Los feminismos que emergen con fuerza desde el sur del mundo juegan un rol clave tanto en la posibilidad de hacer realista una experiencia revolucionaria como a la hora de sacudir las imágenes y nociones que preservamos de la «revolución».
Las revueltas de los últimos años en Chile y América Latina han vuelto a poner a rodar la palabra «revolución» en el continente. Con esto en mente, propongo aquí caracterizar algunos puntos que permiten afirmar que el relanzamiento del antagonismo político que vive América Latina se está haciendo desde la revolución feminista.
Voy a señalar seis puntos a partir de los cuales creo que los feminismos que emergen con fuerza desde el sur del mundo –y desde los sures de las metrópolis– están jugando un papel fundamental. Por su capacidad para hacer realista, enunciable, palpable una experiencia revolucionaria, pero también por su propia dinámica, que obliga a sacudir las imágenes y nociones que preservamos de la «revolución»: a poner en evaluación colectiva qué evocamos y qué deseamos con ese término, así como también a exhibir las dificultades que plantea.
Dimensión de masas
En primer lugar, la existencia de un feminismo de masas me parece una característica del movimiento que, desde al menos los últimos cinco años, le ha dado al feminismo un ímpetu nuevo. Esa dimensión tiene que ver con la capacidad de producir movilizaciones inéditas en su fuerza, capaz de ocupar calles, plazas, ciudades en simultáneo en distintos lugares del mundo. De hacerlas durar en el tiempo no como acontecimientos aislados sino como un proceso político que busca sus formas de acumulación, sus zonas de reposo y cambio de ritmo, sus citas de elaboración.
Esas movilizaciones masivas son efecto de un enorme trabajo político, de una rabia que encuentra fuerza expresiva, de una cotidianeidad que se ve permanentemente problematizada (la masividad tiene repercusiones en las casas y en las camas, también sucede ahí). Y de una inteligencia política que se ocupa de alimentarla (pienso en lo que nutrió la acción de Las Tesis, por ejemplo, en medio de la revuelta en Chile).
La dimensión de masas, multitudinaria, de mayorías, afirma una dimensión revolucionaria porque efectivamente confirma una capacidad de «afectación» que no se reduce a grupúsculos porque no permite ser confinada como un sector y porque hace de su expansividad una política concreta. Sobre todo, cuando sabemos que las condiciones de las mayorías son las más despiadadas. Entonces, el hecho de que las imágenes políticas de la masividad tengan en el feminismo un protagonismo decisivo señala un componente revolucionario por su fuerza de interpelación, por su capacidad de producir una experiencia de subjetivación para nuevas generaciones, por su fórmula organizativa que permite una coordinación de gran escala.
Pero también porque esa masividad es una filigrana de acciones, de convocatorias, de discusiones, de asambleas, de coordinaciones. Se conjuga, en este ida y vuelta, de modo nuevo la relación entre masividad y vectores de luchas minoritarias. Lo minoritario –entendido como una composición política que desacata los sujetos históricamente legítimos de la revolución– toma escala de masas como vector de radicalización dentro de esa marea transfeminista. Se desafía, así, la maquinaria neoliberal de reconocimiento de minorías y de pacificación de la diferencia. Pero también se trabaja la masividad desde las cuestiones que suelen quedar despreciadas o desconocidas cuando sólo se concibe la masividad en términos numéricos, cuantitativos o por su fuerza homogénea y aplanadora.
Violencia neoliberal
¿Qué es lo que se masifica en esa experiencia colectiva de poner el cuerpo en la calle? Diría que uno de los elementos es la caracterización concreta de la violencia neoliberal; lo cual, a su vez, puede entenderse como un elemento clave del internacionalismo del movimiento feminista (vuelvo sobre esto más adelante).
Se trata de una caracterización de la violencia neoliberal que se da en forma concreta, a partir de la experiencia cotidiana de despojos, de precarización y de explotación que permite comprender la manera en que estas violencias funcionan como engranajes directos con las violencias machistas. Se trata, entiendo, de una lectura de totalidad de esas violencias, una lectura sistémica, y al mismo tiempo aprehensible desde la vida cotidiana.
