Créditos: Dante Liano (2)
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

Una novela y una película, en cierto sentido antagónicas y en cierto sentido complementarias, inducen algunas reflexiones sobre el amor y el modo de tratarlo en las obras de arte. La novela es la última de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos, publicada hace dos semanas. La historia de esta edición es sencilla: el autor había decidido no darla a la imprenta por motivos estéticos. Dejó el manuscrito que fue vendido a la colección del Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, a un par de millones de dólares. En realidad, parece que lo publicado como novela era solamente el primer capítulo, y, además, se cuenta que hay diferentes versiones escritas por García Márquez. Mientras estuvo en vida Mercedes Barcha, rigurosa viuda del autor, nadie pensó en editar el manuscrito y tampoco imprimirlo, pero, como se dice: “razones hay que la razón desconoce” y este podría ser el brumoso motivo de que hoy el vasto público la pueda leer. Una de esas razones podría ser la creencia en la validez estética de tal novela, y en la necesidad de que la inagotable muchedumbre de lectores del autor colombiano conociera esa obra.

La narración es bastante sencilla y recurrente. (Naturalmente, evitaré revelar su desarrollo y su final). La protagonista, Ana Magdalena Bach, va, todos los años, a una isla del Caribe a depositar flores sobre la tumba de su madre. La fecha exacta coincide con el aniversario del fallecimiento de la progenitora, el 16 de agosto. El viaje desde tierra firme hasta la breve isla sirve de pretexto a García Márquez para ejercitar, con lujo de recursos, su reconocible estilo. Los primeros años, la mujer viaja en lancha; con el progreso, en ferry. Con ironía, el narrador hace notar que el tiempo de la travesía es el mismo: cambian solo los aderezos. Quizá lo mejor de la novela son las primeras páginas, allí donde la maestría del escritor colombiano se ejercita en la recreación de los ambientes caribeños. La descripción del viaje del aeropuerto al hotel:

En la fila de taxis del muelle fue directo a un modelo viejo carcomido por el salitre. El chofer la recibió con un saludo de amigo y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos que lo burlaban con pases de torero. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.

De esa galería de adjetivos estudiados y corregidos hasta el cansancio, es notable el aplicado a los cerdos: “impávidos”, que encierra un tratado de etología porcina. De la descripción del viaje pasamos a la descripción de la protagonista, que, ya en la habitación del hotel desvencijado, se ve al espejo. Aquí, García Márquez toca la perfección: como si el lector fuera el espejo, puede “ver” a la mujer gracias a las exactas palabras con que el autor la dibuja y que remata con otro de esos adjetivos que caracterizan a la prosa garciamarquesiana: “madre otoñal”. Esas primeras páginas son deliciosas, de alguna manera hay un reencuentro con ese remanso de gozo que es el manejo de la lengua castellana en la disciplinada mano del escritor colombiano. No se puede resistir la tentación de compartir al menos un segmento de la llegada al cementerio:

A través del aire cristalizado por el calor se veía el Caribe abierto, los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el transbordador de las cuatro que regresaba a la ciudad. En la cumbre de la colina estaba el cementerio más pobre. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos ahogados por la maleza. En el centro había una ceiba de grandes ramas que la orientó para identificar la tumba de su madre. Las piedras afiladas hacían daño aún a través de las suelas de caucho recalentado, y el sol áspero se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida.

Lo que hace completamente verosímil ese instante es la aparición de la iguana, estupefacta y fugaz, nerviosa y reptilínea, camaleonte paleolítico que se desliza con ruido de hojas muertas. En literatura, en el detalle está la verdad, y esa verdad artística reluce en el “aire cristalizado por el calor” y, a través de ese espejismo, los yates de placer unánimes y fantasmales anclados en la dársena. Quien ha viajado por el Caribe reconoce esa realidad distorsionada por el agobio del calor. García Márquez se mueve con agilidad en un territorio que conoce y ama: el horno asfixiante de la costa. Su escritura se complace y complace al lector. Es como reconocer a un viejo amigo y retomar una conversación añeja. La cuestión se abre cuando el amigo se aventura en el difícil territorio de lo erótico. Julio Cortázar afirmaba que la literatura latinoamericana tenía grandes dificultades cuando hablaba del amor físico. Decía, más o menos, que los latinoamericanos, cuando escriben literatura erótica, generalmente resbalan en la pornografía o en lo cursi. Se puede decir que las poderosas páginas de Cien años de soledad, en donde las páginas eróticas son de una alucinante e innegable poesía, desmentían, por lo que a García Márquez se refiere, el despiadado análisis cortazariano. ¿Logra superar la prueba también en esta última novela? Hay mucho de verdad y mucho de fantasía en las anécdotas narradas y brillan las páginas en las que marido y mujer conversan, se mide, escarcean y se lastiman con dudas de amor perdido. Solo el lector tiene la respuesta, sobre todo el lector que ha amado El coronel, la Mamá Grande, el Patriarca, el laberinto del General.

De diferente perspectiva y tipo es la película Vidas pasadas (Past lives) de la norteamericana, de origen coreano, Celina Song. Mientras que el amor caribe se presenta en su aspecto físico y sensual, el amor oriental, en la película, tiene como base una creencia popular. Según esa creencia, basada en el budismo, existe lo que se llama “in-yeon”: un lazo espiritual que une a dos personas aunque estas sean completamente distintas. En la película, el “in-yeon” se manifiesta en la relación de dos adolescentes destinados a separarse. Mientras que él se queda en Seúl, ella emigra, con sus padres, a los Estados Unidos. Sin embargo, el lazo que los une es tan fuerte que, a lo largo de la vida, se van a atraer aunque las circunstancias sean lo más adversas posibles: el tiempo, la distancia, las relaciones amorosas. Es como si una fuerza mayor los empujara, uno hacia el otro. Se demuestra, así, una cuestión complementaria: se dice que para que una relación sea completa, tiene que haber habido 800 experiencias, en el pasado, de encuentros y desencuentros. Dicho de otro modo, si alguien halla una pareja, quiere decir que, en otras épocas lejanas, esa relación se había dado por ochocientas veces. También, esa relación es posible ahora mismo, solo que en otros mundos paralelos. Se recuerda la frase de Stephen Albert en El jardín de senderos que se bifurcan: 

su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En este, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.

O sea: en este mundo, a una pareja le es imposible reunirse. En otro universo, paralelo, se reúne. En otro, discute. En otro, son hermanos. En otro, amigos. En otro, apacibles consortes. El “in-yeon” se convierte en una explicación oriental del amor. Recuerdo una persona que decía: “para casarse, hay que estar ciego, porque solo ciego uno se aventura en semejante empresa”. Quería decir: “ciego de amor”. ¿Cómo explicar esa ceguera? ¿No es verdad que muchas parejas son inexplicables: la mujer muy hermosa que prefiere a un hombre visiblemente feo, la rica que pierde la cabeza por un pobretón, la intelectual que elige a un palurdo, la muy alta que se pasea con un bajito, la maestra con el alumno? Ahora sabemos, gracias al film de Cecilia Song, que esas paradojas amorosas se explican con el “in-yeon”, un destino, un karma, una síntesis de 800 uniones, acercamientos, desuniones, que culminan, mágicamente en una pasión indescifrable.

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