Por Dante Liano*
En un país de América Latina, bastante representativo de todos los demás, hay una playa lo suficientemente hermosa como para que algunos personajes acaudalados hayan comprado terrenos y edificado casas de lujo frente al mar. El sólido cemento pintado de blanco se refleja, ondeando, en las piscinas azules de los potentados. Por contraste, los antiguos pobladores del lugar viven en cabañas de bahareque, con suelo de tierra, letrinas cuando las hay, y observan con resignada melancolía la llegada de los ricos, los fines de semana, en camionetas suburbanas, los bikinis de las señoras que exhiben cuerpos modelados por el fitness, las abundosas panzas de reglamento de los señores bigotudos y las bulliciosas parrandas insomnes que rayan la madrugada. De vez en cuando, los del pueblo reciben trabajitos de mantenimiento y viven esa situación como un destino, como lo han hecho desde hace siglos, un universo en donde existen los ricos por voluntad divina y por voluntad divina existen los pobres al servicio de los ricos. Así va el mundo, así son las cosas.
En eso, llegó el coronavirus. Ante la impotencia del Estado, que apenas existe, los habitantes pobres de esa playa de arena negra y mar violento, decidieron defenderse por su cuenta. Como los señores facultosos llegaban los fines de semana de la capital, en donde la epidemia se extendía, decidieron impedirles el paso. Pusieron obstáculos en el camino de entrada y, armados de palos y machetes, mandaron de regreso a la contagiosa ciudad a los estupefactos dueños de los chalets de lujo. Ha sucedido así en muchos pueblos de provincia. A falta de un gobierno que los defienda, las comunidades se defienden como pueden.
La reacción de los ricos raya un poco en la comicidad involuntaria. En lugar de actuar como de costumbre, es decir, ejerciendo violencia contra los del pueblo, se han dirigido a la Oficina de Protección de los Derechos Humanos. Arguyen que su libertad de locomoción y de propiedad privada ha sido vulnerada por los aldeanos. Pocas veces en la historia se ha visto ricos que se quejen de que los pobres están violando sus derechos humanos. La pandemia parece haber puesto a mundo al revés.
Esa historia me ha hecho recordar un artículo reciente de Slavoj Žižek, quien, a su vez, acude al pensamiento del presidente Mao. Señala Mao Tse Tung que muchas veces lo contingente y lo inmediato nos hace olvidar la contradicción principal en la lucha de clases. En el caso de los aldeanos pobres y los ricos propietarios de chalets en la playa, la lucha de clases es evidente. Y eso nos hace correr el peligro de pensar que esa es la contradicción principal. Pero la contradicción principal no es el enfrentamiento entre los ricos, que quieren hacer respetar su derecho a la libre locomoción y a la defensa de la propiedad, y los pobres, que quieren defender su vida y su salud delante de los contagiosos ricos.
Propongo, modestamente, el siguiente razonamiento: la contradicción principal revelada por la emergencia del coronavirus es el enfrentamiento mundial entre un sector muy reducido de ricos y miles de millones de pobres. La pandemia ha generado una ideología profesada por los representantes del tardo capitalismo, ideología que tiende a rechazar la existencia del virus, y que, con profunda irracionalidad, niega la evidencia. Paolo Giordano, matemático y novelista italiano, razona sobre la ideología negacionista generada por una parte consistente de la clase dominante, que, en sus expresiones más extremadas, alude a un complot mundial por parte de poderes ignotos para sojuzgar con el pánico a la población mundial. No es que, de repente, los ricos se hayan vuelto estúpidos, dice Giordano. Están simplemente “obnubilados”, destanteados, enceguecidos. El fenómeno, nos informa, es bastante conocido en matemáticas. A un cierto punto, delante de proposiciones lógico-matemáticas que la gente percibe como complicadas, se produce un bloqueo y a partir de ese bloqueo se desarrolla una sensación de impotencia delante de las ciencias. Muchos de nosotros lo hemos experimentado en la escuela, gracias a pésimos profesores de esa materia.
Delante de la idea de un crecimiento exponencial de los contagios del coronavirus, hay quien rechaza el concepto de “exponencial”. Un ejemplo puede ayudar a comprender el significado de “crecimiento exponencial”. Imaginemos entonces que el banco en el que tenemos depositados nuestros ahorros nos propone duplicar una inversión económica cada tres días. Imaginemos que el primer día invertimos un peso. ¿Cuánto tiempo se necesita para llegar a un millón de pesos? Exactamente 60 días. Conviértase la unidad “pesos” en contagios por coronavirus y se tendrá la idea del peligro enorme que se corre.
La contradicción principal podría estar entre los ricos del mundo que han elaborado una ideología negacionista basada en considerarse superiores al resto de la humanidad y los pobres del mundo. Me arriesgo a pensar que la contradicción principal está entre el tardo capitalismo cuya mayor expresión es el neoliberalismo radical, profesado por los potentes del mundo (y algunos chiflados que nunca faltan) y la gran masa de gente pobre que está muriendo sin atención hospitalaria y sin servicios de salud pública. Me atrevo a sugerir, y me doy cuenta de la banalidad, que al egoísmo negacionista y populista solo se puede oponer, en el otro extremo de la contradicción, una profunda y difundida solidaridad humana, como la demostrada por tantos médicos y enfermeros, al límite de la abnegación, durante estos tiempos aciagos. Comprendo que está muy lejos del pensamiento maoísta una contradicción que no se expresa en términos económicos y sociales, pero objeto que los tiempos han cambiado y que solo un recio humanismo puede surgir del eterno enfrentamiento entre ricos y pobres desvelado por la pandemia universal.
* Escritor guatemalteco, 1948. Comenzó a publicar narrativa desde muy joven. En 1974, ganó el Primer Premio en la sección Novela, con Casa en Avenida, en los Premios Literarios Centroamericanos de Quetzaltenango. La persecución contra los docentes universitarios lo decidió a dejar el país en 1980. Se estableció en Italia, donde se dedicó a la enseñanza universitaria. Actualmente es profesor de literatura española e hispanoamericana en la Università Cattolica del Sacro Cuore (Milán). Ha publicada varias novelas, entre ellas: El lugar de su quietud (1989), El hombre de Montserrat, (1994), El misterio de San Andrés, (1996), El hijo de casa (2004).
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