Por Dante Liano
El Tícher, para escapar del duelo por la muerte de su esposa, pidió el traslado a San Mateo, un municipio que había visto en un viejo y ajado mapa escolar y que solo se distinguía por estar traspapelado en las altas y neblinosas montañas del norte. Cuando llegó a la cabecera departamental y preguntó por el autobús que llevaba a San Mateo, el chofer de los transportes “La Unión” le mostró los pocos dientes que le quedaban. “Allí no llega nada, ni una moto”, le dijo. “Hay que subir la montaña a lomo de mula. Vaya a hablar con don Heriberto” y, con un gesto de los labios, señaló a un hombre ensombrerado que parecía estar fundido con la piedra donde estaba sentado. El Tícher caminó, lento, hacia el hombre, que parecía dormir sin descanso. Cuando el hombre percibió una presencia, abrió los ojos, asustado. “¿Qué hubo?”, le preguntó. “Necesito ir a San Mateo. Soy el nuevo maestro de la escuela”. El hombre lo miró con dos ojos castigados por la ancianidad. Uno de ellos parecía nublado. “Lo llevo en mula”, le dijo. “A usted y sus tiliches, si no son muchos”. La maleta del Tícher era la misma de siempre: descascarada, vetusta, arrugada.
Almorzaron en un comedor pobre de la plaza, y el Tícher sintió el aguijón de la nostalgia cuando se bebía el caldo de pollo con arroz, el mismo que servían en la pensión Contreras y que le traía el recuerdo de Marina, Dios la tenga en su gloria. Se le encogió el estómago y el movimiento le causó una especie de sollozo. El arriero lo miró, preocupado, no fuera a estar enfermo. Después de comer se fueron para la sierra, por senderos encumbrados que solo el arriero conocía. Hasta la mula se tropezaba de vez en cuando, por lo pedregoso del terreno. Mientras subían, el pueblo se iba quedando abajo, en cada vuelta del camino más abajo, como si fueran volando y lo vieran desde una alfombra mágica. El aire se volvía picante, lleno del olor a pino que emanaban los árboles, y también se volvía ligero, al tiempo que acezaban por la falta de oxígeno. El arriero era silencioso, torvo, brusco. El Tícher se arropaba en su dolor.
Dos horas después descendían en la plaza de San Mateo. Una blanquecina iglesia sucia presidía el parque, o lo que debería ser un parque, hecho de tierra apelmazada, algunas plantas, un columpio aherrumbrado y lo que quiso ser un quiosco. Al otro lado de la iglesia, una construcción de adobe con techo de láminas albergaba al Municipio, que era Municipio y también juzgado, estación de policía y cárcel, en cuanto el Alcalde, a falta de otras autoridades, ejercía también de representante del orden, de juez y diputado. “Hablás con el Alcalde”, le dijo el arriero. “Yo hasta aquí llegué”. El Tícher le pagó los treinta pesos que habían acordado y vio alejarse al hombre con su animal, dos solitarias figuras que desaparecieron entre el bosque que rodeaban al pueblo.
El alcalde no podía creer que hubiera gente tan desconcertada que aceptara ir a perderse a San Mateo para desasnar a los niños del lugar. “Ay, maestro”, le dijo. “Va a tener que ir a recoger a los niños al campo, y pelearse con los papás para que les den permiso de ir a la escuela. Para mientras, le enseño la escuela, que va a ser también su casa”. Caminaron pocos pasos y el alcalde le quitó el candado a una puerta que parecía que se iba a caer de un momento a otro. Se abrió un panorama desolador: vidrios rotos por donde se colaba el viento de la montaña, el piso cubierto por una capa de polvo, y los pupitres de madera sin barnizar, también empolvados. Había pizarra pero no yeso. La cátedra era una mesa simple, que apenas se distinguía de los escritorios de los niños. “Hay mucho que hacer”, le dijo el Alcalde. “Ya que vino, le voy a poner una muchacha para que lo ayude a limpiar, para que le cocine y le ordene la casa”. La casa era un cuarto al lado de la única aula, una cama sepultada por los gruesos ponchos de lana, que declaraban cuánto frío podía haber por la noche. Lo supo el Tícher, horas más tarde, cuando percibió las sábanas congeladas que tuvo que calentar con su cuerpo.
