Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano 

El antisemitismo me es ajeno por cultura, educación y elección personal. En mi país, nunca oí hablar mal de los judíos ni los distinguí del resto de la población. Educado en un colegio católico, las obsesiones de los curas no estaban dirigidas hacia una etnia determinada, sino al sexo, considerado por ellos como universal fuente de pecado y perdición. De progromos y discriminaciones supe por los libros o por el cine, que contaban estos hechos en otros lugares: en Alemania, en Rusia, en los Países Bajos. En la percepción popular, árabes, judíos, libaneses y todo tipo de medioriental se reducía a una sola denominación: “los turcos”. De la misma manera, todos los gitanos eran “húngaros”, sin que nadie sospechara un origen rumano. Solo en las películas se veía a los hebreos ortodoxos, de barbas y trenzas largas y bonete negro en la cabeza. No hay virtud en ello: se discriminaba tanto a los indígenas de nuestro país que no alcanzaba para despreciar a otras etnias. Todos los lugares comunes del racismo impregnaban el imaginario sobre los descendientes de los mayas. No los repetiré, porque conocidos de sobra. Sorprende que el ultraje étnico haya sido tan absoluto y totalizante, que no haya sobrado algo para nadie más que nuestros pueblos originarios, de cuya cultura deberíamos de estar orgullosos.

El cine nos trajo las imágenes del Holocausto. Precarios y escasos videos en blanco y negro, con imágenes saltonas, rayadas, inestables, en donde seres humanos vestidos como prisioneros habían sido reducidos al esqueleto, con miradas profundas y perdidas en el insondable abismo del mayor sufrimiento. Y, más terribles, los testimonios de los Aliados, que fotografiaban o filmaban cadáveres amontonados como la leña en el bosque, en el espantoso anonimato del homicidio de masa. El único delito de esas gentes era haber pertenecido a la etnia hebrea. Sigue siendo inexplicable el odio de los nazis en contra de personas que eran como ellos, de la misma nacionalidad y de la misma cultura. Inexplicable el uso de términos como “material humano” o “solución final”. Y el peor de todos: “la pureza de la raza aria”. Inexplicable cómo toda una nación confabuló para representar el Mal absoluto basada, como sucede, en una falsa ideología, esto es, un modelo deplorable y equivocado del mundo. El Holocausto se considera único en la historia humana por el número de víctimas: seis millones de personas y por el motivo de su exterminio: una discriminación racial. En otras partes del mundo se han cometido y se cometen genocidios, pero no en modo tan sistemático y no en tales dimensiones. De allí, la singularidad del Holocausto.

La cultura hispánica debe a los judíos una buena parte de su solidez y riqueza. Se cree que estos llegaron a la Península Ibérica hacia el 70 d. C. Prosperaron allí, particularmente en el sur, hasta que los visigodos los persiguieron durante el s. VII. Alguno encuentra, en esa persecución, la respuesta a la buena acogida que los judíos dieron a los árabes cuando, en el 711, invadieron la Península. En efecto, los musulmanes clasificaron a los hebreos como “dhimíes”, esto es, creyentes de una religión abrahámica y, por tanto, aceptados en la comunidad. Comienza así una historia que Américo Castro ha consagrado como una “convivencia conflictiva” entre cristianos, árabes y judíos, durante muchos siglos, en la Edad Media española. Con la explosión de esas sabidurías, España se convirtió en el centro cultural más importante de Europa. Si se pudiera hablar de ello, hubo una suerte de división del trabajo. Los musulmanes se dedicaban mayormente a la agricultura y a las ciencias, los judíos al comercio y a las humanidades, los cristianos al ejercicio de las armas. La división, por supuesto, no era tajante, sino fluida. No todos los humanistas eran judíos, no todos los militares cristianos. Sabemos que los judíos tuvieron un papel sumamente importante en la Escuela de Traductores de Toledo, y, por tanto, en la oficialización del castellano. Si ahora hablamos (y yo escribo estas líneas) en español, lo debemos a ese primer impulso de convertir una lengua considerada “vulgar” (el dialecto derivado del latín y hablado por el pueblo) en idioma nacional de un imperio.

