Créditos: Juan José Guillén
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Por Rolando Orantes

El 4 de julio de 2023 falleció el historiador y revolucionario de origen argentino Adolfo Gilly, quien durante los años 60 tuvo una estrecha relación con Guatemala. En las tres primeras partes revisamos sus orígenes y su experiencia con la guerrilla guatemalteca en la década de los 60. Ésta última está conformada principalmente por fragmentos de su artículo Para Mario Payeras, sin amargura o sombra, de 1995.

En México, Adolfo Gilly fue amigo del filósofo, escritor y revolucionario guatemalteco Mario Payeras Solares. Luego de su muerte el 16 de enero de 1995 Gilly escribió el texto Para Mario Payeras, sin amargura o sombra, que originalmente apareció en el cuarto y último número de la revista Jaguar-Venado, fundada el año anterior por el propio Payeras, y en la que Gilly aparece como colaborador. En su segundo número de julio-agosto de 1994 publicó un fragmento de su presentación de la revista Viento del Sur, de la que era director. De Para Mario Payeras luego sería publicada una versión ligeramente más extensa en sus libros Pasiones cardinales, de 2001 –en el que publicó además ensayos sobre André Breton, Alejandra Pizarnik o Jorge Luis Borges– y en Historias clandestinas, de 2009. Su sensibilidad y lucidez hacen que, aunque reproducido en múltiples ocasiones, valga la pena recordarlo una vez más:

Como casi cada noche de aquellos días, estábamos con Mario Payeras sentados a la mesa de la cocina, tarda la hora de la merienda. Pasó por la casa un compañero, contó anécdotas del día y, al comentar alguna tontería de otro, dijo: “Ese merece que lo fusilen”, estuvo un rato más y se fue.

“Qué fácil dicen fusilar”, murmuró entonces Mario. Habló en voz baja, como casi siempre, y con una especie de tristeza lejana. Era el mes de agosto de 1994, cuando él y Yolanda Colom estuvieron viviendo unas cuatro semanas en nuestra casa en San Andrés Totoltepec. Ya había ocurrido la insurrección indígena del 1° de enero de ese año y estaban muy cerca las elecciones presidenciales del 21 de agosto.

Era suave que allí estuvieran en esos días tensos, agitados, cuando uno llegaba agotado al fin del día y encontraba amigos, calma, palabras para mitigar lo duro de la jornada.

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Solía preguntarme Mario, en alguna de esas conversaciones, acerca del Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR13), sobre Marco Antonio Yon Sosa y Luis Augusto Turcios Lima. Así fue como, tal vez en esa ocasión, le conté la historia de Chus.

Era en diciembre de 1964. Estábamos en el campamento que después se llamó de Las Orquídeas, donde se discutió la Declaración de la Sierra de las Minas. Allí habían convergido, para esa reunión, dos pequeños destacamentos de los frentes guerrilleros del MR13, comandados uno por Yon Sosa y el otro por Turcios. Con éste venía su inseparable compañero indígena Socorro Sical, que años después sería asesinado junto con Yon Sosa por el ejército mexicano en las tierras de Chiapas.

Turcios Lima junto a Ted Yates, de la cadena televisiva estadounidense NBC.

Una de esas noches, junto al fuego, pregunté a Turcios por qué llamaban a ese lugar campamento de Chus. El comandante se puso serio y empezó su relato. Jesús, o Chus, era un campesino combatiente de su frente. Era cumplido y seguro. Una mañana sus compañeros encontraron un mensaje suyo en el cual decía que ya no soportaba más tanto tiempo lejos de su familia, que iba a verla y se regresaba. En términos militares era una deserción y Chus lo sabía. Si caía en manos del ejército sería torturado, y si hablaba podría poner en peligro inminente a la guerrilla. En términos de Chus, era nomás la insoportable nostalgia campesina por los suyos: voy un ratito y vuelvo.