Al día siguiente, mientras el Tícher iba a recorrer los campos y a discutir con los padres para que dieran permiso a sus hijos, llegó la muchacha a limpiar y a cocinar. La chica era silenciosa, no tanto por carácter, sino porque le daba miedo el prestigio letrado del maestro. Llegaba por las mañanas, barría y arreglaba, se ponía a cocinar y se iba después del almuerzo. El Tícher, mientras tanto, se desesperaba tratando de inventar métodos para enseñar a leer y escribir sin lápices ni cuaderno. Un libro había llevado consigo, y ese libro servía para todos. Al final del año tendría su recompensa, porque, contra toda profecía, los niños algo leían y sabían sumar y restar. En realidad, era muy hábiles para las cuentas, y hacían honor a la fama de los mayas, que sabían hacer cálculo infinitesimal solo viendo el movimiento de los astros.
En los diez años que vivió en San Mateo, el Tícher ocupó su dilatado tiempo libre en escribir poesías. Cada cuanto, el Alcalde bajaba a la Cabecera, y ponía en el correo los sobres líricos que el poeta mandaba a la capital, donde César Brañas se los publicaba en “El Imparcial”. Sin saberlo, el Tícher se fue convirtiendo en una celebridad, aumentada por la leyenda de su vida de eremita y ausencia. Esa vida se interrumpió cuando el Tícher se pescó una pulmonía galopante que lo llevó al Hospital. Por su fama, una vez curado, el Ministro ordenó que lo trasladaran a la Antigua, porque no tenía suficientes recomendaciones como para que lo destinaran a la Capital. Siguió viviendo con modestia, y a su casa iban a verlo, reverentes, jóvenes aspirantes a escritores, o poetas ya consagrados que se convirtieron en sus amigos.
Una de esas visitas fue fatal. Llegó a verlo una aspirante a poeta, mujer bella y joven, cuyos esfuerzos por lograr un sitio en el parroquial Olimpo del país se habían frustrado, no obstante varios libros de poesía atrevida, irreverente, desmitificante y antiburguesa. La joven envolvió al Tícher, que ya pasaba de los 55, con sus ropas refinadas, sus perfumes dulzones y sus pertinentes caídas de ojos, suspiros y peligrosas cercanías. Arrobado, después de un tiempo, dedicado a elaborar fantasías y a ensayar declaraciones de amor, el Tícher cayó a los pies de la mujer y ella lo advirtió: “Amor sí, pero casto y puro, porque soy casada y con tres hijos”. Esperanzado en derribar aquella muralla invencible, el Tícher aceptó las condiciones y se puso a escribir furiosas poesías de eros apasionado, que se volvieron, años después, un clásico de la poesía en lengua española. Para mientras, presentó a la joven poeta como una gran promesa de la literatura nacional, y, con eso, la muchacha logró publicaciones, prestigio y una oleada de maledicencias contra ella y también, contra la bobería del Tícher y su erótica senilidad. Algunas cosas se perdonan, otras no.
Todo terminó con la dictadura de Vargas Llerena, el generalísimo que se mantuvo en el poder por treinta años. Vargas comenzó a perseguir a los intelectuales, no tanto porque los aborreciera, ya que él mismo se deleitaba en prosa y verso, sino porque habían firmado un comunicado en su contra. El Tícher había firmado; la prudente poeta, no. El Tícher fue inscrito en la lista negra de los enemigos del régimen. La joven poeta fue asumida como Vice Ministro de Cultura, vistos sus méritos literarios. No le dijo nada al viejo Tícher. Simplemente, ya no se dejó ver. No valieron de nada los mensajes que le mandaba por todos los medios, hasta rayar en el patetismo. El Tícher tuvo que beberse muchas botellas de aguardiente, con sal y limón, para darse cuenta de que lo habían usado. Lo comprobó cuando su amor apasionado fue nombrada Embajadora en París, y allí se fue, sepultando amores y promesas. En verdad, faltaban pocos años para la muerte del Tícher. Nadie sabe si, en su soledad persistente, hacía las cuentas de sus amores y de sus pérdidas, y de la crueldad que había masticado, contra la cual de nada habría servido la fama póstuma que rodeó a su nombre.
Publicado originalmente en Dante Liano blog