23 de enero 2019
Los seres humanos siempre, en cualquier contexto histórico, se pueden angustiar. Y siempre, a lo largo de la historia, han buscado salidas a ese estado de sufrimiento. El uso de sustancias que permiten alejarse/evadirse un poco de la crudeza de la realidad, es una constante. En tal sentido, las sustancias psicoactivas (alcohol etílico, plantas alucinógenas, etc.) no son nada nuevo. Pero hoy algo sucede con esas sustancias (ahora producidas industrialmente con criterios mercadológicos) que pasaron a ser dominadoras de la escena, transformándose en un verdadero problema de salud pública a escala planetaria.
En la actualidad, la narcoactividad no es algo marginal, del ámbito de lo esotérico, de la travesura a escondidas; por el contrario, es una de las principales actividades humanas, moviendo cantidades de dinero fabulosas, habiéndose convertido en un tema de debate nacional e internacional, con implicancias políticas, e incluso militares.
Curiosamente, aunque se reconoce que la toxicomanía es un poderoso factor de inestabilidad a nivel global, la magnitud del problema en vez de ir aminorando, por el contrario, crece. El uso y abuso de narcóticos es una de las pocas cosas que está expandida como problema (epidemiológico, por tanto: psicológico, social, político, legal) por todos los estratos sociales, golpeando con similar fuerza a niños de la calle y a multimillonarios, en países pobres y en países ricos. Si esto verdaderamente constituye un problema de salud pública, un problema con aristas políticas, si tanto preocupa a las autoridades, ¿por qué no se ve una tendencia a la baja en la problemática? ¿Será que hay grandes poderes que no desean que esto termine? Todo indica que sí.
Existen drogas legales que ayudan a mitigar ese dolor, esa angustia de que hablábamos: el alcohol etílico en todas sus modalidades, los psicofármacos (valga decir que el segundo medicamento más vendido en el mundo son las benzodiacepinas, es decir: los ansiolíticos, los tranquilizantes menores). Pero lo que hoy se conoce como drogas ilegales (desde marihuana hasta las sustancias más fuertes y adictivas, las químicas, las más peligrosas como la sal de baño, etc.) es un complejísimo entrecruzamiento de discursos y prácticas sociales de las más variadas; por lo que admite diversos abordajes. Es, sin dudas -en eso todos coincidimos- una herida abierta. La cuestión estriba en cómo y por dónde actuar: ¿prevención, represión? ¿Se debe poner el acento en la oferta o en la demanda? ¿Dónde actuar: en el consumidor final o en el campesino productor de la materia prima?
Vista la magnitud fabulosa del negocio de las drogas ilícitas, se comienza a tener una dimensión distinta del problema, y no solo moralista. Todo el circuito de los estupefacientes mueve unos 400 mil millones de dólares anuales -uno de los negocios más redituables de las actividades humanas, casi tanto como el de las armas o el del petróleo-. Obviamente eso es más, mucho más que un problema sanitario. Sabemos que esa monumental cifra de dinero se traduce en poder; y por tanto en influencia política, incluyendo en ello corrupción y muerte. Las secuelas físicas y psicológicas del consumo de tóxicos se articulan así con las consecuencias de esta faceta mercantil del fenómeno, que pasó a ser un hecho de seguridad nacional de envergadura.
Ante todo ello, el camino más racional que se presenta para atacar el problema es la legalización. La experiencia así lo deja ver, porque la punición militar no consigue mayores resultados. Pero el hecho de vetar el acceso legal a las sustancias psicoactivas, en vez de promover su rechazo lo alienta (irrefutable verdad de la psicología humana: lo prohibido atrae, fascina, es la fruta del pecado que nos llama). Entonces surge la pregunta de por qué no se procede a su legalización. Los poderes que se benefician de las drogas ilegales (enormes, de peso global) no lo permiten.
