El expresidente de Honduras espera un juicio en una corte de Manhattan que se ha retrasado por la discusión legal respecto al acceso que la defensa ha pedido a documentos confidenciales sobre la relación que Hernández tuvo con las administraciones de Barack Obama y Donald Trump en Washington. Se trata de una discusión que puede trascender a la corte y poner en entredicho la forma en que Washington apoyó, con conocimiento de causa, a un político señalado por convertir a su país en un narcoestado.
Por Héctor Silva Ávalos
Nueva York. Dos docenas de periodistas hondureños y al menos medio centenar de migrantes acampan en la entrada del parque Columbus, un espacio urbano con canchas de basquetbol, baños públicos, juegos mecánicos para niños y mesas de cemento en la calle Worth del bajo Manhattan. Frente al campamento está el edificio que sirve de sede a las cortes del Distrito Sur de esta ciudad.
Quienes acampan forman una estampa desigual. Hay activistas de derechos humanos que portan pancartas para denunciar a Juan Orlando Hernández, el expresidente acusado de narcotráfico; miembros de organizaciones sociales que transmiten en vivo para explicar cómo JOH, el mote popular del exmandatario por las siglas de sus nombres y apellido, montó una organización criminal en asocio con los narcotraficantes más importantes del país y puso a un sistema político corrupto a su servicio; hay periodistas venidos de varias ciudades de Honduras no acostumbrados al frío del invierno boreal que apuran, mal abrigados, sus despachos. Todos esperan con ansias el inicio del juicio a Hernández, previsto para este día, 12 de febrero de 2024. Pero eso no ocurre: a eso de las 8:30 a.m. quienes hacen fila para entrar al recinto de la corte son informados por un alguacil de que el arranque del juicio se traslada para el 20 de febrero, martes, un día después del asueto nacional en Estados Unidos por el día de los presidentes.
La razón de este atraso, el enésimo en el inicio de una cita judicial supuesta a empezar en septiembre de 2023, es compleja y tiene que ver con la forma en que el gobierno de Estados Unidos esconde sus secretos desagradables, en este caso su relación con el expresidente de Honduras, su aliado confiable -el término es un eufemismo que ha servido en las últimas décadas para justificar desmanes de políticos, militares y mandatarios de todo el mundo a los que Washington ha avalado a pesar de sus macabros récords criminales o antidemocráticos.
Tres días antes de que los periodistas y activistas llegaran a las puertas de la corte en Manhattan, el viernes 9 de febrero, la corte aceptó el nombramiento oficial de la abogada Sabrina Schroff como miembro extra en el equipo defensor de Hernández. La mujer, que había estado trabajando con la defensa como consultora, llevaba un activo adicional al equipo: ella está autorizada para acceder y revisar material clasificado. A partir del nombramiento, el asunto de los secretos escondidos en esos documentos pasó a ocupar toda la atención de la corte y de las partes.
¿Qué hay en esos documentos? Eso, hay secretos, algunos de los cuales podrían dejar en vergüenza al gobierno de los Estados Unidos.
“Lo más seguro es que se trata de cables internos entre agencias del gobierno estadounidense que hablen sobre cómo funcionarios que estaban en el terreno en Honduras, adscritos a la embajada en Tegucigalpa, lo veían (a Hernández) como un aliado en la lucha contra las drogas y cómo lo consideraban un aliado, pero también puede haber cables que muestren que Estados Unidos ya sabía que el presidente era un narco e ignoraron esa información, o que él era un informante de agencias como la DEA o la CIA”, dice a Prensa Comunitaria desde Washington un analista que ha trabajado elaborando informes de inteligencia sobre Centroamérica para el Departamento de Defensa. Esta fuente habla desde el anonimato por no estar autorizado a hacerlo de otra forma.
La apuesta de JOH por exponer su relación con Washington
Los cables o memos que envían los diplomáticos o de agencias de seguridad desplegados en el extranjero a sus respectivas agencias o al Departamento de Estado pueden o no estar clasificados, dependiendo de lo sensitivo de la comunicación. En un caso como este, donde los escritos hacen referencia a los intercambios secretos sostenidos entre el entonces presidente de Honduras y sus interlocutores estadounidenses, los cables son clasificados y sellados, de forma que solo individuos con acceso preaprobado por el gobierno pueden leerlos. Se trata de comunicaciones similares a las contenidas en los millones de memos revelados por Wikileaks a partir de 2006.
