Fernando Reyes, poeta

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 7 minutos

Por Dante Liano

No a todos ha sido concedido el privilegio de conocer la obra del gran poeta Fernando Reyes, que goza de la dimensión de ser un “escritor de culto”, como se llama a aquellos que solo un reducido y exquisito número de lectores ha logrado conocer. Hay un pueblo, en el Departamento de Santa Ana, que se empina sobre una colina, y en la parte más alta de la colina, reside el cementerio. Ese cementerio es típico de los pueblos originarios de este país, porque las lápidas de las tumbas son avaras en epitafios y generosas en colores, sobre todo los colores pastel. La tumba de don Ignacio Calcino es amarillo huevo; la de don Eufrasio Colombo es azul turrón; la de doña Pilar Iglesias es rosado crepúsculo. Y así, las demás. Más parece estar en la feria del Santo Patrón que en el severo lugar en donde reposan para siempre los restos de los que en vida fueron. Pues bien, ese pueblo se llama San Andrés, y en ese pueblo nació, para gloria del mismo, Fernando Reyes, que ha hecho de la poesía un oficio secreto que circula casi clandestinamente, fuera un samizdat, un panfleto explosivo, un esténcil de otros tiempos. Desde que cursó sus primeros estudios en la escuelita del pueblo (el diminutivo se refiere a las dimensiones y al tamaño del edificio) Reyes fue reconocido por sus compañeros como literato, dado que a ellos gustaba más el fútbol o el boxeo, consistentemente practicados todos los días en el campo adyacente a las aulas. Fernando aceptó el destino que sus compañeros le habían trazado, el sagrado destino de los escribas sentados, pues el único de pie fue Hemingway, el resto prefirió la comodidad.

Mayas: Cabeza humana de perfil con un ojo incrustado

Como todos, o casi todos, Fernando dio sus primeros pasos como poeta romántico, luego fue modernista, luego vanguardista y hubiera repasado todos los estilos del siglo XX y los del XXI si no hubiese logrado uno suyo, personal e intransferible. De él pudiera decirse, si la frase no hubiese sido abolida ya por la corrección en el lenguaje, que “el estilo es el hombre”. Dos palabras más sobre su biografía: en la escuela, Fernando Reyes fue pésimo en matemáticas, ciencias naturales y educación física. Alérgico a los números porque ignoraba que son otra forma de la escritura, apenas si logró dominar las reglas elementales de la aritmética, también porque su señora madre, Doña Rosenda de Reyes, lo disciplinó en las sumas, restas, divisiones y multiplicaciones. Si no sabía cantar “dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y seis son doce y cuatro dieciséis”, no había chocolate con churros por la tarde. Los fríos crepúsculos de San Andrés acompañaron la recitación reverenciosa de las tablas de multiplicar, sin saber que pronto las calculadoras electrónicas las volverían ociosas. Tampoco le iba bien en un curso llamado, pomposamente, “artes industriales”, que consistía en pequeñas carpinterías con una sierrita torcida. Tardes enteras pasadas a demostrar su completa torpeza con las manos, obligaron a Doña Rosenda a pagar al carpintero del pueblo para que hiciera, con un cierto descuido y bien pagado, las tareas de su hijo. Por compensación, Fernando tuvo la gloria en las clases de Idioma español, Historia de América, Religión y Música. De ese modo, entre pitos y flautas, el futuro poeta logró sacar el título cuyo nombre mentía famas y opulencias: Bachiller en Ciencias y Letras.

Fue en la capital, donde estudió Magisterio, cuando Fernando Reyes ingresó al mundo literario. En el Instituto, conoció a jóvenes que, como él, querían alcanzar las mismas glorias de Enrique Noriega o de Luis Eduardo Rivera. Noriega era un maestro rigoroso y puntilloso, con puntas de humor y narrativa que no se imaginarían a la primera impresión. Rivera vivía en París, y eso exaltaba la imaginación de los provincianos que lo imaginaban bajo la Torre Eiffel o navegando en kayak el Sena. Todos sus amigos de ese tiempo, o casi todos, iban a ser reconocidos, con los años, como ilustres literatos o políticos, pero en esa época eran imberbes que se mostraban rebeldes contra el sistema económico, político, social y militar. Tampoco tenían nombres de gente, porque la herencia maya hacía que del inconsciente brotaran apodos de nahual: el Sapo, el Coche, el Tacuacín, el Chucho, el Conejo. Quién sabe por qué Fernando Reyes no tuvo apodo. A lo sumo, muy en confianza, alguno lo llamaba “Nando”. Fue en esa época que nuestro autor desarrolló lo que sería la marca de su estilo: el epigrama, la parodia, la metaliteratura. En efecto, una de sus primeras composiciones reelabora una famosa rima de Gustavo Adolfo Bécquer, la que dice: “¿Qué es poesía? dices, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? ¡Poesía eres tú!”. El énfasis del poeta sevillano se transforma en amarga autobiografía en la versión de Reyes:

