Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 6 minutos

Por Dante Liano

Debo a una divertida anécdota, referida por Antonio Franchi en su óptima novela Il fuoco che ti porti dentro, algunas reflexiones sobre lugares comunes y estereotipos nacionales. La anécdota ve, como protagonistas, a dos escritores italianos: Ruggero Guarini y Antonio D’Orrico. Para el relato, es importante anotar que Ruggero Guarini era napolitano, y que Antonio D’Orrico es calabrés. Guarini, ya en su tardía madurez, habló con su amigo D’Orrico, para pedirle ser entrevistado en una revista muy difundida. D’Orrico se mostró renuente, porque la empresa no era fácil. Sin embargo, tanto insistió Guarini que el calabrés fue y le pidió al director de la revista que le concediera ese favor. La entrevista se realizó. A veces, por cortesía, antes de publicar un texto de ese tipo se le manda al interesado, para que, si se ha escapado un gazapo menor o un despiste, lo corrija. Naturalmente, sobre los conceptos de fondo o sobre lo que se dijo, nadie puede intervenir. Lo dicho, dicho está. Guarini, en cambio, después de leer el texto montó en cólera y exigió que la entrevista no se publicara. Con poca paciencia, D’Orrico le recordó que había sido él quien había pedido ser entrevistado y que, según las reglas del periodismo, ahora no podía echarse para atrás.  Por último, le dijo que no se iba a exponer a hacer un papelón delante de su director. Guarini se enfureció y cubrió con una montaña de insultos a su amigo. La llamada telefónica se volvió una tempestad delirante de groserías y obscenidades.

El caballero de la mano en el pecho – El Greco.jpg

Debo a una divertida anécdota, referida por Antonio Franchi en su óptima novela Il fuoco che ti porti dentro, algunas reflexiones sobre lugares comunes y estereotipos nacionales. La anécdota ve, como protagonistas, a dos escritores italianos: Ruggero Guarini y Antonio D’Orrico. Para el relato, es importante anotar que Ruggero Guarini era napolitano, y que Antonio D’Orrico es calabrés. Guarini, ya en su tardía madurez, habló con su amigo D’Orrico, para pedirle ser entrevistado en una revista muy difundida. D’Orrico se mostró renuente, porque la empresa no era fácil. Sin embargo, tanto insistió Guarini que el calabrés fue y le pidió al director de la revista que le concediera ese favor. La entrevista se realizó. A veces, por cortesía, antes de publicar un texto de ese tipo se le manda al interesado, para que, si se ha escapado un gazapo menor o un despiste, lo corrija. Naturalmente, sobre los conceptos de fondo o sobre lo que se dijo, nadie puede intervenir. Lo dicho, dicho está. Guarini, en cambio, después de leer el texto montó en cólera y exigió que la entrevista no se publicara. Con poca paciencia, D’Orrico le recordó que había sido él quien había pedido ser entrevistado y que, según las reglas del periodismo, ahora no podía echarse para atrás.  Por último, le dijo que no se iba a exponer a hacer un papelón delante de su director. Guarini se enfureció y cubrió con una montaña de insultos a su amigo. La llamada telefónica se volvió una tempestad delirante de groserías y obscenidades.

Un par de semanas después de ese incidente, Guarini llamó a D’Orrico, y le habló como si nada hubiera pasado. Al cabo de un rato, visto que D’Orrico respondía con monosílabos desganados, Guarini le preguntó:

– Antó, ¿qué te pasa? Te oigo como que si estuvieras apagado, como si estuvieras ofendido.

– ¿Y cómo no voy a estar ofendido, Ruggero, si la última vez me recordaste a toda mi familia, incluyendo a mi madre, mis abuelos, mis bisabuelos y mis tatarabuelos? ¿Ya se te olvidaron las groserías que me dijiste?

Un momento de silencio. Luego, la voz estupefacta de Ruggero:

– ¡Antonio, qué calabrés eres!

Observemos un par de cosas. Cuando uno se imagina a los italianos desde fuera, generalmente tiene una idea estereotipada, que concentra a todos los italianos, como si hubieran sido formados por el mismo molde. Gesticulantes, extrovertidos, vozarrones, simpáticos y elegantemente refinados. En realidad, como ocurre con todas las naciones, ese “italiano-tipo” no existe. Y, de otro modo, los mismos italianos han fabricado estereotipos de sus connacionales según la región. De ese modo, los vénetos serían laboriosos y de hablar cómico; los milaneses, nuevos ricos; los piamonteses, hipócritas y corteses; los genoveses, avaros. Dentro de esas falsas tipologías, los napolitanos serían torrenciales y los calabreses, en cambio, reservados, rencorosos y extremadamente susceptibles. Ello explica la respuesta de Guarini al enojo de D’Orrico: “¡Cómo eres de calabrés!”, como quien dice: “qué susceptible y enojoso”. Me hace recordar otra anécdota, expresada por Alfonso Reyes y retomada por Borges y Bioy Casares para sus Cuentos breves y extraordinarios. Los autores argentinos ponen el título, Reyes el texto:

EL INTUITIVO

Dicen que en el riñón de Andalucía hubo una escuela de médicos. El maestro preguntaba:
- ¿Qué hay con este enfermo, Pepillo?
- Para mí, respondía el discípulo, que se trae una cefalalgia entre pecho y espalda que lo tiene frito.
- ¿Y por qué lo dices, salado?