Cuando este tipo de información es utilizada en un proceso judicial su uso y divulgación está regido por la Ley de Procedimientos de Información Clasificada (CIPA). Cada corte federal en el país tiene asignado un oficial que se encarga de determinar los grados de clasificación. La CIPA establece seis pasos en la desclasificación, cuando esta es requerida por alguna de las partes, a los cuales se accede de acuerdo con la sensibilidad de la información. En el caso del expresidente hondureño ya se llegó a la etapa 6, que es la más alta, a petición de la defensa, en al menos uno de los documentos. Para el viernes 16 de febrero a las 3:30 p.m. estaba programada una reunión privada entre el juez Kevin Castel, quien lleva el juicio, y las partes con el objeto de seguir discutiendo la desclasificación de evidencia.
La insistencia de la defensa por utilizar esta prueba, y lo complejo del proceso legal, ha ido relegando la fecha de inicio del juicio, que en principio estaba programada para septiembre de 2023.
El nombramiento oficial de la abogada Sabrina Schroff, la única con acceso aprobado a documentos clasificados en el equipo legal de Hernández, y su insistencia con que se les permita disponer de algunos cables clasificados ha coincidido con una arremetida comunicacional de Ana García de Hernández, la esposa del expresidente en Honduras y su principal vocera.
La mañana del 15 de febrero, la exprimera dama publicó en su red X, antes Twitter, 11 posts con fotos de su marido en compañía de igual número de funcionarios y exfuncionarios estadounidenses, incluidos el exvicepresidente Mike Pence, segundo al mando durante la administración de Donald Trump, el exjefe militar del Comando Sur de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos y una exembajadora en Tegucigalpa, entre otras. García de Hernández acompañó todos esos posts con este texto: “Una de las razones por las que la información clasificada es importante. Juan Orlando Hernández es inocente. Pronto #volverá”.
Analistas consultados descartan, en todo caso, que desclasificar documentos que hablen de las relaciones íntimas entre el expresidente Hernández y Washington le sirvan para probar su inocencia. Esos documentos, eso sí, pueden arrojar luz sobre la política estadounidense de asociarse, a sabiendas, con políticos señalados por cometer crímenes, incluso contra Estados Unidos.
“Aquí se está juzgando a un expresidente que se reunía con ellos (los estadounidenses), que tenía muchas relaciones con ellos, que ha de tener información clasificada. Esa es el arma de JOH”, dice Reina Rivera Joya, abogada hondureña que ha seguido de cerca el juicio en Nueva York. Rivera, sin embargo, duda que esta prueba sirva a Hernández en su caso en Nueva York: “Que esto le vaya a significar absolución no lo sé, pero no lo creo”, opina.
Si esos documentos al final prueban algo será que los gobiernos de Estados Unidos, y otros como el de Canadá, apoyaron a un presidente que traficó drogas y violó los derechos humanos de miles de hondureños en esa empresa. Así piensa Karen Spring, co-coordinadora de la Red de Solidaridad con Honduras (HSN), un conglomerado que reúne a 30 organizaciones de Estados Unidos y Canadá que se formó tras el golpe de Estado en 2009.
“Estamos en esta gran discusión sobre información clasificada porque los abogados de Juan Orlando Hernández quieren utilizarlo como una defensa para intentar demostrar que quizá él no es culpable de narcotráfico y otros cargos. Pero estos documentos no van a demostrar la inocencia de Juan Orlando, lo que van a mostrar es la culpabilidad de Estados Unidos y Canadá al apoyar una narcodictadura por varios años. Y lo que puede revelar esta información es que sabían que él estaba traficando drogas o trabajando con otros narcotraficantes. Es importante saber eso para examinar la política exterior de Estados Unidos y Canadá”, asegura Spring.
Lo cierto es que, a juzgar por las acciones de la diplomacia estadounidense desde principios de la década anterior hasta la salida de Juan Orlando Hernández del poder en 2022, si de algo hablan esos cables clasificados es de la buena relación que Washington tuvo con un político que era investigado por los mismos norteamericanos al menos desde 2013.
Un aliado confiable que se convirtió en enemigo íntimo
La revista estadounidense Newsweek publicó, en su portada del 27 de febrero de 2014, la foto de un militar hondureño con el título: El soldado Morales no quiere morir por tus pecados. Era el encabezado de un extenso reportaje que describía como la fuerza pública hondureña, apoyada por la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (la DEA), había emprendido campañas para golpear a los narcotraficantes hondureños que se habían convertido, desde mediados de la década anterior, en los principales transportistas centroamericanos de la cocaína proveniente del sur destinada al inmenso mercado norteamericano.