Esa comprensión es corpórea, es situada y a la vez es colectiva sin ser abstracta. Esto permite también dar fuerza a una manera de rechazar, de decir basta a los modos filantrópicos y paternalistas con los que se quiere subsanar la precariedad, imponiendo formas conservadoras y reaccionarias de subjetivación aceitadas por el miedo.
Esto nutre a que las iniciativas feministas se definan como antineoliberales no solo como afirmación ideológica, sino a partir de la práctica concreta de señalizar las fronteras en las que se combate el avance del capital. Es decir, declinar la confrontación contra la privatización de las jubilaciones, contra el endeudamiento doméstico, contra los recortes de servicios públicos, contra la baja de salarios, etc. en relación a la forma que coproducen la violencia contra ciertos cuerpos marcados por su género y raza no solo pone un contenido concreto al antineoliberalismo en las dinámicas feministas, sino que además disputa la propia vulgata neoliberal de que la competencia ha devenido mutación antropológica y, por tanto, no hay afuera de su gubernamentalidad omnipresente.
Es el cruce y la concatenación de esas conflictividades el que va tejiendo, justamente, esa perspectiva sistémica al punto de (como vemos hoy en Chile) discutir la constitucionalización del neoliberalismo, la normatividad que le es propia y que en nuestro continente tiene como origen a las dictaduras militares.
Es por ello que son –están siendo– los feminismos desde el sur del planeta los que permiten también desplazar las narrativas euroatlánticas desde las que se suele conceptualizar el neoliberalismo. Tenemos en nuestra región más de cuatro décadas de mutaciones neoliberales que nos permiten leer varias cosas. Por un lado, señalar el origen mismo del neoliberalismo en términos de violencia, asociado a las dictaduras y a las formas de constitucionalización neoliberal que señalé. Por otro, comprender sus mutaciones posteriores desde el punto de vista de las luchas que lo desafiaron y que permiten la lectura a contrapelo de sus estrategias; es decir: postular lo que subvierten las luchas como aquello que determina la orientación de su mutación.
Hablar del carácter polimórfico, de la capacidad combinatoria, versátil, del neoliberalismo lleva a mostrar que la gubernamentalidad neoliberal refiere a una racionalidad política que no se reduce al aparato de gobierno y que disputa las subjetividades como espacio estratégico de producción de gobierno.
Si el neoliberalismo necesita ahora aliarse con fuerzas conservadoras retrógradas –de la supremacía blanca a los fundamentalismos religiosos, del inconsciente colonial al despojo financiero más desenfrenado– es porque la desestabilización de las autoridades patriarcales y racistas pone en riesgo la propia acumulación de capital en este presente. Ahí mismo los feminismos exhiben su capacidad de reanimar el antagonismo y la conflictividad, porque atacan la estructura de subordinación y explotación en una zona sensible y estratégica: justo donde el neoliberalismo se articula con fuerzas reaccionarias en el orden de la familia, la sexualidad, los merecimientos de subsidios sociales, los trabajos no remunerados, las legislaciones antimigrantes, etc.
Transversalización
Esa caracterización del neoliberalismo no es abstracta o meramente analítica, sino que permite una enorme capacidad de alianzas políticas y de contaminación y ampliación de las dinámicas propias de las luchas feministas al interior de otras luchas. No simplemente como sector o conjunto de demandas, sino en la formulación misma de lo que se demanda, en las maneras de organizar la protesta y en la ampliación de lxs sujetxs involucradxs.
Pienso tanto en la manera en que la primera línea en las protestas de Chile se ha hecho cargo del cuidado y de una verdadera infraestructura de reproducción de la revuelta, como en la experiencia de las jóvenes desarma bombas en Perú o en el modo en que el diagnóstico feminista de la crisis pandémica en Argentina ha sostenido el reclamo del aborto como urgencia.
