Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

A veces, el poder de la literatura se demuestra en las discusiones que provoca, en las reacciones ásperas que surgen ante un libro, y, de vez en cuando, en la censura que se abate sobre una obra. Debo a la reportera Hannah Natanson, del Washington Post, la desalentadora historia de la doble muerte de un ruiseñor, con las mejores intenciones y a través de procedimientos democráticos extravagantes. Todo comenzó hace un par de años, cuando la profesora Shanta Freeman-Miller escuchó las quejas de sus alumnos contra la novela Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, considerada como una de las obras maestras de la literatura norteamericana del siglo XX. En el caso de Freeman-Miller, que enseña en la Kamlak High School de Mukilteo, en Washington, una estudiante afroamericana le indicó que Matar a un ruiseñor, “la malinterpretaba” a ella y a los afrodescendientes. Otra se quejó de que la novela no la conmovió, “porque no estaba escrita sobre ella ni para ella”. La tercera contó un suceso: cuando los profesores los hacían leer en clase, pedían a los alumnos no decir el despectivo de afrodescendiente, que aparece, por realismo, en varias partes de la novela, y sustituir ese despectivo con la inicial “n”, para no parecer racistas; un compañero blanco pronunció la palabra tabú y cada vez que lo hacía, miraba con aire de reto a los tres chicos afro de la clase. A parte del hecho infeliz, la muchacha acotó: “Y la trama ni siquiera es buena”. Otro estudiante, en su tarea de resumen y comentario de la obra, sentenció: “Esta obra es una m.”

Freeman Miller reflexionó sobre el asunto y encontró eco en otros compañeros, profesores blancos de inglés. Juntos iniciaron una campaña para lograr que Matar a un ruiseñor fuera eliminado de la lista de libros obligatorios para el primer año. En el reclamo que escribieron, estos profesores declararon que la novela de Harper Lee se centra en la blancura y que “presenta una barrera para comprender y celebrar un auténtico punto de vista negro en la literatura de la era de los derechos civiles”. La petición de los maestros no era radical: no pedían que el libro se retirara de la lista de lecturas aconsejadas o que se retirara de la biblioteca. Simplemente, pedían que no fuera de lectura obligatoria.

No muy lejos de la Kamlak High School, se encuentra una escuela del mismo grado, en el pueblo de Mariner. Cuando los profesores de Mariner High School se enteraron de la campaña de sus colegas, identificaron a estos como enemigos del libro. La bibliotecaria dijo: “Cada vez que se restringe el acceso a un libro, se comete una injusticia: es una forma de censura”. La noticia trascendió las fronteras de ambos condados y provocó, como era de esperarse, una fuerte polémica. Los críticos de derecha dijeron que los profesores estaban tratando de censurar un libro para seguir una agenda woke; los de izquierda criticaron a los profesores por una razón opuesta: según ellos, los maestros, al no incluir el libro en su agenda, estaban tratando de borrar a la realidad racista. Como se dice, quedarse sin el mico y sin la montera. Las cosas se complicaron. A la escuela (en particular a la biblioteca) llegaron cientos de airados correos electrónicos con las opiniones más variadas. Algunos bibliotecarios se preguntaban cuál sería el próximo libro que se iba a borrar de la lista. Freeman-Miller y compañeros se sintieron unos héroes acosados. Se ofrecieron para responder a las llamadas de furiosos lectores que defendían a la novela y se inmolaron ante la acometida mediática. Un par de compañeras de Freeman-Miller, Riley Degamo y Verena Kuzmani, se comenzaron a interrogar sobre la validez de Matar a un ruiseñor. A Degamo la había impresionado el comentario final de un adolescente, en una tarea sobre la novela. Kuzmany, por su parte, proponía la lectura de autores afroamericanos: “No creo que autores blancos deban contar las narrativas de los afrodescendientes”, concluyó.

La contienda se resolvió en una reunión del “Comité de Materiales Didácticos”, con jurisdicción sobre ambas escuelas. Partidarios y detractores del libro discutieron por tres horas y media sobre la oportunidad de eliminar el texto de las lecturas obligatorias. Parece ser que el encuentro se convirtió en un emotivo psicodrama. Al final, el 63% votó por eliminar el libro; el 68%, a favor de mantenerlo entre las lecturas aconsejadas. Dos meses más tarde, el consejo escolar aprobó, por unanimidad, la resolución del comité. Matar a un ruiseñor quedó eliminado de los programas escolares. En el momento actual, ningún profesor de esas escuelas se atreve a meter el libro en sus listas, por temor a ser acusados de racistas. Los promotores de la expulsión ahora ponen, como lectura obligatoria, Doce hombres sin piedad, un thriller legal que Sidney Lumet convirtió en una eficaz película. La profesora Freeman-Miller está orgullosa del resultado de su campaña, aunque el resultado haya sido envenenar el ambiente de trabajo. “Tengo una responsabilidad con mis antepasados”, concluyó. “Tengo una responsabilidad con mis descendientes”.

