Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Entonces, la historia es esta: un sultán de Oriente se complace en yacer, cada noche, con una hermosa doncella. Al alba, la joven es ejecutada, quizá para no revelar las intimidades del poderoso. El rito prosigue hasta que Scherezada, mujer extremadamente inteligente, es escogida para la bárbara ceremonia. Apenas cae la oscuridad, Scherezada cuenta al sultán un cuento, cuento que se prolonga por toda la noche y, que, cuando sale el sol, está en su momento más intrigante. Como es natural, Scherezada suspende el relato, y el sultán, con tal de saber el final, suspende, también, la ejecución. La noche siguiente, la joven revela el desenlace y comienza una nueva historia, cuyo clímax coincide con la llegada del nuevo día. La cosa se repite por mil y una noches, al final de las cuales, seducido por la brillantez de la muchacha, el sultán le perdona la vida. Dejemos de lado la brutalidad del marco narrativo y concentrémonos en la virtud de Scherezada: el gusto por las buenas historias, el talento de saber contarlas. Entre todos los placeres concedidos a los seres humanos, el de conocer nuevos cuentos resulta bastante difícil de explicar. Desde que tenemos memoria, las comunidades se reúnen en torno al fuego, real o virtual, y dedican su tiempo al placer del relato. No es difícil imaginar, en la noche medieval, a grupos consistentes, en una taberna, en una venta, en un monasterio, arrebatados ante el relato de una buena narración. Es la situación que recrea Cervantes con la novela del cautivo. Don Quijote acaba de lanzarse en el famoso discurso de las artes y las letras, y los concurrentes se han vuelto reflexivos. De pronto, irrumpe un caballero acompañado de una misteriosa dama musulmana. Ante la curiosidad de los presentes, el caballero se decide a contar su historia. Y por más de un capítulo el lector lo acompaña en las aventuras del enamoramiento y fuga, de la traición y la fe, del cautiverio y la liberación.

Entre los varios placeres concedidos a los seres humanos, uno de los más difíciles de explicar es el de la lectura. Todo aquel que ha leído un buen libro conoce la extraña sensación de nostalgia que se siente cuando se llega a la última página. Uno quisiera seguir, pero se acabó el gusto de encontrarse con esas líneas que nos han abierto un mundo. No queda más remedio que volver a encontrar esa serena pasión en otro libro. Y, a ese punto, el lector está perdido. Seguirá buscando, por el resto de la vida, ese encuentro con el gusto de la fantasía o de la pasión o de la verdad escondida que otros llaman literatura. Borges tiene un apólogo para ese esotérico camino: dice que, al igual que nadie toca un instrumento la primera vez que lo tiene en sus manos, sino que necesita meses de ejercitación para sacar una melodía, de la misma manera un lector tiene que ejercitarse hasta llegar a degustar la literatura más alta. Todos, o casi todos, tenemos experiencias semejantes. Se comienza a leer lo fácil y entretenido. No a todos le ha sido concedido comenzar a leer con La Ilíada o con el Finnegan’s Wake. Muchos declaran haber comenzado su carrera de empedernido lector con los cómics o con resúmenes de lecturas baratas. Lo que interesa no es tanto la calidad de la lectura, sino el vicio que ella produce. Poner en manos de un niño o de un adolescente esa explosión de entretenimiento adictivo que son los libros de Julio Verne o de Alejandro Dumas es encaminarlo por el camino de la perversión literaria. ¿Cuántos de los actuales lectores no iniciaron con Harry Potter? Uno de las mayores fuentes de adicción es Cuore, de Edmondo de Amicis, responsable de lágrimones, identificaciones, suspiros, reconocimientos y agonías, con sus historias que, para muchos, son vergonzosamente inolvidables: ¡De los Apeninos a los Andes! ¡Qué dolor, qué placer! ¡A mayor dolor, mayor placer!

Encuentro una improbable explicación del placer de la lectura en los actuales estudios de la neurociencia. Según Will Storr, en El arte del storytelling: “Y así descubrimos cómo funciona el mecanismo de la lectura. El cerebro extrae información del mundo exterior, sea cual sea la forma que adopte, y la transforma en patrones. Cuando nuestros ojos escudriñan las letras de una página, la información que contienen se convierte en impulsos eléctricos. El cerebro los descodifica y luego los ensambla en un patrón. Por tanto, si las palabras de la página describen una puerta de granero ligeramente torcida, el cerebro del lector visualizará la imagen de una puerta de granero ligeramente torcida. La «verá» en su mente. Del mismo modo, si las palabras hablan de un mago de tres metros de altura con las rodillas hacia atrás, el cerebro proyectará la imagen de un mago de tres metros de altura con las rodillas hacia atrás. Nuestro cerebro reconstruye el modelo del mundo imaginado originalmente por el autor”. Nuestros ojos tienen constantemente micromovimientos, llamados “sacádicos”. En el proceso de la lectura, tales movimientos se intensifican, porque los ojos se mueven de un lado a otro de la página. Lo más sorprendente de los estudios neurológicos de la lectura es que los ojos se mueven también según la acción relatada. Si se describe el horizonte, los ojos se mueven como si efectivamente vieran el horizonte; si los protagonistas caen en un abismo, el movimiento de los ojos imita la caída. En otras palabras, la lectura, como ya saben los aficionados a los libros, nos hace vivir mundos nunca antes experimentados. En todo caso, el placer de la lectura tiene una base neurológica, también.

Una variante de las anteriores consideraciones podría ser el descubrimiento de la EMDR. Aquí también la narración es gustosa y entretenida. Hacia 1987, la psicóloga Francine Shapiro caminaba por un parque, y mientras se distraía, sus ojos vagaban sin meta de un árbol a un banca, de un grupo de ancianos a uno de niños, de unos pájaros a una laguna. De pronto, sintió una calma inusual y una gran paz interior. Se dio cuenta de que esa sensación relajante provenía del movimiento de sus ojos. Había descubierto una de las terapias más eficaces de los últimos tiempos: el “Eye Movement and Desensitization and Reprocesing” (EMDR). En situaciones de ansia o de ataques de pánico, resulta útil hacer que los ojos sigan el balanceo de un objeto, porque ello tiene efecto sobre el cerebro, calmando los ataques de terror.

De alguna manera, ese movimiento de los ojos recuerda el discurrir de la vista en el acto de la lectura. Sin embargo, todo aquel que ha experimentado el placer del texto no necesita de tantos estudios científicos para saber que la lectura provoca un estado de bienestar difícilmente igualable. Como dijo Lope del amor: “Quien lo probó, lo sabe”. O parafraseando aquel ritmo de tango, ya obsoleto, cantado por Sarita Montiel y dedicado al humo del cigarrillo: “Leer es un placer / genial, sensual…”

 

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