Como se puede observar, Reyes ha preferido dejar la concisión del cuarteto becqueriano, para ensanchar ligeramente el concepto, pero sin abundar en las palabras. Aparecen, también, escenografías rurales (“las altas montañas”) que Bécquer, urbano por excelencia, no contempla. El énfasis romántico deja paso a la amargura contemporánea, al desencanto postideológico, al desierto de los sentimientos que caracteriza a la contemporaneidad. Fernando Reyes se demuestra hombre de su tiempo, y más pasan los años, más refleja la realidad coetánea. Apenas graduado, paralelo a su ingreso a la Facultad de Letras (lejos de su San Andrés nativo) Reyes afina el arte de la parodia, y un manuscrito encontrado en una librería de viejo, traspapelado en un ejemplar de Materia y forma en la poesía de Pablo Neruda, libro obligatorio, leído y vendido después de superar el examen de Estilística, muestra una temprana inclinación a la refundición de textos clásicos, como en su audaz: “Hembras necias”, que luego no recogió en ninguno de los volúmenes de su poesía, quizá por haber perdido el manuscrito. Comenzaba así:

Pensándolo bien, quizá fue mejor, para evitar la lapidación, que Fernando negara la publicación de esta nueva lectura de Sor Juana. También interesante esta propuesta de refundición en el caso de la célebre “Me gustas cuando callas”, porque la levedad del toque de Reyes ofrece a la poesía nerudiana un aspecto inédito. En efecto, Fernando Reyes imagina que la poesía la hubiera escrito una mujer y el resultado es este:

Mientras que la poesía de Neruda puede ser tildada de patriarcado, machismo y una egolatría que anula a la mujer, con ese fatal doble sentido del “me gustas cuando callas”, en la versión femenina de Reyes, en cambio, la lírica alcanza su vuelo más alto, porque la amada aprecia el silencio del amado, dado que, si este hablara, conversaría solo de aburridos temas masculinos, grosera y pesada habladuría que hiere la sensibilidad, mientras que en el silencio de pantuflas y periódico el amor crece y se pierde en imaginerías. El alma de la amada se expande sobre el mundo, y, de ese mundo, emerge la silenciosa figura del amado, convertido, quizá forzadamente, en “mariposo” (pero esa audacia lingüística crea un neologismo afortunado) desencadenando la metamorfosis: al principio, en el alma del amada (con un recuerdo de San Juan de la Cruz “amada en el amado convertida”, solo que en quiasmo conceptual) y luego, en la magnífica alusión a Rubén Darío (“¿no oyes caer las gotas de mi melancolía?”).

En los últimos tiempos, Fernando Reyes se ha dedicado a la poesía política, y arrastrado por los últimos acontecimientos, dedicó un epigrama al Presidente de la República, quien, después de haber pasado una vida al servicio de los Estados Unidos, ha imprecado contra Washington por haber sido sancionado a causa de su corrupción y malas mañas. El epigrama es el siguiente:

Nótese la eficacia del verso epigramático, breve como quiere la tradición. También la deliberada imperfección, sea de la métrica que de la rima, para lograr un ritmo icástico y eficaz, con prosaísmos como el tratamiento de “vos”, típico del lenguaje coloquial de San Andrés, o la denominación gentilicia de los norteamericanos. El retrato feroz y el complemento de “morder la mano” con la palabra “perro”, completan la perfección del género tratado. Igual cosa sucede con la composición en contra de un fiscal que ha perseguido a los opositores del sistema corrupto del país. En ese caso, la dureza del epigrama requiere un verso más extendido, como los siguientes:

Aquí, Fernando Reyes se coloca en la tradición hispánica de la antítesis, y también en la del juego de palabras, pues el juego entre “chiche”, final del apellido original, y “chucho”, final del apodo, provocan el estigma burlón requerido por el género epigramático. Un desliz en el lenguaje extremadamente coloquial admite el “zurrado” final, que es claro eufemismo de otra palabra que hubiese arruinado el tono general de la obra. Estamos ante una obra audaz, que, en la mejor tradición derridiana, deconstruye la ortodoxia heteronormativa para hincar sus dientes, jocosamente, en la médula de la realidad y provoca, con esto, más poesía. Tratamos de entrevistar a Fernando Reyes, pero anda escondido, porque el fiscal del que se burló, dictó orden de captura en contra suya, acusándolo de lavado de dinero y asociación sediciosa. Sirva este breve homenaje a su pluma para reconfortarlo en la clandestinidad.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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