No son muchas las palabras derivadas del hebreo, pero algunas hay que se usan en determinadas circunstancias. Por ejemplo: esa palabra que encierra alegría y agradecimiento:aleluya; la otra, cuyo misterio encierra arcanos secretos: cábala; esta, que declara una religión y una tierra: ladino; el extraño nombre de los cerdos: marrano; la injuria para hipócritas: fariseo; el bien que viene del cielo, maná; la fiesta y la resurrección: pascua; el descanso a medias del sábado; el monstruo del juicio final: leviatán; y el nombre absoluto del mal: Satán. Gran cantidad de nuestros nombres: los que se bautizan arcángeles:Miguel, Gabriel, Rafael; la madre de la virgen, Ana; las diversas variantes de María: Miriam, Mariana, Marisa, Maribel, Malena; el nombre del fundador de la religión cristiana: Jesús; los profetas y personajes bíblicos: Josué, Moisés, David, Abraham, Aarón, Isaac, Benjamín. Hay también palabras no estrictamente del hebreo, pero que vienen de la tradición hebrea: santo, justo, bienaventurado, piadoso, infierno, cielo y paraíso.

Otro habría sido el destino de la cultura hispánica sin la presencia del sabio judío Maimónides, en una época en que no había diferencias entre ciencias y humanidades. Experto del Talmud, refinado filósofo, eminente literato y famoso médico, Maimónides dejó una huella profunda en el hispanismo. Y otra habría sido la poesía sin las moaxajas, composiciones de origen hebraico que se hermanaban con las jarchas árabes. De ellas deriva toda la poesía occidental, y, naturalmente, la poesía española. San Juan de la Cruz tomó como modelo la sensualidad y el erotismo de la poesía antigua, que conjugaba las culturas hebrea, musulmana y cristiana, para crear la figura de la esposa que desfallece de amor carnal ante el esposo, alegoría del alma y Cristo, en la más alta expresión de la mística castellana. Los mayores expertos en cultura hispánica señalan el origen judío de Juan de Mena, Fray Luis de León, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fernando de Rojas, Bartolomé de las Casas y Luis Vélez de Guevara; mientras otros  sostienen la hipótesis del origen judío del presunto del autor del Lazarillo, de Jorge de Montemayor, de Gil Vicente y de Cervantes. Lo dijo Américo Castro: mientras otras culturas europeas pueden existir sin la presencia judía, la cultura española no.

Escribo estas breves, elementales meditaciones, unas jornadas antes del 27 de enero, día de la memoria del Holocausto de los judíos en Europa. Justa y oportuna llamada a recordar lo que debería estar siempre presente en la conciencia de todo el mundo. Hubo un período oscuro, en el continente europeo, en que la humanidad retrocedió hacia siglos que debería haber superado. Hubo un período en que naciones que se habían distinguido por su alto refinamiento cultural (Francia, Alemania, Italia) se hundieron en lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del Mal”. Hubo un período de persecución, de locura, de muerte, en donde resucitó Caín para matar a Abel. Recuérdese siempre: el fascismo y el nazismo se propusieron exterminar de la faz de la tierra a los judíos, por el simple hecho de ser judíos. Repito: mataron a seis millones de hombres, mujeres, niños y ancianos. El recuerdo obstinado de ese hecho debe ser lección y advertencia para que no se repita. Y sirve de meditación para quienes, de alguna manera, caen en la tentación de simpatizar con las oscuras fuerzas neofascistas y neonazis que se asoman en momentos de crisis. No lo olvide nadie nunca: fascistas y nazis negaron la esencia de la humanidad. No solo perdieron una guerra: perdieron cualquier posibilidad de volverse a proponer en las sociedades libres y democráticas.

Publicado originalmente en el blog de Dante Liano

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