Naranjas robadas

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Esta es una historia de hace mucho tiempo. Habíamos pasado dos años de estudio en Italia e íbamos de regreso a la tierra. Entonces, como ahora, el vuelo directo partía de Madrid. Entonces, no como ahora, la compañía aérea ostentaba generosidad: puesto que no se compraba un destino, sino un número determinado de millas, uno podía aprovechar las millas en exceso para hacer algún viaje dentro de España. Decidimos ir a Sevilla, a recuperar algunos versos y algunos lugares que la literatura había convertido en paisajes de la memoria: el Guadalquivir, la Giralda, la catedral de oro, uno de los dos o tres sitios donde está enterrado Cristóbal Colón. Era enero y nos recibió una insólita onda fría. No fue obstáculo: éramos jóvenes y caminábamos kilómetros sin dificultad. Fue entonces que aparecieron las naranjas. Después de una mañana agotadora, agobiados por la sed, descubrimos que en las calles de la hermosa ciudad había una multitud de naranjales. La sed, la juventud, la hora meridiana, el desenfado nos hicieron caer en la tentación. Bastaba alargar el brazo y cortar una jugosa fruta.  Comprobamos que no hubiera autoridades alrededor y cortamos un par de naranjas. Las pelamos a mano pelada. La primera mordida fue una agria sorpresa: no eran naranjas dulces, sino ornamentales naranjas ácidas. Las que en nuestro país se usaban para destemplar el caldo. Y así, en el mediodía de Sevilla, una pareja joven se moría de la risa por haber sido castigada en su golosidad necesaria.

Durante ese breve viaje, la deslumbrante Alhambra embaucó la vista y nubló los sentidos: rumor de agua corriente acompañaba arcos de herradura, ventanas bíforas que parecían construidas con encajes, espejos de agua simulaban piscinas y fuentes y leones y murallas almenadas. Y Córdoba, en donde un aplastante fuerte esconde una catedral que esconde una mezquita, ¿o es al revés? En la municipalidad, en urna que nadie visita, resplandece el manuscrito del tratado de Francisco Ximénez sobre las lenguas mayas. Las casas pintadas con colores pastel, las calles empedradas, los patios internos con una fuente al centro, todo Andalucía producía un espejismo: que ya estuviéramos, magia y alucinación, de regreso a casa. El aire tibio, el cielo despejado, la gente amable eran ya la América que habíamos dejado un par de años atrás. No era así, pero lo parecía. Y esa grata sensación nos acompañó hasta el momento de regresar a tomar el avión. Semejanzas y diferencias nos unen a España, que ya conocíamos en una literatura aprendida con avidez y que construía paisajes fantásticos. ¿Cómo no recordar, en su tierra, los versos: “Sevilla es una torre /llena de arqueros finos/ Sevilla para herir/ Córdoba para morir!”?

A propósito, recuerdo que, en los jardines de la Alhambra, una lápida repite los versos de Francisco de Icaza: «Dale limosna, mujer / que no hay en la vida nada / como la pena de ser /ciego en Granada». Sin leer el resto del poema, uno se imagina todo: una pareja, un mendigo ciego, un marido poético y exaltado. Come era invierno, el monumento estaba desierto. Ni siquiera había que reservar la entrada. Había un jardinero conversador que indagó sobre nuestro viaje, nuestro origen, nuestra impresión sobre el lugar. Le agradó escuchar las exclamaciones de admiración, exageradas para complacer al interlocutor. Solo al final se atrevió a preguntar: “¿Es verdad que hay uno de aquí famoso en todo el mundo?”. Uno de aquí. No muy versado en la materia, repaso en mi mente, pero solo encuentro al mayor de todos: “Federico García Lorca”, digo. El jardinero también hace una búsqueda en su cabeza: “Sí. Ese debe ser”. Le confirmamos: no hay quien no conozca a García Lorca. En mi país, hasta los camioneros recitan: “Y que yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela, cuando tenía marido”.

Después de dos años en tierra extranjera, suenan bien las palabras que vienen de la lengua árabe: alcázar, en Sevilla o Toledo, tan hispánico, tan literario; el humilde adobe, ladrillo de los pobres, amasado con la hierba de los campos; el ajuar de las esposas, blanco como la flores de azahar; el oficio constructivo del albañil; la palabra “aljibe” mucho mejor que el rudo “pozo”, donde los niños se ahogan en un suspiro; la aldaba de los gruesos y paquidérmicos portones coloniales; el alarife o albañil, noble profesión de los humildes, sin los cuales ninguna portentosa construcción sería posible; el barrio o arrabal, que suena en los tangos y en los versos de Borges; la dulce almohada, en cuyo nombre descansa el mullido sueño acogedor y suave; el maravilloso y desacompasado nombre de los desagües o albañales: alcantarilla, que parece una pieza musical; el húmedo y oscuro zaguán, que alivia del calor y acoge a los visitantes antes de quedar deslumbrados por el patio florecido con una pila al centro.  Tantas palabras, de flores y de frutos y de plantas, de gentes y oficios, de maneras y comidas. La deliciosa berenjena, que va a dar en el presunto apellido del presunto autor del Quijote.

No hay asombro en saber que España fue musulmana por casi ocho siglos. Asombra que muchos no lo sepan. Asombra que muchos ignoren que la España musulmana fue el mayor centro cultural de Occidente durante la Edad Media. Desde el 711, cuando Tarik entró por la peña que lleva su nombre (Gibraltar, ‘la montaña de Tarik’), hasta el 1492, cuando los Reyes Católicos tomaron Granada. Largos siglos de civilización y refinamiento, y cuando la intolerancia dio paso a la convivencia. Cierto, convivencia conflictiva. Como todos los grupos humanos, cristianos, judíos y musulmanes ejercieron una coexistencia dialéctica, un intercambio que, con ser pacífico, no fue un idilio. Sabemos que los descendientes de los visigodos no ofrecieron gran resistencia a los árabes que llegaban del sur: su fe era floja, por lo que las conversiones fueron fáciles. Además, adherir al vencedor ha sido siempre debilidad humana. La implantación del Califato de Córdoba abrió las puertas a la sabiduría oriental y a la recuperación de conocimientos occidentales que se habían traspapelado con las invasiones de los bárbaros. Visigodos, alanos, suevos eran grandes guerreros, no grandes filósofos. La hierba de Atila no florecía en máximas o epigramas.

No solo humanismo, sino ciencia. Los sabios musulmanes trajeron a Europa, por vía de España, importantes adelantos en el uso de la brújula y el astrolabio, aguja de marear entre quimeras y constelaciones; en efecto, también desarrollaron la ciencia de la astronomía, la observación de los astros que llevó, inexorable, al progreso de la astrología: ciencia de la adivinación del futuro por el conjuro de las constelaciones: hasta el s. XVIII, la astrología era materia de enseñanza en Salamanca, en deliciosa confusión con las matemáticas (egregio catedrático salmantino fue Diego de Torres Villarroel, el primer bestseller occidental, cuyo calendario era el más vendido en Europa, y que adivinó, intuición, luz o buena suerte, algunos hechos fatales). La España musulmana llegó hasta las fronteras con el reino asturleonés, y es maravilla pensar que Madrid y Toledo fueron grandes centros islámicos. Que el nombre de Madrid es árabe. En efecto, la provisión del agua, según la ciencia de la época, era subterránea y los canales se llamaban “Mayra”. La “t” final, en “Mayrat”, significaba “abundancia”.  De allí, a Madrid, un paso. Y a ese abundante Madrid regresamos, para tomar el largo y nostálgico avión del retorno.

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