Esta anécdota, relatada en 1944 en El deslinde, dice más sobre el estereotipo andaluz que varios tratados juntos. Un estereotipo que acentúa la emotividad, la irracionalidad y la espontaneidad, características que tanto irritaban a Machado, quien llamaba a esa España la “de charango y pandereta”. Sin embargo, hay que reconocer que dentro y fuera de España circula esta imagen andaluza de flamenco y castañuelas. En cambio, a los gallegos se atribuye la ambigüedad, con el conocido dicho de que cuando se encuentra a un gallego en una escalera, nunca se sabe si sube o baja. Y así, el lugar común atribuye la avaricia a los catalanes; el pésimo manejo de la lengua castellana a los vascos, no obstante Unamuno y Pío Baroja; la terquedad, a los asturianos; la “chulería”, a los madrileños.

Es muy posible que tales estereotipos nazcan de rivalidades fronterizas, de marcas de inmigración, de facilonerías descriptivas. En algunos casos, de la construcción de las naciones modernas, con su necesidad de fabricar identidades de país. En algún momento, a finales del siglo XIX, las clases dirigentes argentinas decidieron que esa nueva nación sería hispánica e impusieron el castellano como lengua oficial, la religión católica como la del Estado, y la literatura en lengua española como eje de la cultura. De no ser así, habríamos tenido un Sábato que escribía en italiano, o un Borges autor anglosajón. La construcción de las naciones implicaba también la interrogación sobre lo que significa haber nacido dentro de unos límites políticos. Por eso, no fue ocioso el replanteamiento de lo que significaba “ser español”, en la segunda mitad del siglo XX. Delante del intento de fundar la “hispanidad” sobre un sustrato visigodo y de rancio origen germánico, Américo Castro recordó, con abundancia de pruebas, los ocho siglos de convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos. La deuda de la cultura española (y por ende, de la cultura europea) con los árabes es insoslayable: por el califato de Córdoba entraron el álgebra y Aristóteles, las supersticiones persas y las Mil y una noches, los abundantes relatos de la cultura de la India. El aporte intelectual de los judíos fue esencial.

El sentido de la dignidad y de los ideales de los cristianos forjaron una idea de nación. Para combatir el estereotipo de “el español”, Castro planteó la idea de una elaboración de lo nacional en progresión, una dialéctica explicada, a lo largo, por la misma literatura. Un rasgo hispánico sería el “vivir desviviéndose”, traducción del “muero porque no muero” de Santa Teresa y que servirá a Unamuno para dar título a su libro más famoso: El sentimiento trágico de la vida. Vivimos en agonía perpetua, dice el vasco Rector de Salamanca, pues, ante la certeza de la muerte, invertimos nuestras horas en vivir más allá de la vida. Quizá eso explique la obsesión de la fama, en el sentido antiguo de “buen nombre” y de limpia trayectoria conocida. Siempre me ha llamado la atención la categoría de “dimensión imperativa de la persona”, proveniente del ejercicio de las armas, que, durante el Imperio, ocupó a la mayoría de los habitantes de la Península Ibérica. Se trata de subyugar, doblegar, dominar, desde el torero que arrodilla al toro hasta el militar que impone lo que considera la verdadera fe cristiana.

Claudio Sánchez Albornoz disiente de Américo Castro: España (y, por tanto, los españoles) existía ya en época romana, cuando el territorio se llamaba “Hispania”. Por lo demás, acepta la singularidad hispana basada en la honra y la dignidad. Ya en el siglo XVI, Francesco Guicciardini anotaba que solo los españoles eran capaces de matar y dejarse matar por ideas abstractas (y eso explica la representatividad del Quijote). Sánchez Albornoz añade la tradición comunitaria de los españoles, que inicia con los reinados visigóticos, en donde el peso de reyes y señores era balanceado por las comunas, y prosigue con la tradición municipal aun bajo el emperador Carlos V, cuando un Cabildo Abierto era más poderoso que las decisiones administrativas. Dan cuenta de ello las obras dramáticas del Siglo de Oro, en donde la rebelión popular rebalsa la voluntad de los gobernadores para influir directamente en las decisiones del rey. De tal manera que “lo español” viene a ser algo mucho más complejo y articulado que el mero estereotipo. Un carácter profundo y complejo, de múltiples matices, enraizado en una historia que conjuga antiguos perfumes orientales y poderosas espadas germánicas.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

COMPARTE