El Tícher, sus amores

COMPARTE

Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Cuando el Tícher bajó del autobús que lo traía de Santa Ana, el Comisario trató de no mostrar la decepción en su cara. Lo que estaba viendo se alejaba de lo que había imaginado. En lugar de un joven alto, rubio y deportivo, descendía un hombre sobre los 30 años, con el cabello desordenado, el rostro avejentado y los vestidos desguachipados. Si alguien le hubiera pedido una descripción del nuevo Tícher, el Comisario habría dicho: “ajado”. Y no por los vapores de ajo que emanaba, sino por el evidente descuido del traje negro derrengado y la camisa blanca de días. Vio, con asombro, que no usaba un cinturón, de cuero verdadero o fingido, sino un lazo de los simples, para amarrarse los calzones. “La intelectualidad del país está para balazos”, pensó. Y no obstante eso, sonrió y le tendió la mano. La mano del Tícher era aguada, y la falta de energía se reflejaba en el rostro pálido y una aureola de soledad que habría desarmado al más bragado. La maleta era de cuero viejo, algo desportillada e historiada, quién sabe qué abuelo la compró. Si uno lo pensaba, el Tícher era joven, pero algo lo hacía parecer mayor, quizá la melancolía que parecía pesarle más que el maletón de museo.

El Comisario lo llevó a la pensión Contreras, la única del pueblo, en donde esa familia llevaba siglos hospedando estudiantes, maestros y agentes viajeros, dentro de una casa de muebles de pino y camas vencidas y rumorosas, gruesos ponchos para el frío y colchones de paja que de vez en cuando puyaban a los durmientes. La comida era sana, hogareña, medida: caldo de pollo con arroz y verduras la mayor parte de la semana, carne de vez en cuando, salpicón algunas noches, tamales los sábados, pollo los domingos, frijoles negros en sus tres versiones: parados, colados y volteados, con platanitos fritos espolvoreados de azúcar, y en los desayunos huevos, también en tres versiones: tibios, estrellados o revueltos, con su debida salsa de chirmol y, para todos los tiempos, abundantes tortillas que producían unos vecinos venidos de Santa Cruz.

A los seis meses de estancia, el Tícher se había enamorado de la hija menor de los Contreras, con un amor semejante a los libros de poesía que coleccionaba en su cuarto espartano. Era un amor etéreo, inconsútil y evanescente, todos adjetivos sacados de la literatura romántica que el Tícher consultaba con fervor. Era, además, un amor inconfesable, porque la niña tenía 15 años y era de las que, en vez de estar chateando con el celular, todavía jugaba con muñecas y hacía costura por las tardes. El Tícher decidió esperar, y esperó los tres años que faltaban para la mayor edad, y, cuando pudo, habló seriamente con los dueños de la pensión y padres de la afortunada, quienes pusieron los ojos al cielo con expresión de “solo esto nos faltaba” cuando escucharon la petición de mano. Los padres de la niña pidieron un tiempo para dar una respuesta, y todos en el pueblo suspendimos cualquier actividad en espera de la decisión. Como era de imaginarse, dijeron que sí, y la joven, consultada al último momento, no dijo que sí ni no, dijo “bien”, lo que, en el cabalístico lenguaje de San Andrés, podría tomarse como una afirmación.

El casamiento fue, como todo en la vida del Tícher y en la vida de los Contreras, pobre, modesto, quitado de ruidos. Nada de aquellas fiestas apoteósicas que habían llegado con la televisión, los móviles y las películas gringas. La gente de San Andrés se había contagiado de Hollywood, y celebraban disfrazados de estrellas de cine, solo que el físico no los ayudaba: lo que iba bien a atléticos actores y a actrices anoréxicas, desentonaba con las abundancias de carnes y la escasez de estatura de los paisanos. Parecían perros con abrigo, pingüinos con sombrero, para no hablar de las señoras que asemejaban a jamones en paquete de regalo. Bueno, pues nada de eso en la boda del Tícher y Marina, que nunca había visto el mar por haber nacido en la montaña profunda. Misa breve y cura enfurruñado, sermón de regaño y para afuera, a celebrar en casa con cerveza, octavos de aguardiente nacional y vino dulce, para los refinados. Comida típica y café de olla.