Dos días antes de que aquella publicación viera la luz, Honduras había juramentado a un nuevo presidente: Juan Orlando Hernández Alvarado, un abogado de 46 años, que ya se había hecho un nombre como presidente del Congreso en representación del Partido Nacional, el más conservador del país y el cual había asumido el poder tras el golpe de Estado a Manuel “Mel” Zelaya Rosales en 2009.
Desde que asumió, Hernández se convirtió en un aliado cercano a los Estados Unidos, entonces aún gobernado por el demócrata Barack Obama. A un año de su llegada al poder, JOH hacía rondas por Washington, donde era bien recibido en todos lados, en el Departamento de Estado, en el Congreso y en los tanques de pensamiento y organizaciones de política exterior más prestigiosos de la ciudad.
En el Wilson Center, por ejemplo, Hernández estuvo en abril del 2015. Habló ante un auditorio repleto; el título de la charla: Promoviendo la paz y la prosperidad en Honduras: Una conversación con su excelencia Juan Orlando Hernández, presidente de Honduras.
Durante todo ese año, Hernández negoció con la Organización de Estados Americanos (OEA) la instalación en Honduras de una misión internacional para investigar casos de corrupción al que llamaron MACCIH. JOH maniobraría luego para sacar a la MACCIH del país, luego de que los investigadores asignados a ella se acercaron a posibles señalamientos de corrupción al presidente.
Antes de acceder a la presidencia, cuando era el jefe del Congreso, JOH ayudó en la maniobra política que permitió una interpretación de la ley nacional para facilitar la extradición a Estados Unidos de hondureños acusados de delitos graves como el narcotráfico. Desde el Congreso, Hernández apoyó la aprobación de una ley para facilitar la depuración policial, que luego fue señalada de haberle servido para deshacerse de oficiales molestos.
También, cuando juró por primera vez como presidente, Hernández profundizó durante un tiempo la colaboración con la DEA, que ya había iniciado, en 2012, operativos militares de interdicción de cocaína en suelo hondureño. A veces las cosas salieron mal: entre mayo y julio de aquel año, tres de esas acciones se saldaron con la muerte de al menos 6 hondureños, en algunos casos por balas que dispararon agentes estadounidenses. Acorralada por la atención internacional que estas masacres generaron, la DEA tuvo que presentar un informe al Congreso en Washington en el que intentó ocultar la responsabilidad de sus agentes. Una revisión independiente de ese informe, hecha también por investigadores federales, determinó que la DEA había mentido al Congreso. Con Juan Orlando Hernández en el poder, las acciones en terreno continuaron.
Con esas credenciales, logradas durante su gestión como presidente del Congreso y los primeros meses de su presidencia, Hernández empezó a navegar por la política nacional y centroamericana como el aliado confiable de los estadounidenses. Esa, a juzgar por las recientes expresiones públicas de sus abogados y su entorno, es la línea más importante del expresidente en su defensa en el juicio por narcotráfico en Nueva York. Es posible que los documentos clasificados hablen de esa relación íntima, pero hay otros archivos, judiciales estos, que pintan a un Hernández diferente, a un criminal.
Se sabe ahora, tras juicios a varios oficiales, policías y criminales hondureños que participaron en narcotráfico a principios de la década pasada, que la DEA y otros enviados de Washington aprendieron muy pronto que Juan Orlando Hernández era parte de todo el entramado criminal al que estaban investigando.
Para 2015, cuando JOH llevaba ya más de un año en el poder, la justicia estadounidense abrió un caso judicial a los primos Yankel y Yani Rosenthal, miembros de una de las familias políticas más importantes del país y dueños de un poderoso consorcio empresarial con intereses en la banca, las telecomunicaciones, bienes raíces y ganadería.
Yankel Rosenthal, miembro del Partido Nacional y ministro en el gobierno de Hernández, fue arrestado en Miami el 8 de octubre de 2015. Durante su juicio, según un recuento hecho por la organización Pro-Honduras Network, los fiscales hicieron referencia a alguien al que solo nombraron “Oficial 1” como receptor de un soborno de USD100,000. Ese oficial, se sabría luego, era Juan Orlando Hernández y el dinero sirvió para financiar sus campañas electorales. Yani Rosenthal sería condenado luego por lavar dinero de la banda de narcotraficantes conocida como Los Cachiros.
En aquellos años, cuando JOH iniciaba su carrera presidencial, su nombre empezó a aparecer en otras investigaciones y expedientes judiciales.