No había de otra. Salió una patrulla a buscarlo y lo alcanzó fácilmente, puesto que Chus no andaba huyendo: había dejado dicho a dónde y por dónde iba. Lo trajeron prisionero, le hicieron saber su responsabilidad y un tribunal lo condenó a la pena correspondiente a la deserción en la dura disciplina de esa guerra: el fusilamiento. El hombre escuchó, reconoció sin dificultad su deserción y dijo que ni modo, que así era. En la tradición de tantos fusilados, regaló su reloj a un compañero y su navaja a otro. Nada más tenía como bienes de este mundo. Se formó el pelotón, Chus lo enfrentó con calma y lo fusilaron.

Todos escuchábamos en silencio, a Turcios se le estrangulaba la voz y, la verdad, unas lágrimas le caían por las mejillas. “Ahora ya sabés por qué le pusimos a este lugar campamento de Chus”, me dijo. No era yo quién para otra pregunta y no dije nada más. Después nos fuimos a dormir. Creo que llovía sobre los nylons.

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Esa noche de agosto en San Andrés también hablamos con Mario Payeras de Yon Sosa. Marco Antonio Yon Sosa era, al igual que Turcios, un teniente del ejército guatemalteco que bajo la influencia de la Revolución cubana se había alzado en armas contra la dictadura de los terratenientes. A ese militar que había organizado una guerrilla campesina, no le gustaba fusilar. Nunca, a cuanto sé, lo hizo. A diferencia de tanto civil que termina por creerse militar porque ha leído algunos manuales, carga arma al cinto y otros obedecen sus órdenes, Yon Sosa no era dogmático y tenía un singular respeto por la vida humana. No confundía la disciplina de las armas con la intolerancia de las ideas. le era ajena por eso la sectaria y atroz inclinación de otros a utilizar el pretexto de la disciplina para, en realidad, castigar con la calumnia y la muerte las divergencias en el pensamiento.

En un sonado caso en que un guerrillero bajo sus órdenes mató a otro en una disputa sin razón de ninguno, y pese a que no había allí duda sobre el delito y su pena, Yon Sosa se resistió a aplicarla. Dejó al hombre su arma, lo mantuvo en sus filas y nomás le demandó que encabezara las acciones de mayor riesgo para recuperar la confianza de sus compañeros. Es que ese teniente rebelde con alma campesina sabía de seres humanos mucho más de cuanto puede aprenderse en los manuales y en los cursos. Para su fortuna y la de otros, no había pasado por esa escuela de dogmatismo partidario que tanto estrago hizo cada vez que sus discípulos tuvieron poder o armas en la mano.

Marco Antonio Yon Sosa, César Montes, Gilberto Ramírez y otros guerrilleros posan para la agencia cubana Prensa Latina en 1968.

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Tomaba notas mientras yo hablaba, porque andaba rescatando recuerdos y versiones de la guerrilla de Yon Sosa. Tenía cierta afinidad con ese hombre a quien no había conocido, pero cuya singular apertura de espíritu le había alcanzado de un modo u otro.

Mario no tenía la marca de la milicia en su modo de ser. Su disciplina era de otro tipo: la del esfuerzo y la voluntad subordinados a un fin libremente escogido, la de las penalidades a las cuales hay que sobreponerse y en el hacerlo se van haciendo el carácter, la paciencia y también, si el alma aprende, la tolerancia. Poco de eso es simple don del cielo. Casi todo se aprende, cuando se quiere, como se aprende a leer y a escribir, a escuchar música o a hacerla, a manejar las armas y a conocer a la gente. Y si menciono estas múltiples y dispares artes, es porque eran algunas de aquellas en las cuales Mario Payeras había ejercitado su voluntad.

No era la primera vez que Mario estaba en nuestra casa, la de Carolina y mía. Esos días, sin embargo, pude observarlo con más tiempo y como quien no está mirando. Tenía movimientos de sigilo, como entre gato, puma y sombra que se mueve por el amplio y altísimo espacio convexo de la sala, por la cocina, por el jardín de atrás donde reconocía por sus cantos los nombres de los pájaros. Eran para mí días de tensión. Regresaba yo tarde y algunas veces Mario y Yolanda ya se habían ido a dormir y otras estaba él solo con alguna lectura. Pero cada noche encontraba la mesa tendida: el plato, el vaso, los cubiertos, el pan esperando al tardío.

