Un gobierno de Semilla en Guatemala también puede servir de dique al autoritarismo en Centroamérica

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

Lo más atractivo del discurso desplegado por Bernardo Arévalo De León y Semilla, durante la campaña y en las primeras horas posteriores al inesperado triunfo en las presidenciales del domingo 25 de junio, es su vocación democrática. No es poco decir en la Centroamérica de nuestros días, marcada por el narcisismo autoritario de Nayib Bukele en El Salvador, el coqueteo más evidente del clan Castro-Zelaya con el continuismo en Honduras y los excesos autocráticos de Alejandro Giammattei y su pandilla en la misma Guatemala.

En el norte centroamericano el deterioro democrático es ya un lugar común. La democracia está bajo amenaza permanente de convertirse en el mero trámite de elegir gobernantes en elecciones arbitradas por las mismas élites políticas que se han apropiado de todas las instituciones; democracias en las que las únicas opciones terminan siendo candidatos que violan la ley, que irrespetan las normas constitucionales o que, simplemente, hacen trampa; democracias sin separación de poderes, sin instituciones contraloras y en las cuales la prensa y el disenso son aniquiladas con cárcel o exilio. Pasa en El Salvador, en Guatemala y empieza a ocurrir en Honduras.

En esta Centroamérica, la democracia de fachada se ha normalizado. Por eso la posibilidad de que Semilla gobierne en Guatemala puede ser, también, un cortafuego al neoautoritarismo regional. Eso siempre que Arévalo De León gane en segunda vuelta y que él, su partido y sus funcionarios se comporten a la altura, como demócratas.

Las credenciales son buenas y, es importante decirlo desde el principio, auténticas. Arévalo y Semilla sí son outsiders y antisistema; además, su ejercicio político ha sido, hasta ahora, colectivo, lo cual es también un buen punto de partida: el afán de poder de un individuo en El Salvador y el de una familia en Honduras son, por sí mismos, amenazas a postulados democráticos tan básicos como la alternancia o el contrapeso de poderes en el Estado y han alimentado la cultura de clientelismo político que se ha comido a las democracias en ambos países.

Semilla es antisistema. Empecemos por ahí: entre las dos docenas de partidos políticos que presentaron postulantes en las presidenciales guatemaltecas, Semilla y el indígena Movimiento para la Liberación de los Pueblos (MLP) son los dos únicos que nacieron en contraposición a los grupos tradicionales de poder que han poblado las instituciones públicas y han llevado adelante las operaciones -legales e ilegales- para poner al Estado al servicio de empresarios corruptos, narcotraficantes y mafias políticas. Zury Ríos, Sandra Torres -contra quien Semilla competirá por la presidencia en la segunda vuelta-, el oficialista Manuel Conde, incluso Edmond Mulet tienen, todos, líneas comunicantes con esas mafias o son esas mafias.

Y Semilla es, también, un movimiento outsider, cuyo corazón fundador está en movimientos juveniles y en los entornos académicos y de sociedad civil que poblaron las protestas de 2015 en las plazas y calles de Guatemala. En aquellas manifestaciones, que presionaban por la salida del gobierno corrupto de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, participó casi toda Guatemala. La juventud, buena parte de la clase media trabajadora y de sociedad civil se lanzaron a la calle para derrocar a aquel gobierno de forma pacífica. También protestaron los empresarios y grupos políticos a los que Pérez Molina y los suyos habían desplazado del poder y de los negocios con dinero estatal, pero estos últimos, terminadas las protestas y con OPM fuera del gobierno, volvieron a sus cuevas a prepararse para retomar el dominio que veían debilitado.

De los que llegaron a las plazas desde afuera del mapa de poder tradicional y corrupto en Guatemala hubo quienes se diluyeron y otros que se organizaron. Semilla se convirtió, a la postre, en partido político. La inercia del “no hay nada más que hacer” se fortaleció tanto desde el ciclo electoral de 2019 que, en principio, parecía que Semilla iba a ser un grupo minoritario por los siglos de los siglos. Pero no.

Con una campaña que supo explotar, sin demasiados recursos, una narrativa sobria en redes sociales y un acercamiento personal entre los grupos y locaciones urbanas donde se sabían fuertes, los de Semilla dispararon con láser y llegaron al 25 de junio amparados a un inmenso acto de fe: que suficientes guatemaltecos y guatemaltecas iban a ver en ellos algo diferente a la clase política y empresarial podrida que ha robado, mentido y criminalizado desde un Estado que solo funciona para quienes forman parte de esas castas pero aparece en forma de gobierno destartalado e incapaz para el resto del país.

Es cierto que hubo otros asuntos coyunturales que solo admiten una lectura electoral, casi táctica, como la estupidez de las élites políticas de bloquear candidaturas, el afán de, a la fuerza, imponer a Zury Ríos como favorita, o la miopía de pensar que estupideces crónicas como el trasnochado discurso del fantasma comunista seguía siendo tan eficiente como hace diez años. Pero también es cierto que, vista la modesta campaña de Semilla, los guatemaltecos y guatemaltecas también protagonizaron un acto de fe al votar por un grupo pequeño cuyo principal mérito es no ser como los otros, como los matones de siempre.

Hay otra lección aquí, acaso la más importante: la democracia sirve, es imperfecta, a veces ingrata, pero funciona, incluso en un lugar tan mancillado como la Guatemala de Jimmy Morales, Consuelo Porras, Alejandro Giammattei, Ricardo Méndez Ruiz y sus financistas de acero y cemento.

Por eso, porque ni las campañas millonarias del miedo ni los netcenters ni el terror instalado desde el Estado fueron suficientes para matar el acto de fe en la democracia, lo de Semilla en Guatemala es importante. En la Centroamérica de los autócratas y sus aprendices, un movimiento nacido de la protesta ciudadana pacífica contra la omnipresencia de los poderosos es una historia de esperanza. Una historia que está a punto de convertirse en gobierno.

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