Leandro Osorio, jefe de la inteligencia policial en 2014 descubrió, por ejemplo, un laboratorio de cocaína y marihuana en La Iguala, en el occidental departamento de Lempira, que estaba relacionado con Juan Orlando y su hermano Juan Antonio “Tony” Hernández, arrestado en 2018 en Miami y condenado en marzo de 2021 a cadena perpetua más 35 años en Estados Unidos por delitos de narcotráfico.
Ramón Sabillón, director de la Policía Nacional, en 2014, arrestó en un operativo con la DEA a los hermanos Miguel Arnulfo y Luis Alonso Valle Valle, jefes del clan de Los Valle. El operativo se hizo sin que lo supiera Hernández, según han confirmado ya media docena de agentes estadounidenses y hondureños. Cuando Sabillón trasladó a los hermanos de las montañas de Copán, donde fueron arrestados, hasta Tegucigalpa, los narcos le explicaron que Tony Hernández y su hermano, el presidente, estaban metidos en el negocio de la droga.
Todo eso lo sabía la DEA.
A partir de 2014 empezaron a caer otros narcotraficantes como Alexander Ardón y su hermano Hugo, jefes en El Paraíso, Copán, en la frontera con Guatemala. Hugo Díaz Morales, alias El Rojo, fue arrestado en Guatemala en 2017. Fabio Lobo, hijo del expresidente Porfirio Lobo Sosa, el antecesor de JOH, fue detenido en Haití, en 2015, y condenado a 24 años de cárcel por narcotráfico en Estados Unidos.
Las historias que todos estos hombres contaron hablaban de un mapa criminal en el que los hermanos Hernández habían utilizado su poder político para enriquecerse a cambio de protección a los narcotraficantes y, de paso, reclamaban una parte del lucrativo negocio de pasar cocaína hacia Estados Unidos.
Todo eso lo sabía la DEA.
El 3 de febrero de 2015 se entregó a la Agencia Antidrogas estadounidenses Devis Leonel Rivera Maradiaga, uno de los jefes de la banda Los Cachiros, el clan que había logrado consolidar rutas cercanas al Atlántico hondureño y adyacentes a La Mosquitia y Olancho, las grandes plataformas de aterrizaje para las narcoavionetas procedentes de Colombia y Venezuela. Dos altos oficiales de inteligencia hondureños han dicho, bajo condición de anonimato, que Rivera se entregó a la DEA tras descubrir un plan para matarlo. El Cachiro aceptó ser informante de los estadounidenses y empezó a reunirse con Tony Hernández, el hermano del expresidente, para hablar de dinero, de apoyo a las campañas de JOH. Todo eso lo sabía la DEA. El Cachiro, de hecho, se convirtió en informante de la DEA.
Para 2016, cuando Juan Orlando Hernández preparaba su polémica campaña por la reelección presidencial -el reenganche está prohibido por la Constitución, pero la intervención de una Corte Suprema de Justicia a la que JOH controlaba lo permitió-, ya Washington tenía una idea bastante clara de las supuestas implicaciones de su protegido en el narcotráfico. En 2017, tras irregularidades que la oposición y organizaciones populares calificaron de fraude, y a pesar de masivas protestas callejeras que se saldaron con al menos 34 muertes a manos de fuerzas policiales y militares, Hernández tomó posesión para un segundo periodo.
JOH y su ministro de seguridad, Julián Pacheco Tinoco, decretaron un estado de sitio durante el que ocurrieron los asesinatos de los manifestantes y decenas de arrestos. Pacheco es también mencionado como supuesto narcotraficante en el juicio al expresidente en Nueva York.
A pesar de todo, Washington, ya durante la administración de Donald Trump, bendijo el reenganche de Hernández a través de Heide Fulton, encargada de negocios. En diciembre de 2017, el New York Times publicó un extenso artículo titulado El tirano en Honduras que Estados Unidos pretende no ver, en el que el autor destaca el rol de Washington en la cobertura de la violencia tras las polémicas elecciones.
Después de aquello llegó la captura, en 2018, de Tony Hernández. Era el principio del fin para Juan Orlando Hernández, pero, a pesar de que Estados Unidos tenía al menos cinco años de estar al tanto de los señalamientos, testimonios y pruebas que implicaban a su aliado con el narcotráfico, Washington mantuvo su apoyo, con menos entusiasmo, pero lo mantuvo. Fue hasta que Hernández salió del poder que llegó la orden de extradición y, luego, el juicio que está a punto de empezar en la corte del distrito sur de Nueva York.