Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

El 22 de febrero de 2020 terminó el Festival Literario Correntes d’Escritas, en Povoa de Varzim, una ciudad de mar al norte de Portugal, muy cerca de Braga, casi en la frontera con España. Luis Sepúlveda se despidió de sus numerosos amigos, con quienes había compartido su renombrada capacidad de narrar historias verdaderas o inventadas. Abrazó a Daniel Mordzinski, el más conocido fotógrafo de escritores de lengua española y ambos se prometieron verse lo más pronto posible. Habían compartido aventuras disparatadas y errantes en muchas partes del mundo, en especial, en el sur de América, de donde ambos provenían. No podían saber que ese abrazo era el último. Dos meses después, el 16 de abril de 2020, Luis Sepúlveda iba a fallecer en el Hospital de Oviedo, después de haber luchado vigorosamente contra el Covid, un virus que comenzaba a estragar a la población del mundo. La muerte de Sepúlveda golpeó en lo íntimo a Mordzinski, quien era de casa en la habitación de Luis y Carmen Yáñez, su esposa. Cuando llegó a compartir el duelo con la familia, se encontró con un inesperado tesoro: Sepúlveda había dejado una buena cantidad de manuscritos sin publicar. Del deseo de ofrecer un homenaje a la memoria del escritor, nace la publicación de algunos de esos manuscritos, bajo el nombre de Hotel Chile (Tusquets, 2022) del que bien se puede decir que Daniel Mordzinski es coautor. Las numerosas fotografías que pueblan el volumen enriquecen y complementan la conocida prosa de Luis Sepúlveda.

Se puede conjeturar que ese libro nace de una anécdota dolorosa y definitiva, como solo pueden serlo las experiencias infantiles. Cuenta Sepúlveda (y lo relató, con sencillez y eficacia, el mismo Mordzinski), que la vocación de fotógrafo se le despertó a Daniel bajo la carpa de un circo. Una tarde sin tiempo de la infancia, su padre lo llevó a ver ese espectáculo. A un cierto punto, un payaso regaló una serie de números a los chicos presentes, para rifar un objeto que tenía algo de magia y algo de misterio: una barata cámara Kodak Instamatic, que por la época andaban de moda. Daniel estrujó el papelito con el número 7, cábala de buena suerte y esotérico enigma. Se lo dio a su papá, para que estuviera seguro, y al dárselo, el padre no aferró bien el papelito, que salió volando y cayó en el suelo de tierra. Padre e hijo se inclinaron a buscarlo, pero el trozo de papel no aparecía por ninguna parte. Mientras, la función continuaba. El payaso extrajo, de un cómico sombrero, el número ganador. “¡El 7”!, anunció con clamor y énfasis. Daniel saltó de su asiento: “¡Es el mío!”, dijo a su padre. “Sí, pibe”, le contestó el hombre. “Será el tuyo, pero se cayó al suelo y no lo tenemos”. Con la ingenuidad de sus pocos años, Daniel subió a la escena y se presentó ante el payaso. “Es mi número”, dijo. “¿Dónde está?”, le preguntó el hombre de nariz de tomate y cara embarrada de blanco. “Se me cayó al suelo”, confesó Daniel. Con toda la crueldad, con toda la maldad, con todo el encono que solo un payaso puede guardar en sus entrañas, el hombre le dijo: “Andá a sentarte”. Y volvió a rifar la cámara, que se ganó otro chico. ¿Hay que ejecutar la paradoja de agradecer a esa vileza el extraordinario arte de la fotografía que Mordzinski desarrolló en su vida?

Hotel Chile goza de un doble estatuto artístico: la prosa inconfundible de Luis Sepúlveda y las fotografías de Mordzinski que la acompañan. No se trata del sólito libro ilustrado que se hojea distraídamente. Hay una correspondencia secreta entre los textos del escritor y las imágenes del artista, indispensables los unos para las otras. La foto de la portada muestra a un Sepúlveda sonriente y lleno de vida, como lo fue siempre, como permanece en la memoria de sus amigos y admiradores. Esa vitalidad exuberante que lo acompañaba como una aureola de fuerza mítica y primordial. Uno podría esperar que se subiera a un velero y lo guiara a través del océano. O que pilotara un pequeño Cessna a través de la selva. O, como lo hacía con frecuencia, cocinara un asado en el patio de cualquier casa, con la maestría y el gusto de los hombres del sur del mundo. Era una de esas personas que pasan como un huracán, como un torbellino, y que luego te sorprenden agobiadas de melancolías secretas al pie de una escalera.

El escritor llevaba el nombre de su padre, quien era un cocinero en Santiago de Chile, cuenta Mordzinki. En 1949, don Luis Sepúlveda recibió una halagadora oferta de trabajo: ser chef en el hotel Francisco de Aguirre, en la Serena, una ciudad balnearia a 472 kilómetros al norte de la capital. Hoy son 5 horas de automóvil. Podemos suponer que, en ese entonces, el viaje era una odisea. Don Luis se lo comentó a Irma, su esposa, que estaba al séptimo mes de embarazo del primer hijo. Ambos cargaron sus bártulos en un viejo vehículo familiar y emprendieron el camino hacia un norte que era un destino y un azar. Cuando faltaba poco para llegar, en la ciudad de Ovalle, doña Irma sintió las urgentes contracciones del parto. Apenas tuvieron tiempo de aparcar en un hotel y llamar a una comadrona. Así, en octubre del ‘49 nació Luis Humberto Sepúlveda Cafuncura. Por ironía, albur o paradoja, el hotel en que nació se llamaba “Hotel Chile”.

El libro desgrana memorias, anécdotas, incidentes. Hay un gracioso intercambio de cartas con Mempo Giardinelli, un comentario de Juan Gelman a una fotografía que ve al poeta y a Sepúlveda tirando la cola de un león, el recuerdo de la filmación de Nowhere, añoranzas de un asado en familia, la memoria del último sheriff que quiso capturar a Butch Cassidy y Sundance Kid, el desdén de una joven adolescente, la aspiración de ser un jugador de fútbol. No todo es anecdótico. Algunas reflexiones de Sepúlveda quedan diseminadas en el texto, aquí y allá, y vale la pena recordarlas:

Primero soy ciudadano y hombre libre, después soy escritor. Creo que se es hombre antes que artista o escritor, creo que se es responsable antes que célebre, creo que se es justo antes que famoso, pue en caso contrario, el arte, la celebridad y la fama no son más que excusas para no cumplir con los deberes de hombre y de ciudadano.

Y, más adelante:

La vida es una suma de dudas y certezas. Tengo una gran duda y una gran certeza. La duda es si la literatura habrá ganado algo con mi militancia en la palabra escrita. Y la certeza es la de saber que, por culpa de la literatura, el fútbol chileno perdió a un gran delantero.

Uno puede suponer que a sus numerosos lectores, el destino de la selección chilena importa siempre menos que los fascinantes relatos que Sepúlveda supo escribir, con sapiencia y destreza. Leerlo de nuevo, acompañado de las imágenes de Daniel Mordzinski, es un regalo insólito e inesperado.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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