Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Recojo y propongo algunos minicuentos que he escrito a lo largo de los años. Debo confesar que comencé a escribirlos inspirado en una revista mexicana, de título llano y explícito: “El cuento”. Fue en los años setenta del siglo veinte. No era fácil conseguir ejemplares  y no recuerdo cómo hacía yo para conseguirla. Quizá era en el mismo quiosco en donde encontraba “Le Monde Diplomatique”. Estaba en un local debajo del primer piso, y no sé quiénes serían sus clientes. Recuerdo vagamente al dueño, que me parece, en la memoria, algo rubio y algo gordo. ¿Cómo hacía ese muchacho para importar revistas en todos los idiomas, mientras gobernaba una severa dictadura militar y un difuso analfabetismo? Por paradoja, “Le Monde” me servía para saber lo que pasaba en mi país y en el mundo, porque los periodistas que trataban de informar sobre la verdad tenían la pésima costumbre de desaparecer o simplemente de morir asesinados. Quizá allí, en esa librería carbonara y esotérica, compraba los ejemplares de “El cuento”. La revista publicaba autores reconocidos, como Juan José Arreola o Tito Monterroso, pero no desdeñaba a los espontáneos, que se lanzaban al ruedo literario con imitaciones de la brevedad de Arreola o Monterroso, y llamaban a sus creaciones “minicuentos”. Algunos parecían chistes. Otros eran ingeniosos. Ninguno pasó a la posteridad. En todo caso, impusieron la moda de la ficción breve, que venía de libros inspirados como “Narraciones breves y extraordinarias”, una antología en la que el reto era distinguir entre lo real y lo apócrifo. Debido a esa ilustre inspiración, dediqué yo también parte de mis tiempos primeros a la elaboración de la minificción. Les dejo algunas muestras.

LA PARADOJA DEL HUEVO Y LA GALLINA

Creo haber resuelto la paradoja del huevo y la gallina. En español, siempre se pregunta: ¿quién fue primero, el huevo o la gallina? Hoy, equivocándose, alguien preguntó: “¿Quién fue primero, la gallina o el huevo?” La frase me sonó como una pedrada. Porque, en español, siempre va primero el huevo, no la gallina. De esto deduzco que, desde el punto de vista de la estructura lingüística, el problema no existe. En el idioma, repito, el huevo siempre va primero, no la gallina.

UNA HISTORIA DE SABIDURIA

Hace muchos años, mi padre me contó un relato. Un rey, a punto de muerte, llama al príncipe heredero y le dice: “Cuando seas rey, obra con sabiduría y honestidad. Esto te permitirá gobernar por largos años. Sin embargo, cuando encuentres un problema sin solución, abre una caja que te dejo en el arcón real. En ella encontrarás la respuesta a cualquier dificultad”.

El rey muere, pasan los años y el heredero reina honestamente, siguiendo las sencillas indicaciones del padre. Un día enfrenta un problema al que no encuentra salida. Agotadas, sin éxito, todas las consultas, recurre a la caja guardada en el arcón real. La abre, y ve dentro de ella una simple hoja de papel. En ella está escrita una frase:

“Todo pasa…”

Encuentro, en los diarios de Bioy referidos a Borges, que éste cuenta a su amigo la misma historia, pero con una añadidura. Se trata de una vieja tradición hebrea, según la cual el rey David manda a un hombre a buscar, por Israel, a quien le cuente la historia más sabia. El hombre regresa y le refiere a David el cuento que me contó mi padre. David exclama: “¡Ah, te encontraste con mi hijo Salomón!”

LA NOCHE DE SUÁREZ

Suárez se debatía en el entresueño cuando lo despertaron las garras bestiales de su mujer. Diez garfios calientes y fríos crisparon la madrugada. Suárez volteó, con fuerza, el cuerpo. Se logró destrabar los dedos, o casi todos. Vio, desde la inferioridad de su lecho, que su mujer insistía en la acometida, los ojos fulgurantes, babeando espuma. Montó sobre él, corno en el acto y le encerró la garganta en un collar de deditos asesinos. Suárez se quitó una mano y se ocupaba de la otra cuando sintió la fuerza de un mordisco en la cara. Gustó el sabor de óxido podrido en la boca. Tiró la bofetada. Dio en el blanco; sin embargo, el estrangulamiento continuaba. Logró erguir el cuerpo, vencer la dominación, pero la hidra colérica volvía contra él, golpeando, atacando, asesinando. Era un gusanito retorcijante lleno de púas y hierro colado. Trató de retenerla. La mujer resistió y lo empujó. En la oscuridad que los ojos iban acostumbrando, Suárez vio los filos de las tijeras. Sintió el dulce penetrar en un brazo y el liquido caliente, posterior. Y le destrozó la cabeza a su mujer con la lámpara, sin poder preguntar por qué.

