Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano 

Vuelve la historia, tiende a repetirse porque los seres humanos, no obstante los siglos, reinciden en sus mayores virtudes, y también, en sus mayores defectos. Admiran las pirámides de Egipto, y al trazar una larga línea recta sobre el mapa, se recae en el esplendor clásico de Tikal o de Chichén Itzá, de los mayas; o en la perfección urbana de Tenochtitlán, de los aztecas. ¿Cómo no quedarse estupefacto ante el columnado de Bernini, en Plaza de San Pedro? Uno dice: la humanidad. En el lado oscuro: César queda estupefacto cuando ve, entre los conjurados, a su ahijado; Goebbels lleva la mano a la pistola cuando escucha la palabra “cultura”; campos de concentración y gulags no se justifican en pleno siglo XX. Hay un lado de la historia lleno de arte y poesía; hay otro, lleno de ignominia. Uno siempre piensa que le gustaría quedar del lado justo, junto a los héroes y a los santos. Nos advierte Primo Levi que no siempre es así. Que no todo es blanco y negro. Hay una “zona gris”: aquella en donde están los indiferentes, los aprovechados, los disimuladores, los quitados de ruidos, los burócratas, los que dicen “yo no fui, me lo ordenaron” y esa zona es amplia y vasta, alberga a los cobardes que saben formar parte de una máquina de muerte y se mienten a sí mismos, disimulan, cierran un ojo y también el otro, los que no intervienen cuando deberían, los que obedecen cuando habría que desobedecer. Aquellos que deberían exclamar, con el escribano Bartleby: “I prefer not to”.

El tiempo nos obliga a la reflexión, al recuerdo sin nostalgia. Tal reflexión comienza por ese país situado en el fin del mundo, que se inicia en el desierto andino y va a parar tocando los encarnizados mares del sur, terror de navegantes y espanto de bucaneros, en donde dos mares se encuentran, terminan los continentes y tocan las heladas aguas de la Antártida. Se habla de Chile, una delgada franja vertical que, casualmente, tiene la forma del vegetal del cual toma su nombre. Todo es singular en Chile: su manera dulce de hablar el español; su variada orografía, sus ricas minas de oro, plata y cobre; su gente recia y alegre; su potente literatura. Chile está del otro lado de los Andes, si uno lo ve desde Argentina. Y es como si esa columna vertebral que se alza hasta los cielos creara otro mundo, un universo aparte. De hecho, con Uruguay y Costa Rica, Chile fue, durante muchos años, un laboratorio de democracia, una excelencia en la convulsa historia de la América Latina. Después de la Independencia de España, no faltó el dictador pintoresco, algo así como un requisito para ser latinoamericano: don Diego Portales, que obligaba a la población a hacer gimnasia a las 5 de la mañana. Pero después de ese oprobio, la vida política transcurrió en pacífica democracia, con la eterna discusión entre liberales y conservadores. Con esto, se quiere decir que los chilenos no tenían la mala costumbre de sus muchos vecinos de la América Latina: la de despertarse un día sí y el otro también con un golpe de estado militar.

Chile estaba, sin embargo, en medio de una situación mundial muy polarizada. Hacia los años 70 del siglo XX, los Estados Unidos y la Unión Soviética habían llegado al punto más alto de su enfrentamiento imperial. Cada región del mundo era un cuadrado en un juego de ajedrez, en donde ambos imperios se disputaban minuciosamente cada peón, por las buenas o por las malas. En América Latina, desde 1959, una revolución, en Cuba, había llevado al poder a Fidel Castro, un exalumno de los jesuitas que se asoció, después de un par de años, con la Unión Soviética, debido, en parte, a la hostilidad de los Estados Unidos. Castro promovió y financió a diferentes movimientos armados insurreccionales en varios países del continente americano. Pero lo que había funcionado en Cuba: una revolución armada popular, no funcionó en otros países, por evidentes diferencias históricas y geográficas. La más cruenta demostración del fracaso de la estrategia cubana fue la muerte del Che Guevara en Bolivia, en 1967. La teoría del “foco revolucionario” que nace en un punto del país y se expande como un incendio inapagable, no prendió en países con una población agobiada por la miseria y la falta de educación. Y, en donde prendió, fue aplastada por una contrainsurgencia que se había fogueado en la guerra de Vietnam. Es la época, en toda América Latina, de los escuadrones de la muerte, de las torturas, de las desapariciones forzadas, de la eliminación impía de las oposiciones. Es el triunfo de las dictaduras militares, apoyadas sin ambages por los Estados Unidos. Ni siquiera la Iglesia Católica se salvó de esa persecución, confundida la Doctrina Social nacida del Concilio Vaticano II con lo que se solía llamar “el comunismo blanco”. Feligreses, sacerdotes y monjas fueron mártires durante esa época.

En tal contexto, como consecuencia del proceso democrático habitual en Chile, ganó las elecciones, en 1970, el candidato marxista Salvador Allende, un psiquiatra bastante bonachón cuya finalidad declarada era llegar al socialismo a través de la democracia. Los ojos del mundo estaban puestos en tal experimento, novedoso y atractivo. En modo particular, los partidos comunistas de Europa comprendieron que el experimento de Allende podía ser una vía pacífica para llegar al poder, desmintiendo la ortodoxia revolucionaria que predicaba insurrecciones violentas para abatir a la clase dominante. Como suele suceder en tales encrucijadas, el panorama chileno se volvió, a medida que pasaba el tiempo, cada vez más turbio. Allende gozaba de un apoyo popular masivo, y el entusiasmo y la alegría con que los chilenos acogieron sus reformas (la nacionalización de las empresas extractoras del cobre -en manos de multinacionales-; la reforma agraria; la reforma educativa) no les dejaron ver la magnitud de los enemigos que se habían creado. Los sectores juveniles se radicalizaron y exigieron mayor velocidad y extremismo en el paso al socialismo, lo cual creó grandes temores en la clase media.

Los analistas norteamericanos creyeron ver, en el gobierno de Salvador Allende, la creación de un peligroso enclave comunista en uno de los países más importantes de la región. Como una anticipación del llamado “Plan Cóndor” con que abatieron a las guerrillas de Uruguay y Argentina (con decenas de miles de opositores desaparecidos, encarcelados, torturados, asesinados) aplicaron esa solución al experimento chileno. Los camionistas protagonizaron un paro de las carreteras que fue como una campanada de alarma para Allende. Los principales periódicos chilenos se pusieron al servicio de la oposición al socialismo. Una masiva campaña de desinformación creó el clima de terror ante la posible hegemonía del comunismo en Chile. Siempre hay un Caín, un Bruto, un Ford. El Ministro de la Defensa de Allende, Augusto Pinochet, tenía fama de apolítico y leal. En cambio, dirigió el golpe de Estado, el 11 de septiembre de 1973, que acabó con la vida del Presidente y con su experimento socialista. Ante el estupor del mundo, Pinochet dirigió una carnicería política, asesinando a miles de compatriotas y mandando al exilio a otros tantos. La ignominia profunda de ese hecho histórico está escrita con vergüenza en la historia de América Latina, y, cada 11 de septiembre, se recuerda para amonestar a las generaciones: siempre habrá un noveno círculo del infierno para los traidores.

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