Al mes de haberse casado, la desdeñosa suerte le cayó al Tícher. En un momento caritativo, la Fundación Fulbright le concedió una beca para mejorar su inglés en alguna universidad de Nueva York. Ese financiamiento estaba bien, porque el Tícher no había tenido dinero para alquilar casa, y los recién casados siguieron viviendo en la pensión, con las naturales restricciones de luz y sonido que impone la convivencia familiar. Además, hay que decir que el Tícher pertenecía a aquel tipo de profesor que sabe poco de su materia, condición más común de lo que se pueda pensar. No es que su inglés fuera como el de Vito Manué, que sólo sabía decir  “etrái guan y guan tu tri”, pero tampoco era más alto. Se justificaba diciendo que los niños apenas si sabían el castellano, mucho menos cualquier otra lengua extranjera.

Se fueron a los Estados como quien se va a Marte. Lágrimas compungidas de la madre, recomendaciones del padre, que nunca había salido de San Andrés. Al llegar a Nueva York, lo que se les abría como un futuro de triunfos y euforia, el maravilloso mundo de felicidad que habían imaginado que sería la ciudad en el centro del mundo, se les reveló cruda y dura: el alquiler del apartamento de Harlem les costaba dos tercios de la beca. Ellos, que habían imaginado un universo donde se bailaba bajo la lluvia y se cantaba en el Carnegie Hall, a galillo tendido, ¡New York! ¡New York!, se hallaron con la basura y las ratas y los delincuentes en un universo que le quedaba grande a todos sus habitantes. En todo caso, se acostumbraron a las estrecheces de su nueva vida, a la comida barata, que, por basura, los engordaba, y allí conocieron la gordura de la pobreza.

El primer 4 de julio que pasaron allí, no tuvieron para pavo relleno ni para el pastel de manzana. En cambio, Marina amaneció con una tos persistente que se fue agravando con fiebres durante el día. Por la noche, vomitó sangre. A pesar del seguro médico, el Tícher entró en pánico y decidió regresar. Puesto que no tenía dinero para los boletos, hizo un préstamo a un nicaragüense, compañero suyo en la Universidad, y el otro, que era diplomático, lo ayudó a fondo perdido, porque también era poeta. De ese modo, regresaron al pueblo, derrotado el Tícher y Marina enferma.

Quién sabe por qué complicaciones genéticas, la neumonía adquirida en Nueva York se convirtió en una forma grave de pulmonía. Marina tuvo que ingresar al hospital de Santa Ana, donde murió a la primavera siguiente. El Tícher demostró cuánto amaba a esa muchacha silenciosa; parecía que una pared de mármol le hubiera caído encima. Estuvo como volando, como si no existiera él también, durante el velorio, el funeral y el entierro. Se disminuyó, se enjutó, se esmirrió. Pidió su traslado al pueblo más lejano posible, y las autoridades, que recibían solo pedidos de traslado a la capital, lo mandaron a San Mateo, un pueblo sumergido en las nieblas de frío y escasez de Huehuetenango. Allí vivió como un eremita, mientras escribía las más bellas poesías que se recordaban en el país. Así, mientras crecía su aislamiento y su duelo inconsolable, aumentaba su fama de gran poeta. Hasta en Estados Unidos escribían tesis sobre el Tícher. Tuvieron que pasar 20 años para que el Tícher encontrara otra vez el amor, y fue tan cruel y doloroso como la primera, pero esto ya es otra historia. Alguna vez, si el humor es adecuado y el tiempo lo admite, será relatada la aventura de cinismo, de ingenuidad, de engaño y credulidad del segundo gran amor del Tícher.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

COMPARTE