Hoy día mucho se hace en torno al combate del consumo de drogas ilícitas; pero llamativamente el consumo no baja. Ello huele a sospechoso. No pareciera que a los factores de poder realmente les interesa la desaparición de este flagelo. ¿Por qué no se despenaliza entonces el consumo? Esto, sin dudas, traería aparejado el fin de innumerables penurias que se dan en torno a este ámbito: bajaría la criminalidad, la violencia que acompaña a cualquier actividad prohibida; incluso hasta podría bajar el volumen mismo de consumo, al dejar de presentar el atractivo de lo vedado, de la fruta inalcanzable. En los pocos lugares donde ello se ha hecho, refutando el prejuicio moralista de que se dispararían las adicciones, sucedió exactamente lo contrario: no bajó tanto el consumo, pero sí todos los problemas conexos (violencia, transmisión de enfermedades sexuales, VIH, horas de trabajo y/o estudio perdidas, delincuencia callejera). Es, sin duda, una medida positiva, exitosa.
Ahora bien: contrariando las tendencias más racionales y lo que nos debería indicar una planificación seria, estamos lejos de ver una despenalización. Por el contrario, cada vez más crece el perfil de lo punitivo: el combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de las agendas políticas de los Estados. Eso se anota hoy como uno de los grandes problemas de la humanidad; y ahí están a la orden ejércitos completos para intervenir en su contra. Los gastos bélicos ligados al combate contra las drogas ilegales van en aumento, y ello no termina con el problema sanitario. (El Plan Colombia gastó más de 10 mil millones de dólares en armas, y la producción y trasiego de cocaína no terminaron).
Todo lo anterior permite abrir algunos curiosos interrogantes. ¿No será que la anterior Guerra Fría se ha trocado ahora en persecución a estos nuevos “demonios”? Definitivamente el interés de los poderes hegemónicos, liderados por Washington, ha encontrado en este nuevo campo de batalla un campo fértil para prolongar/readecuar su estrategia de control universal, y para seguir manteniendo los fabulosos gastos del complejo militar-industrial que vertebra la economía norteamericana. El supuesto combate al narcotráfico, salvando las distancias, funciona como el combate al terrorismo: es, en verdad, una estrategia de control militar de las poblaciones, y un buen negocio para los fabricantes de armas.
El ámbito de las drogas ilegales tiene una muy singular lógica propia: por un lado se automantiene y se autoperpetúa como negocio; por otro se sostiene de fabulosas fuerzas económico-políticas que no pueden ni quieren prescindir de él, en tanto coartada y ámbito que facilita el ejercicio del poder. Al mismo tiempo existen dinámicas psicosociales (consumismo, modas, valores de la sociedad competitiva y materialista, angustia individual entronizada en forma exponencial por el neoliberalismo) que llevan a enormes cantidades de personas, jóvenes fundamentalmente, a la búsqueda de identidades y reafirmaciones personales a través del acceso a los tóxicos prohibidos, lo cual se enlaza y articula con los factores anteriores. Es, en otros términos, síntoma de los tiempos: el capitalismo hiperconsumista centrado en la máquina y en el fetiche de la mercancía, que ha dejado de lado lo humano en tanto tal, no puede dar otro resultado que un negocio sucio pero tolerado -¿alentado?- que, bajo cierto control, sigue haciendo mover el aparato de la sociedad. El costo: algunos sujetos quedan en el camino (solo 1% de quienes prueban drogas ilegales se convierte en drogodependiente), pero eso no desestabiliza tanto el orden instituido; y ahí están las comunidades de rehabilitación para dar respuestas a esos casos puntuales.
Ante esta perspectiva las posibilidades reales de cambiar la situación no se ven fáciles: sabiendo que a partir de las flaquezas humanas muy probablemente se seguirán buscando evasivos, lo mejor será buscar la despenalización de lo que hoy son drogas ilegales. Así, a muchos se les terminará el negocio (no sólo a las bandas de narcotraficantes, sino a los bancos lavadores, los fabricantes de armas, los partidos políticos que reciben recursos de dudosa procedencia, incluso a honestos civiles que son empleados legales de toda esta economía), pero no hay otra alternativa para solucionar un problema que hoy ya es flagelo, y sigue creciendo. Definitivamente quemar sembradíos en el Tercer Mundo o militarizar las sociedades no está solucionando mucho, ni podrá solucionar.
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