Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

Dos acontecimientos desiguales, casi opuestos, podrían sugerir una reflexión sobre nuestra vida de todos los días. En el primer episodio, vemos, en la escena inicial, a Lionel Messi colocar una pelota en el césped, para ejecutar un tiro libre hacia la portería del equipo Orlando F.C. Con una cierta velocidad, el famoso futbolista prepara el tiro y luego, con fuerza, patea el balón que se va por los cerros de Úbeda, en lugar de entrar en el arco de sus adversarios. Como un cañonazo, la pelota sigue una trayectoria decidida y termina en las graderías, en donde centra, involuntariamente, a una niñita de unos tres años, que se queda golpeada y turulata. Como debe ser, echa a llorar. Lo extraordinario es la reacción del padre, quien la consuela (o no la consuela) diciéndole, más o menos: “No es nada, mi amor. ¡Te golpeó Messi!”. El video de tan banal acontecimiento ha circulado por las redes sociales y se ha vuelto, como se dice, “viral”. Ello ha desencadenado los comentarios de los usuarios, quienes se han dividido entre quienes comprenden al padre y quienes lo condenan sin reservas. La popularidad de ese video deriva de la reacción del padre, que sigue uno de los esquemas narrativos más frecuentados por la literatura. La banalidad querría que el padre, ante el pelotazo, se hubiera preocupado por la salud de su hija, y que, aun irracionalmente, hubiera invocado a las divinidades contra quien la golpeó. En cambio, esa reacción paradójica e inesperada, ese giro de tuerca, llama la atención: es el “final de efecto” aconsejado por Edgar Allan Poe. Parece inventado.

Podríamos conjeturar que la vivacidad de las reacciones no se relaciona con lo que pasó, sino con la dinámica de lo que pasó. En otras palabras, cuenta más la “forma” que el “contenido”. Sin embargo, no se puede negar que impresiona el poder simbólico que encierra el evento. Desde los principios del género humano, ha habido líderes o jefes comunales que han despertado la admiración de los demás. La admiración, la reverencia, la obsecuencia. No es improbable que, en el alba de la historia, el cacique de alguna tribu perdida haya sido adorado por sus seguidores. Algunos les atribuían poderes divinos. Más adelante, conocemos los nombres de algunos de ellos: Julio César, Atila, Gengis Khan, Pericles, Carlomagno, el Cid, el rey Arturo hasta llegar a Pancho Villa, Perón, el Che Guevara. En muchos casos, se sabe de padres que llevaban a sus hijas delante de los jefes, como ciega ofrenda sexual. Lo que para algunos era aberración, para ellos era oferta. No desinteresada, porque la prole derivada de estas relaciones sería privilegiada de algún modo. Cubrir de una aureola divina a mujeres u hombres distinguidos ha sido recurrente en la historia. Entrar en contacto con esa divinidad, un privilegio. La gente tiende a tocar a la persona famosa, como si el talento se contagiara por ósmosis. El selfie con la celebridad quiere ser metonímica: si me fotografío con el personaje, de alguna manera me convierto en personaje yo también.

Como tantos otros, Lionel Messi es un mito moderno, o si se quiere, postmoderno. Mientras los mitos clásicos son narraciones para explicar el mundo (el mito de Prometeo para explicar el descubrimiento del fuego) los mitos contemporáneos se basan, sobre todo, en la fama y en el símbolo que esa fama conlleva (sin desdeñar aspectos narrativos). Así, Marilyn Monroe es el mito de la belleza y la sensualidad –y su historia, que es la historia de una maldición, soporta esa narrativa. También Maradona es un mito contemporáneo y también su historia conlleva una cierta épica. Messi es un mito sin narración: la banalidad de su vida carece de elementos narrativos. No hay nada que contar de Messi.  Se dice que casi no lee libros y pasa la vida, cuando no está entrenando o jugando, dedicado a la Play Station. Sin embargo, es un mito porque representa el éxito y la fama. De allí que el padre, ante la hija golpeada por el pelotazo, exclama: “Es un pelotazo de Messi”. Quiere decir, la divinidad de la fama te ha rozado, aunque sea con un golpe de balón. Una versión puesta al día de “la mano de Dios”. Que Messi te deje atontada por un pelotazo es un privilegio, en vista de un futuro anónimo y alienado.

El segundo episodio tiene un marco internacional. Sucedió hace pocos días, durante la visita de la premier italiana, Giorgia Meloni, a los Estados Unidos de América. Cuando se presentó delante del presidente Joe Biden, este se acercó velozmente y con rapidez, en lugar de darle la mano –como es de protocolo en estas circunstancias- le estampó un beso en la frente a la estupefacta Primer Ministro (uso el género masculino porque ella misma pide ser llamada “señor Presidente”). La foto del momento es simpática. Biden, que es alto, se inclina hacia la señora Meloni, que es pequeñita. Ella sonríe con evidente bochorno, como quien dice: “¿Y ahora, qué hago?”. Uno podría creer que la confundió con una niña, vista la menudez de Meloni, pero, de todos modos, es bastante inédito ver a un estadista que saluda a otro de esa manera. Bien es cierto que, en los últimos tiempos, presidentes y ministros se han relajado bastante, de modo que los encuentros entre ellos se caracterizan por una profusión de abrazos y besos (Zelensky es pródigo de efusiones afectuosas) como para subrayar una amistad que está muy lejos de existir. Quizá olvidan que uno de los besos más famosos de la historia es el que Judas propinó a Jesucristo antes de mandarlo al Calvario.

El beso de Biden, en cambio, abre un debate interesante que comienza con una pregunta: si el Premier italiano hubiese sido un hombre, ¿Biden lo habría besado en la frente? Permítase expresar una fuerte duda, como respuesta. ¿Y si Trump hubiese sido Presidente, habría dado un beso a Meloni? Probablemente no. Donald Trump habría sido, quizá, más efusivo.  El problema que plantea ese beso (que podría bautizarse como “el beso del hombre araña” parafraseando a Puig) no es tanto si la intención de Biden fue la de un abusador. Por edad y por cultura podemos excluir un interés erótico en el Presidente norteamericano. Entonces, si no es un abuso sexual, ¿por qué esa actitud es embarazosa? Precisamente porque no hay intención erótica, sino más bien paternal, protectora, magnánima. El paternalismo de un hombre hacia una mujer implica la consideración de esa mujer como inferior, como necesitada del amparo masculino. Un beso en la frente como quien dice: “Pobrecita, aquí está papá”. Una representación perfecta de superioridad. Totalmente inconveniente en la reunión de dos líderes de grandes naciones. También, en la relación personal entre un hombre y una mujer que no tienen lazos afectivos ni de parentesco. Una metedura de pata más en la colección del Presidente Biden. Un beso no pedido y aceptado solo porque lo da el Presidente norteamericano. En cierto sentido, un abuso. Podemos concluir, entonces, que entre pelotazos y besos, el camino de la mujeres es todavía largo y tortuoso.

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