Para Mario y Yolanda era, supongo, una costumbre natural. Para mí era un gesto singular, algo que yo conocía desde hacía mucho cuando en los días más difíciles vivía con otros compañeros y el que llegaba tarde encontraba el silencioso afecto que lo estaba esperando en una mesa tendida para él sin que ya nadie estuviera en la cocina ni nada se dijera al día siguiente.

Me preguntaba entonces y nunca se los dije: “¿Por qué lo que esta gente hace se parece tanto a mis mismas costumbres de antes, si yo las aprendí entre los trabajadores industriales de Buenos Aires y ellos pertenecen a Guatemala, en el otro extremo del continente? ¿Cuál es la afinidad, cuál el origen?”. Sí, lo sé, cualquier viejo anarquista italiano o español habría sabido darme la sencilla respuesta, pero pese a lo obvio mi asombro no cedía. O tal vez no era asombro sino gusto de considerar lo obvio y de sentir que uno, años más días menos, no anduvo caminando en vano. Tampoco Mario, tampoco Yolanda, pese a una carta de mayo de 1994 donde ella empieza hablando de “estos años de soledad y derrota, de desempleo y similares visitantes de nuestra vida”, para terminar haciendo varios y diversos planes sobre la vida.

Yolanda Colom, Mario Payeras y Adolfo Gilly en 1994. Foto: Gazeta.

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Absorbido y entusiasmado por Jaguar-Venado, su revista guatemalteca y mexicana, lo veía yo sin embargo hacerse como más delgado, como más leve, como más frágil sombra que se desvanece sin irse todavía.

Su último proyecto de ir a Guatemala a presentar la revista lo había entusiasmado. “Piénsalo bien”, le dije. “Ellos no han cambiado, te están esperando”. Mario pensaba con cuidado cada pro y cada contra. Tenía la ilusión de regresar para el aniversario –medio siglo– de la Revolución de Octubre de 1944. Al final, fueron ellos los que decidieron impedirle la entrada con la hipócrita argucia de una exigencia de rendición vestida de amnistía. Mario, sin embargo, iba a buscar la paz, como ya lo había escrito con todas sus letras. Pero es que ellos no querían la paz sino la guerra, abierta o encubierta.

Empecé hablando de la guerra. Hay modos distintos de llevarla y razones diversas para hacerla. La violencia es siempre indeseable. Hay quien dice, empero, que todas las violencias son iguales, así sea la del que ejerce la violencia contra los indefensos, los desprotegidos y los desarmados o la del que se arma para resistir, recurso último, al reinado sin piedad de esa violencia.

En nuestras largas y duras guerras latinoamericanas, la línea divisoria entre una y otra violencia –línea al parecer inexistente para quienes creen que todas son iguales, cuando en realidad viven y escriben al amparo de una de las violencias, la que en tiempos de paz se declara legítima– es nítida y precisa: la tortura. En cada uno de nuestros países, quienes con violencia defienden el orden existente ejercen la tortura en cualquiera de sus atroces variedades; quienes contra ese orden se levantan, jamás de los jamases. Pues si lo llegan a hacer se convierten en aquello que dicen combatir.

En aquellas noches de julio y agosto hablé con Mario no sólo de los tenientes guatemaltecos Marco Antonio Yon Sosa y Luis Augusto Turcios Lima, entrenados en alguna base del ejército de Estados Unidos, sino también de aquel a quien ellos llamaban el Viejo –tenía entonces 48 años– o el Coro, el teniente coronel Augusto Vicente Loarca, jefe de Estado Mayor de Jacobo Árbenz, que se había ido con ellos a la guerrilla. Loarca cayó en 1965 combatiendo en la ciudad, cuando el ejército rodeó la casa donde estaban él y un grupo de campesinos del MR13. El Coro organizó la resistencia. Se atrincheró junto con Paco, uno de los campesinos, dio orden a los demás de que escaparan y ellos dos abrieron fuego para dar tiempo a la fuga. Una vez que los otros pudieron salir por los techos, a media calle salió el Coro, ya herido, a terminar de disparar su metralleta porque ya no le quedaba de otra. “Si algún día me llega a tocar, te aseguro que me llevo varios por delante”, me había dicho una mañana con tono de militar. Cumplió.

