel turco, a propósito del reciente atentado contra Salma Rushdie, el autor indio-británico condenado a muerte por radicalismo islámico iraní en 1989: “Quiénes aprietan el gatillo o empuñan el cuchillo suelen haber leído muy pocos libros en su vida. De haber leído más libros, o de haber estado en condiciones de escribir uno ellos mismos, ¿habrían sido capaces de ejercer este tipo de violencia?”. La pregunta admite, seguro, muchas respuestas, pero es buena para reflexionar sobre el estorbo que la inteligencia les hace a los absolutismos.

El hombre que apuñaló a Rushdie en Chautauqua, Nueva York, el 12 de agosto pasado, se llama Hadi Mattar y tiene 24 años; es decir, no había nacido cuando, en 1989, el líder religioso iraní Ruholla Jomeini decretó una fatua -o condena a muerte- contra el escritor tras la publicación, un año antes, de Los versos satánicos, una novela a la que ese islamismo radical consideró blasfema.

Ni Jomeini ni Mattar leyeron el libro, según ellos mismos confesaron. Sin haber leído una letra, el ayatola condenó el libro por blasfemo e invitó a todos los musulmanes a matar a Rushdie. En realidad, Jomeini no podía saber si había blasfemias en las letras de Rushdie: ¡Nunca leyó Los versos satánicos! 33 años después, el joven Mattar, llevado por su admiración a Jomeini, según él mismo lo dijo en una breve entrevista con el New York Post, decidió apuñalar a Rushdie. Es como dijo Pamuk: los asesinos, y los déspotas en este caso, suelen matar sin haber leído.

Los versos satánicos es un libro maravilloso. Denso. Cargado de descripciones. Depositario de una imaginación sin fronteras de la que Salman Rushdie suele hacer gala en sus novelas. Incluso la prosa en Joseph Anton, las memorias que publicó en 2012, se leen como una novela, aunque lo ahí escrito es, sobre todo, la descripción de cómo la fatua marcó la vida de Rushdie para siempre y lo obligó a vivir durante décadas en la sombra, alejado de amigos y familia, para burlar a la muerte.

Los versos satánicos empieza con una escena sobrecogedora. Un avión secuestrado estalla sobre el Canal de la Mancha. Sobreviven Gibrel Farishta y Saladin Chamcha para reaparecer en una playa de Inglaterra, uno como un ángel y otro como un demonio. Así empieza una epopeya que navega por la religión, la historia india y pakistaní, la migración hacia la metrópolis, el bien, el mal, los grises y las cimas y posos del alma. El lector que creció con Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges o Julio Cortázar descubrirá, en las letras del indio, guiños a las mariposas amarillas del colombiano y a los laberintos y los cronopios de los argentinos.

Y, como toda buena novela, esta es un crisol en el que la imaginación se funde con la realidad y desde ella se recrea para hablarnos de los matices que ningún fanatismo ignorante entenderá nunca.

El joven Mattar no podía conocer esos matices. A él, al espacio de su mente fanática, apenas le cabía la perorata y la condena de un clérigo que tampoco supo nunca la belleza que había en Los versos satánicos. Jomeini es como Malaquías de Hildeshem, el bibliotecario asesino en El nombre de la rosa de Umberto Eco que mataba a quien buscara, en los libros, la risa que podía hacer temblar al dogma. El joven Mattar es el cuchillo, el veneno que el monje utilizó para asesinar a la inteligencia que los desafió, no al dios cristiano, sino a ellos, el monje loco y sus seguidores. Pero, a diferencia de Malaquías, cuya ira proviene de conocer el poder de las letras, la de Jomeini nace de vivir bajo una interpretación única de las letras. Rushdie y sus versos desafiaron eso con su voluptuosidad y su irreverencia.

Matt Bai, columnista del Washington Post, advertía hace poco que el ataque a Rushdie es un aviso tenebroso del futuro que se avecina. Cuando Jomeini condenó a muerte al escritor en 1989, recuerda Bai, el rechazo al ataque fue casi unánime desde occidente, sin importar posicionamientos políticos o ideologías.

“Incluso los presidentes republicanos exaltaban a la prensa como contraste a la represión… y a los gobiernos teocráticos a pesar de su evidente desdén (de los presidentes) por lo que los periodistas escribían”, dice Bai, quien adelanta que el ataque al escritor indio-británico es un signo de tiempos distintos a aquellos, tiempos estos dominados por los decretos de los autócratas que desprecian la democracia y sobreviven aupados por la lealtad irrestricta, no inteligente, de sus seguidores.

Estos nuevos Jomeinis, como el ayatola, desprecian cualquier atisbo de inteligencia o de la belleza que esta produce; prefieren a los borregos, a los que, fieles a ellos, matan y atacan sin preguntar. De estos hay decenas hoy en día: los policías que acaban de meter preso a un obispo crítico de la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua, las hordas que atacaron a policías y congresistas en Washington siguiendo indicaciones de Donald Trump.

Son tiempos oscuros, como advierten el columnista Bai y Orhan Pamuk. Pero, incluso en estas épocas, como tantas veces lo demostraron bardos y escritores, la inteligencia es capaz de abrirse camino. Lo primero para lograrlo, parafraseando al Francisco Quevedo que existe en el Alatriste de Pérez-Reverte, fue, siempre, seguirse batiendo.

El escritor italiano Roberto Saviano, también obligado a vivir en las sombras tras exponer los crímenes de la Camorra napolitana, acude a Rushdie, su amigo, para ilustrar cómo el apego a la vida, a retratarla, sirve para defraudar a los verdugos. “(Rushdie) decidió luchar contra el fanatismo islámico no con proclamas o panfletos sino eligiendo vivir con un amor fanático por la vida y la libertad”, escribió Saviano tras el atentado en Chautauqua.

La vida, al final, se impuso. Salman Rushdie, maltrecho, sobrevivió. Su vida, cuando se recupere y salga del hospital, seguirá marcada por la amenaza, pero, para desesperación de quienes lo quisieron ver muerto, Rushdie seguirá escribiendo. Seguirá, como diría Quevedo, batiéndose. Se lo había dicho a su amigo Saviano: “No vivas como si ya te hubieran matado”.

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