Discutir la violencia neoliberal como una cuestión política que permite conectar, mapear y, por tanto, identificar en qué sentido la violencia es –al decir de Silvia Federici– una fuerza productiva de primer orden en los momentos de reedición de la acumulación originaria tiene efectos concretos. Con Luci Cavallero hablamos, en estos meses de crisis acelerada por la pandemia, de una «violencia propietaria», justamente porque la propiedad está visibilizada como la frontera que surca cada conflicto en la pandemia de una manera más evidente que en otros momentos. Señalamos que esa batalla aparece concentrada en los territorios de la reproducción social (que van de la vivienda a los servicios de salud, de los monopolios de alimentos al acceso a pensiones) y sobre el comando del trabajo futuro que el endeudamiento doméstico busca controlar.
A su vez, vemos también cómo, en la crisis, la división entre propietarixs y no propietarixs se profundiza a través de lógicas familiaristas, las cuales venían siendo fuertemente cuestionadas a favor de la construcción de espacialidades feministas. Discutir la propiedad es un punto que esta revolución feminista ha adelantado ubicando la cuestión de lo que significa el dispositivo propietario sobre los cuerpos de las mujeres y los cuerpos con capacidad de gestar. Me parece que ese debate no queda, de nuevo, confinado, sino que conecta con un debate sobre la propiedad que es más amplio y que efectivamente nos pone a pensar y ensayar otras formas no extractivas de relacionarnos con los cuerpos y los territorios.
La batalla por la propiedad de la que hablamos se juega en la demanda concreta de usos comunes y públicos de los bienes y servicios que hacen posible (o no) la reproducción de la vida personal y colectiva. Visibilizada la reproducción como esfera estratégica sobre la que se monta el despojo neoliberal y el endeudamiento doméstico, la socialización de sus medios y recursos ha emergido como uno de los elementos comunes a nivel global. En la mayoría de los países, la financierización de los derechos sociales (que significa acceder a ellos por deuda y en beneficio de los bancos y corporaciones) ha sido la segunda fase tras la privatización de las infraestructuras públicas y el ahogo de las economías autogestivas.
Entonces, los planos de confrontación abiertos son legibles, en buena medida, por la dinámica feminista de politización de la esfera de la reproducción señalada como botín de guerra de la violencia neoliberal: ¿de quiénes son los servicios públicos, a quiénes les pertenece la producción de alimentos y medicamentos, de quiénes son las viviendas, qué amenazas contra el acceso a la educación están en marcha, de quiénes son las fortunas, qué deudas se están creando y qué reformas tributarias exige la crisis? Y además: ¿no veníamos discutiendo qué orden sexual trae aparejada la propiedad privada sobre los cuerpos y los territorios? Así, la gran pregunta sobre quién va a pagar la crisis hoy está involucrando la discusión directa de la propiedad.
Actualizar la noción de clase
Contra la oposición «identidad versus clase» o «temática del poder versus temática de la explotación» con que muchas veces se intenta acorralar las luchas actuales, las revueltas feministas expresan, movilizan y difunden un cambio en la composición de las clases laboriosas y en lo que se entiende por trabajo, desbordando sus clasificaciones y jerarquías.
La dimensión de clase de los feminismos se pone en juego cuando se habla de trabajo reproductivo, desde la violencia que sostiene la apropiación extractivista contra ciertos cuerpos y territorios hasta la práctica de la huelga, que pone en evidencia no un reemplazo y disolución de la cuestión de la explotación, sino una reformulación del modo en que esa explotación se organiza cuando los mandatos de género y los privilegios racistas son cuestionados como parte del triángulo indisoluble entre capital, patriarcado y colonialismo (para citar la imagen que utiliza Raquel Gutiérrez Aguilar).
Varios análisis señalan una nueva articulación entre patriarcado y capitalismo que se expresa como una nueva articulación entre producción y reproducción que estaría orientado la mutación del capitalismo neoliberal. Por eso, aquí es clave agregar la dimensión financiera al análisis de la reproducción social con el viene insistiendo el feminismo desde hace décadas. Porque es un lugar concreto donde moralidad y explotación se anudan, pero también porque es en ese plano donde la forma de mercado mundial se acelera.
En América Latina, el endeudamiento de las economías domésticas, de las economías no asalariadas, de las economías consideradas históricamente no productivas, entendido desde una lectura feminista de la deuda, permite comprender los dispositivos financieros como verdaderos mecanismos de extracción de valor y de confinamiento de las vidas y asignación de tareas según mandatos de género, según la lógica del relanzamiento de un proceso de colonización.