El número 2 de Jaguar Venado, la revista fundada por Mario Payeras.

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Mario amaba las selvas, los árboles, las marimbas, los trenes, la lluvia, los azacuanes, las gaviotas, los chocoyos, los faisanes tempraneros, los pájaros de sus cielos guatemaltecos. De ellos nos contó en El mundo como flor y como invento. Alma de migrante que amaba a Moby Dick pero nunca pudo desamarrar de Guatemala.

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No sé entonces si en las tumbas de Tuxtla Gutiérrez, o si en las calles de Praga o los canales de Ámsterdam, o si en las múltiples rutas de especies migratorias, o si en las huellas de los éxodos de los pueblos indígenas, debo dejar mi recuerdo para Mario Payeras.

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Adolfo Gilly falleció 52 días antes de cumplir 95 años. Se mantuvo activo hasta entonces. El 24 de marzo de 2023 publicó Estrella y espiral, en el que junto a textos sobre el surrealista francés André Breton o el revolucionario belga Victor Serge incluyó su ensayo sobre la insurrección k’iche’ liderada por Atanasio Tzul y Lucas Akiral en abril de 1820, que originalmente fue el prólogo a El levantamiento k’iche’ de Totonicapán, 1820: los lugares de las políticas subalternas, del historiador Aaron Pollack:

La dominación no es nunca una losa superpuesta sobre una materia inerte. Es siempre un entramado. Esa trama se teje en el tiempo y se extiende en el espacio. (…) La dominación colonial tiene sus reglas propias, aquéllas que a mitad del siglo XVI Ginés de Sepúlveda afirmaba y Bartolomé de Las Casas negaba en la temprana controversia de Valladolid: la superioridad intrínseca, originaria, del colonizador, su civilización y su cultura sobre las civilizaciones y las culturas de los colonizados.

En 2019 publicó Felipe Ángeles, el estratega, otra de sus obras fundamentales, y sobre la que el historiador mexicano Luis Fernando Granados escribió: “Tres veces a lo largo de Felipe Ángeles, el estratega Adolfo Gilly hace referencia a la formación de sus amigos Marco Antonio Yon Sosa, Luis Augusto Turcios Lima y Vicente Loarca para hablar de la mentalidad militar. Que los tres principales dirigentes del Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre figuren en un libro como éste es un ejemplo conmovedor de la personalidad de Adolfo Gilly y de lo mucho que la historiografía mexicana debe todavía a la primera guerrilla moderna de Guatemala”.

En 2014 regresó por una única vez a Guatemala, invitado para el Primer Congreso de Estudios Mesoamericanos. Nuevos desafíos, nuevos horizontes. El jueves 8 de mayo pronunció la conferencia final del evento, titulada El tiempo del despojo: poder y territorio, en el auditorio del Centro Cultural de España, en el antiguo Cine Lux. Para cerrar esa noche, Gilly dijo:

En la mañana del 1° de julio de 1969 Jorge Luis Borges, desde sus jardines metafísicos en el viejo Buenos Aires, postuló que “razonar con lucidez y obrar con justicia” es ayudar “a los designios del universo, que no nos serán revelados”.

En estos tiempos impíos y en ese mínimo planeta amenazado, razonar con lucidez y obrar con justicia conduce a la indignación, el fervor y la ira, allí es donde se nutren los espíritus de la revuelta. Pues el presente estado del mundo de los humanos es intolerable; y si algo la historia nos dice es que, a su debido tiempo, no será más tolerado.

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Bibliografía

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