Por Fabián Campos Hernández
En este 2021 se cumplieron doscientos años de que México y Centroamérica declararon su independencia de la Corona española. De sí mismo el proceso de culminación de la guerra fue complejo y difícil de contar en cada uno de los países que conforman la región.
En México se reniega sistemáticamente de aquel que expulsó a los ibéricos de estas tierras. Agustín de Iturbide resulta siempre muy incomodo para el nacionalismo priista y su colofón encabezado por Andrés Manuel López Obrador. A los “republicanos” les da urticaria reconocer como “padre de la patria” a un criollo liberal monárquico que encabezó un imperio fracasado. No pueden hacerlo sin entrar en contradicción con su enaltecimiento del indígena liberal masón antimonárquico, Benito Juárez. Uno de los pilares del primer priismo fue el recuerdo de la victoria del oaxaqueño sobre un europeo liberal masón monárquico, Maximiliano de Habsburgo. Este hecho sirvió como acicate para el enfrentamiento de los gobiernos posrevolucionarios con los liberales conservadores y derechistas del Partido Acción Nacional. De este modo, mientras no se resuelva el “trauma independentista”, México no podrá “celebrar” los 15 de septiembre sin tener los efectos de un síndrome culposo.
En Centroamérica ocurre algo semejante. En Guatemala los discursos oficiales de un Estado racista y de coloniaje interno siempre tienen en su perspectiva que su declaratoria de independencia la hicieron los criollos conservadores bajo el argumento de que lo hacían antes de que la “plebe” y la “indiada” lo hicieran por si mismos. En Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, el dilema tiene otros elementos. “Celebran” la separación de España, pero “olvidan” su anexión al Imperio Mexicano de Agustín de Iturbide. Y, cuando se separaron de México, su inclusión subordinada y conflictiva a la malograda “República Centroamericana”. Propiamente el Estado en su conformación moderna en Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, este año no cumple doscientos años. Pero todos celebraron, con las restricciones de la pandemia, el Bicentenario de “su” Independencia.
Ahora bien, ¿hay algo que festejar a doscientos años de la expulsión de los españoles? El fracaso del Imperio Mexicano de Agustín de Iturbide, único intento regional con miras a presentar un contrapeso al naciente Imperio Estadounidense, dejó a México y a Centroamérica bajo la égida de los Estados Unidos. Después de Iturbide, lo único de lo que podemos hacer recuentos es de gobiernos tratando de presentar infructuosa resistencia al avasallante dominio de Washington. O gobernantes cipayos dispuestos a negociar cualquier cosa para enriquecerse al amparo de sus amos del Norte. Desde cierta perspectiva histórica, estos doscientos años cuentan una historia de Estados fracasados, genocidios de la población indígena, racismo y clasismo que permean a toda la sociedad y profundas desigualdades sociales y económicas que siguen hoy en día impidiendo que los habitantes de estas tierras tengan un presente y un futuro digno. Y la pandemia de Covid 19 parece refrendar este diagnóstico.
A partir de la década de 1980, en México y Centroamérica se empezaron a desmantelar los logros -parcos, magros o francamente inexistentes- en materia de construcción de Estados de Bienestar. Desde esas fechas se fue construyendo un modelo neoliberal que limita la presencia estatal en materia de garantías a derechos sociales y económicos. En el entrecruce de esos Estados de Bienestar limitados y medidas desestatizantes se encuentra buena parte de la respuesta para entender los resultados nefandos de la Covid-19 en la región. Sistemas sanitarios, educativos, laborales, etc., incapaces de garantizar a la población enfrentar de manera adecuada tanto el contagio como sus consecuencias sociales son el trasfondo de la celebración del Bicentenario de la Independencia.
Como siempre, las fechas conmemorativas sirven para la reflexión sobre el pasado, el presente y para dibujar futuros. Si los guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, nicaragüenses y costarricenses, no sus gobiernos ni sus oligarquías, quisieran tener en los próximos 15 de septiembre algo que celebrar, deberán buscar la construcción de nuevos pactos sociales que impliquen mejores condiciones de vida para cada uno de los habitantes de estos países. Pero también la construcción de relaciones internacionales, sobre todo lo referente a los Estados Unidos, que en un mundo globalizado e interdependiente provean de elementos para el desarrollo de todas y cada una de las naciones de la región.
Por su parte, México, su gobierno y sus sociedades, deben de entender que cada una de las acciones y omisiones ocurridas en Centroamérica conllevan serios retos para su propia seguridad. Que allende el Río Suchiate no existan sistemas sanitarios, educativos, laborales, etc., fuertes y consolidados significa para México que no se va a detener la crisis humanitaria ni la migración indocumentada que parece endémica de la región. Que en los gobiernos centroamericanos campee con total impunidad la corrupción es igual de grave que la crisis de violencia por la que atraviesa el territorio nacional. Mientras eso no este en la mente de los mexicanos, no hay nada que celebrar en el Bicentenario.
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