COMO TRIUNFAR EN NUEVA YORK

Se llamaba Olga. Cuando llegó a Nueva York, nos encontró ajetreados en nuestros trabajos de lavaplatos o pintacristales. Olga nos contempló como el que enciende la luz, en la noche, y sorprende una cucaracha en la cocina. Ella, en Guatemala, era una cantante de boleros de cierta fama y había llegado a Nueva York con la decisión de cantar en los mejores nights. El primer trabajo que encontró fue el de pinche de cocina, y olía a grasa todo el día, aún después de que, bañada y perfumada, se recostaba en la cama, guitarra en mano, para repasar sus canciones.

Nunca llegó al «Copacabana». Si he de ser sincero, nunca llegó a ninguna parte. Miento: a una parte sí llegó y fue a un programa de aficionados que transmitía una TV local. Sufrimos todos las angustias de parturienta que tienen los artistas antes del debut y logramos colarnos entre el público sádico que asistía a ese tipo de masacres. Llegó la hora de Olga, y cantó bien un bolero que ni me acuerdo. Me acuerdo, en cambio, y me avergüenzo como si fuera yo, que a mitad de la canción le sonaron la campanita y un tipo vestido de payaso la sacó a empujones del escenario, mientras ella protestaba, entre los abucheos escandalosos del respetable, que no, que todavía no terminaba, que le dieran la oportunidad.

Nos hartamos de ser espaldas mojadas y nos regresamos a Guatemala. Olga prefirió quedarse, obstinada como estaba en triunfar en Nueva York. Nos despedimos con un fiestón, en el que, como era natural, ella cantó boleros y sones y «Luna de Xelajú». Todavía olía a grasa cuando nos abrazó en el aeropuerto.

Pasaron los meses. Nosotros volvimos a ser, en Guatemala, estudiantes, de clase media, de izquierda, pretenciosos de artistas. Ya no le escribimos a nadie y tirábamos las cartas a la basura, sin leerlas. Como emigrantes fuimos perfectos, hasta en eso.

Un día, cuando leíamos la «Prensa Libre», nos fuimos de espaldas. En la sección de «Sociales» estaba una fotografía de Olga, precisamente una que le había tomado yo durante el fatídico programa de televisión, bajo un titular que decía, más o menos: «LA CANTANTE OLGA N. REGRESA A NUESTRO PAIS LUEGO DE COSECHAR MERECIDOS TRIUNFOS EN NUEVA YORK».

Nunca más la hemos vuelto a ver.

RETRATO

A Pepe.

El tiempo, pintor espontáneo, se ha echado al ruedo y le ha dado, al lienzo, no pedida mano de barniz amarillo.  Es por eso que todos los personajes tienen un aura cálida y otoñal al mismo tiempo, con ser jóvenes. Figura, el retrato, a la familia real.  Un sol oblicuo penetra por una ventana, al fondo, y baña de oro barroco muebles, tapicería, botellas, adornos, chineserías.  El artista, en un gesto servil, ha dotado de luz propia al rostro del Rey, cuya identidad aparece escrita abajo, en caracteres góticos, flotando sobre falso pergamino. La cachondez del Rey es inadmisible: incontenible, invencible. Dos flechitas parten de las comisuras de sus labios hacia arriba, y se le achinan los ojos, una linea. Ríe como un ángel perdido. La Reina, en cambio, se entiesa delante del artista y aparece demasiado consciente de pasar a la posteridad.  La infanta no está vestida de cazadora: finge copioso resfriado. En un extremo, socarrón, el consejero áulico discute a voces con una botella de vino, y parece convencerla. Tal la familia de reyes, en un día de otoño atravesado por el sol.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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