La fisonomía que toma la recomposición del clásicamente llamado conflicto obrero por fuera de sus coordenadas habituales (un marco asalariado, sindical, masculino), para pensar cómo la expansión del sistema financiero es, por un lado, una respuesta a una secuencia específica de luchas y, por otro, una dinámica de contención que organiza una cierta experiencia de la crisis actual (bajo propuestas de inclusión financiera).
Esta perspectiva nos permite también entender de qué modo el endeudamiento masivo de poblaciones –mayoritariamente no asalariadas, migrantes, feminizadas– requiere de un tipo específico de disciplinamiento y, eventualmente, de criminalización. Es otro modo de caracterizar la cuestión obrera desde una perspectiva feminista en nuestros días y de comprender las formas de explotación del momento neoliberal. Aquí, entiendo, también se juega un sentido preciso de cómo la subjetivación de masas que están desplegando las revueltas feministas es un componente clave de esa batalla contra el neoliberalismo por mutar al infinito, por neutralizar todo límite, en el sentido del utópico infinito financiero.
Internacionalismo
Es así también que la dimensión transnacional de la revolución feminista, su capacidad de combinar movimiento, tendencias e intensidades diversas en una escala mundial, viene siendo la posibilidad de un nuevo internacionalismo. Sabemos que las coordinaciones son trabajosas, pero también fructíferas. Que las síntesis que se van logrando (de acciones, conceptos, demandas) tienen contenidos programáticos que surgen de la revuelta y de su imaginación política.
Es también la declinación de una pregunta política que podría tal vez decirse así: ¿Cómo seguimos poniendo en primer lugar que las violencias machistas son impensables sin las violencias económicas? ¿Cómo suspendemos la extracción de rentas (financiera, inmobiliaria, agraria de las transnacionales del agronegocio y responsables del colapso ecológico)? ¿Qué capacidades de reapropiación de riqueza colectiva se van desarrollando? ¿Cómo sostenemos una espacialidad de luchas que es a la vez local y nacional con impacto transnacional? En la saga de las huelgas feministas estas preguntas han ido tomando densidad y hoy, frente a la crisis, se vuelven urgentes.
Reformular la relación entre luchas e instituciones
Por último, este enorme tema sería una intervención en sí, pero considero útil el concepto de realpolitik revolucionaria que podemos tomar de Rosa Luxemburgo (y, en particular, el rescate que hace Friga Haugg). Es un modo de enlazar las transformaciones cotidianas con el horizonte de cambio radical, en un movimiento aquí y ahora, de mutua imbricación, en una política desde abajo. Esto nos pone en la necesidad de ir siguiendo el desenvolvimiento de esta relación en procesos concretos, ir haciendo balances colectivos, evaluar por dónde se empuja la disputa en cada lugar.
Así, la teleología del «objetivo final» se desplaza, pero no porque deje de existir o quede debilitada, sino porque entra en otra relación temporal con la política cotidiana, impregnando de dinámica revolucionaria cada acción concreta y puntual. La oposición deviene complementariedad en términos de radicalización de una política concreta que los feminismos están poniendo en las calles, en las camas y en las casas.
Pero también crea una temporalidad estratégica, que es el despliegue en tiempo presente del movimiento. Logra trabajar en las contradicciones existentes sin esperar a la aparición de sujetxs absolutamente liberadxs ni en condiciones ideales de las luchas ni confiando en un único espacio que totalice la transformación social. Apela a la potencia de ruptura de cada acción y no limita la ruptura a un momento final espectacular de una acumulación estrictamente evolutiva. Esto implica otro espesor a la noción del feminismo como revolución cotidiana, porque disputa cómo la orientación de cada crisis se determina a partir de prácticas concretas y, en esa clave, nos da una pista preciosa para la política feminista. Una política que no puede estar por debajo de una pragmática vitalista, deseosa de revolucionarlo todo y por eso mismo con capacidad de reinventar el realismo. Una realpolitik revolucionaria.
* Una versión de este texto fue presentada en la Conferencia Internacional de Materialismo Histórico.
Nota publicada originalmente en: