Por Dante Liano
Alguna vez, un amigo italiano, entusiasmado por la nostalgia de la Lombardía, se dejó llevar por la frase: “Milán l’è un gran Milán”. Quizá fue la ocasión en que salimos a cenar, cerca de Puerta Venecia, y él, para demostrar que era un emigrado con éxito, sacó, para pagar la cuenta, un imponente rollo de billetes, como si acabara de asaltar un banco. El camarero y yo abrimos tamaños ojos ante el exhibicionismo de nuestro amigo. Recuerdo que el viajero me acompañó a la boca del metro, y que me abrazó con entusiasmo, transportado por el buen vino y la buena comida. Regresé a casa y me dormí temprano. Años después, supe que el amigo había amanecido en la comisaría de la estación de trenes. Luego de dejarme en el metro, se había ido de farra por esa zona en donde abundan los clubes nocturnos y los desplumaderos de incautos. En nada misteriosas circunstancias lo habían despojado del fajo de billetes y ahora estaba, temblando del frío y de la resaca, denunciado al malhechor (o probable malhechora, o una mezcla de ambos) que lo había limpiado de preocupaciones. A pesar de su desventura, la siguiente vez que lo encontré me repitió: “Milàn l’è un gran Milàn”.
exceso de trabajo. Toda la gente, por las calles, da la sensación de estar corriendo hacia algún lado. Hasta los que pasean van de prisa, como si el placer fuera obligatorio. Como si la vida fuera una carrera en la que se debe preservar el primer lugar. Recuerda Borges que, en uno de los cantos del Infierno, Dante inquiere si todavía en Florencia existe la cortesía. Porque la cortesía es una de las cualidades humanas más importantes. No por su ejercicio en sí, sino porque es regla básica para la convivencia. Más amabilidad hay en el mundo, mejor vivimos todos. Por desgracia, la virtud de la cortesía no es una actitud muy apreciada en Milán. Pareciera un estorbo para la competitividad. Sería más fácil ver un hipopótamo en el metro que admirar a un joven por cederle el puesto a una mujer embarazada, a una persona lisiada, a los numerosos ancianos que se aferran temblorosos a lo que pueden. Concentrados en sus móviles, los muchachos disimulan así la falta de gentileza. Hay una anécdota, de Michele Serra, que ilustra bien esta actitud. Un niño va en el tren, acompañado de su padre. Por la ventana, se ve un crepúsculo espectacular. El niño exclama: “¡Papá, mira qué hermoso atardecer!”. El padre lo regaña: “¡Deja de molestar. Ocúpate de tus asuntos!”.