La historia de Matar a un ruiseñor es solo un episodio en la larga guerra sobre los libros que se está combatiendo en las escuelas y universidades de Estados Unidos. La reportera Natanson estudió más de 1000 reclamos en contra de libros escolares. Sus conclusiones no sorprenden: la mayor parte de las quejas provienen de un minúsculo número de adultos, generalmente, activistas de organizaciones de derecha.  En realidad, solo 11 personas fueron responsables de presentar el 60% de las impugnaciones en el año escolar 2021-2022. La razón más importante fue el deseo de proteger a los niños de los contenidos sexuales. Por eso, no debe extrañar que la mayoría de las protestas tienen como centro a libros que tratan la situación de personas LGBTQ++ o de quienes pertenecen a minorías étnicas.

Esa historia, también, tiene antiguos y documentados antecedentes. Quizá el más ilustre, pero no el único, fue el “Índice” de libros prohibidos por la Inquisición. Con el paradójico resultado de que esos libros circularon clandestina y abundantemente, precisamente porque prohibidos. Todos los libros de Erasmo de Rotterdam fueron censurados por el Tribunal de la Santa Inquisición. Al mismo tiempo, no hubo intelectual español de la época que nos los leyera, al punto que hoy se estudia el erasmismo español. La Corona prohibió el envío de novelas a las colonias americanas y eso favoreció la circulación de las obras maestras de la narrativa española en el mal llamado “Nuevo Mundo”. No hay dictadura que no se haya lucido con la prohibición de libros y Alejo Carpentier tiene una lúcida y paródica anécdota, en El recurso del método, en donde el tirano prohíbe Rojo y negro, de Stendhal, por la palabra comunista que contiene; mientras autoriza El capital, de Marx, por considerar que no habrá obrero o campesino que pueda contra semejante ladrillo. Trágica la quema de libros y la persecución de intelectuales en los regímenes nazi-fascistas. Pero no menos trágica la guerra de libros en Norteamérica.

Grave error censurar un libro, en forma más o menos velada. Al mismo tiempo, un libro que despierta tales pasiones seguramente sobrevivirá a esas pasiones, porque se ha impuesto siempre a la atención. Otro grave error (lo digo con seguridad, aunque quisiera evitar el énfasis) es concentrarse solo en el contenido de una novela o de una obra literaria. Olvida, esta actitud, que la literatura es el arte del lenguaje, de la construcción de las tramas, de la imaginación. Amamos a una obra o a un autor no solo porque nos entretiene, sino por cómo nos entretiene. Una anécdota con gracia puede ser reducida a un chiste, y los hay tantos. Una anécdota con belleza es literatura. Al juzgar la literatura solo por el contenido, al olvidar la sustancia de la literatura, que es la búsqueda de lo estético, olvidamos también qué es la literatura. Reducimos a documento lo que no nació para ser documento. Cuando decimos esa banalidad de que solo los afrodescendientes pueden escribir sobre temas afrodescendientes, negamos la primera cualidad literaria: la imaginación. Cervantes no estaba loco cuando escribió el Quijote; Dante estaba muy vivo cuando descendió a los infiernos; Shakespeare nunca fue, por lo que se sabe, un furioso homicida. ¿O debemos argumentar contra La Divina Comedia que solo los muertos pueden escribir sobre los muertos? Quizá el más grave error sea poner listas de libros obligatorios en las escuelas. La experiencia me dice que, apenas un libro se vuelve materia obligada, una muralla de resistencia se eleva en el alma. Todo lector sabe que no hay experiencia semejante a la belleza percibida en un libro; esa maravillosa sensación que nos hace añorar que nunca se llegue a la página final. Esa belleza no puede ser obligatoria, debe ser descubierta por cada uno, en su intimidad. Y si no la descubre, que no lea. Que se pierda en los oscuros laberintos de su propia tiniebla.

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