Literatura y libertad

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Créditos: PC
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

La original afición por las caricaturas dibujadas, que en España llaman “tebeos”, por el nombre de la primera revista dedicada a ellas; en México, “monitos”, quizá por simpatía; y en Guatemala “chistes”, tal vez porque hacían reír; esa afición doblega a nuestra fantasía cuando imaginamos a un recurrente lector: lo vemos con la cabeza coronada por un libro, en lugar de una frondosa melena, las páginas en el lugar de los cabellos y el lomo que figura la raya que parte en dos el peinado.

Quisiera sugerir otra, quizá tan poco novedosa como la primera, en la que se ve a un libro como un ave; quiero decir, el lomo como el cuerpo y las páginas como alas, moviéndose de arriba abajo como hacen las gaviotas, graves y a veces inmóviles, o los halcones puntuales y simétricos, o las águilas de amplias volutas en el cielo. Un libro como un ave que se agita por sobre nuestras cabezas; muchos libros, los libros que ahora reposan en los estantes y que de pronto se despiertan y comienzan a volar por debajo del techo y nos obligan a levantar la asombrada vista. He pensado en esa imagen de forma espontánea, cuando he imaginado el libro como símbolo de la libertad. Quizá los pájaros no sean tan libres en el cielo, cuando vuelan en escuadrones migratorios siguiendo radares internos y órdenes milenarias contenidas en sus genes. Pero la idea que dan, al pobre ser humano pegado a la tierra y atraído a su centro por la gravedad, es una idea de ligereza, de soltura, de independencia, en síntesis, de libertad. Por eso la idea de libros revoloteando pareciera sugerente, porque es cierto que los libros nos regalan la libertad.

Debemos a Lewis Carroll la escritura de una idea que habrán tenido muchos. Alicia, delante del espejo, no se conforma con su imagen y no cree en la superficie chata y dura que la refleja. Quiere saber que hay detrás de su figura reflejada, en ese mundo al revés. Por eso atraviesa el espejo y se encuentra en un disparatado mundo nuevo. Alicia a través del espejo puede ser alegoría de muchas situaciones. Quisiera proponer una, modesta y asequible: Alicia representa el poder extraordinario del libro, un espejo que atravesamos para alcanzar mundos nuevos, vivir vidas nuevas, tener experiencias nuevas. Atravesar los secretos y los misterios de un libro nos regala la libertad de estar más vivos, más conscientes, más perspicaces. Hay autores que nos vuelven, incluso, más inteligentes.

Los libros son ventanas y puertas abiertas al conocimiento: antes no sabíamos, ahora sabemos. Después de una sesión de lectura, un laberinto hemos cruzado, y, si nos hemos perdido, mejor aún: las palabras nos conducen de la mano por otros mundos que son réplicas de este mundo. Lo que antes era oscuro, ahora está iluminado; lo opaco se vuelve transparente; la pregunta deviene respuesta. Aprender lo nuevo, todos lo sabemos, procura placer; y, más arduo el aprendizaje, mayor el gusto de entrar a saco dentro de lo arcano. Abrir un libro es abrir el universo: allí reside todo y si el libro es de literatura, hallamos la belleza de las palabras, algo que no está en la comunicación de todos los días. Todos reconocemos la poesía apenas la escuchamos: nuestra intuición la reconoce, como decir nuestra aspiración a mundos mejores, quizá armónicos, como sostenía Fray Luis de León: “El aire se serena / y viste de hermosura y luz no usada, / Salinas, cuando suena/ la música estremada,/por vuestra sabia mano gobernada”.

Debo a Angus Fletcher, una documentada afirmación que sabe a fantasía: la primera poeta fue una mujer. Hacia el 2300 antes de Cristo, la princesa de Ur, Endehuanna, pensó que estaría bien utilizar la escritura cuneiforme, hasta ese momento útil solo con los números, para fijar en tablillas de barro la tradición oral. Nacía, con ello, y bajo forma de poesía, la literatura. La finalidad de esa creación era fijar, al menos por un tiempo, la inasible palabra; conferirle autoridad a lo evanescente. La poesía capturaba a las fuerzas celestes; su fijación era un proceso si no mágico, seguramente sagrado. De allí que la escritura nace como sagradas escrituras: porque fija para siempre una narrativa divina, la historia de los seres humanos, de su creación por los dioses. Todas las grandes civilizaciones tienen una escritura. Vivimos en un territorio que cuenta con una de las mayores: el Popol Vuh. De esa inmensa pirámide de palabras descendemos. ¿Cómo no celebrar el libro, sobre una topografía también sagrada, como la que está bajo nuestros pies? El gran poder de la literatura es explicar el mundo, como lo hace nuestro libro sagrado. Y el otro gran poder, no menos importante, es el de ayudarnos a liberar nuestras emociones: al amor, el asombro, la fe. La literatura, dice Fletcher, es el mayor instrumento con que contamos para resolver los atribulados problemas de la existencia.

Cuando se despliegan ante nuestros ojos centenares de libros, miles de libros, también nuestro cerebro se abre a la maravilla: estamos delante de una inmensa caja de herramientas con todas las invenciones literarias que podemos usar por gozo, por gusto, por necesidad, por urgencia. ¿Qué mayor libertad podemos pedir, si no estantes de libros que nos revelan y resuelven secretos, y nos hacen cada vez más humanos?

Quizá por ese poder inexorable de la literatura, y, por ende, de los libros, los tiranos, o los aspirantes a tales, suelen perseguir a quienes usan la palabra escrita para expresar su deseo de libertad. Prohíben la circulación de las ideas y llegan a la exasperación de hacer quemas de libros. Con infaltable ironía, la historia no solo los ha condenado, sino que se ha reído de ellos. La Inquisición, en el siglo XVI, prohibió la lectura de Erasmo de Rotterdam en el Imperio Español. Como consecuencia, los más grandes intelectuales españoles profesaron el erasmismo. Ese mismo Imperio prohibió la circulación de libros de narrativa en las colonias americanas. Como consecuencia, América se llenó de novelas y libros de poesía, y, más aún, produjo su propia literatura.

Miguel Ángel Asturias fue un autor proscrito en Guatemala, en los oscuros años de las dictaduras. Como consecuencia, toda mi generación leyó con fervor a Asturias. Quien persigue a los libros, o los prohíbe, persigue y prohíbe la esencial aspiración humana a la libertad y, prohibiéndolos, multiplica el deseo de leerlos. Perseguir las ideas es como tratar de que las nubes no formen sugestivos diseños en el cielo o imponer a las olas del mar que no arriben, obsesivas e incesantes, eternas, a las playas de negra arena. Que el poder castigue a quien trata de expresarse con libertad parece una pesadilla repetida: los poderosos no aprenden que, por encima de su poder, quedarán para siempre las palabras de Don Quijote y nadie podrá nada contra ellas:

—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!

Estas son las palabras de Don Quijote. Nadie podrá nada contra ellas.

*Columna publicada con el permiso del autor

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