Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

BORGES

Amamos a Borges por la misma razón por la que amamos a Leonardo da Vinci. Ambos nos han regalado la belleza. Entre todos los animales que pueblan el planeta, el único que otorga belleza a las cosas es el ser humano. Un alba delicada, refrescante, rodeada del canto de los pájaros se vuelve significativa y hermosa, da alegría y paz al espíritu de cualquiera. Un crepúsculo con celajes de colores, reflejado en un lago que es espejo de montañas y casas que las adornan, puede conmover a quien lo contempla. Los otros animales se quedan indiferentes, insensibles a todo aquello que no sea la satisfacción de sus necesidades materiales. Solo el ser humano se detiene, escucha y goza cuando oye una sinfonía de Mozart. No son los reflejos del cielo en las quietas aguas los que son bellos; no el gorjeo de los pájaros; no esos rumores encadenados producidos por cuerdas tensas hasta el espasmo. No son bellos en sí. Son bellos porque nosotros, pobres seres humanos famélicos de espíritu, le atribuimos belleza. Por eso amamos a los que crean belleza. Borges decía que el Espíritu escogía, al azar, a sus intérpretes: no era la calidad personal la que convertía a alguien en artista, sino la casualidad de que el Ser lo habitara. Borges era uno de esos elegidos.

Si amamos a Bramante, autor de simetrías; si nos deslumbra Brunelleschi, de cúpulas audaces y perfectas y Venus sinuosas, blanquecinas; si amamos a Rafael y sus pinturas sin defecto, amamos las simetrías narrativas de Jorge Luis Borges. El lector de “La muerte y la brújula”, es conducido de la mano por una geometría infalible: cree estar leyendo un relato en el que un policía va descubriendo los puntos cardinales (las trampas cardinales) que le propone el asesino. Cada toponimia es una clave, y descubrir la final, la quinta cuyo nombre avisa, Triste-Le-Roy, implica también que el asesino ha conducido al investigador hasta el punto en que será asesinado. Es un relato de líneas trazadas con regla de arquitecto, pulidas e impecables, y su belleza es la misma de aquellos grandes patios conventuales bramantescos, en donde el segundo patio repite el primero, y ambos pueden ser cortados en dos, y el resultado es especular. La belleza de la perspectiva y de la duplicación, que sentimos bella y no sabemos por qué.

Amamos a Borges porque la inteligencia posee una belleza: nos deslumbra la mente de Borges, que imagina la novela infinita, en “El jardín de senderos que se bifurcan”, un derivado consciente de la teoría de la relatividad. Nuestra vida es como ese jardín: a cada bifurcación, decidimos ir por un sendero y no por el otro y esa decisión crea nuestro destino y nuestra historia. Una mujer decide casarse con un pretendiente y descarta a otro. Eso modelará su vida, de todos modos. El descartado será un sueño, una nostalgia, una imposibilidad. Decidirán alquilar o comprar casa. También eso define una vida. Aceptar o no una oferta de trabajo. En todo caso, la decisión es una. Borges plantea la existencia de múltiples universos paralelos: ¿qué pasaría si, en lugar de escoger, optáramos por aceptar todas las bifurcaciones? En una versión, la mujer se casa con el otro, no con el primero. En otra, mantiene la primera decisión. Y si hubiera una tercera opción, también la aceptaría. Ya van tres vidas paralelas. En una versión de su vida, acepta el empleo. En otra, lo rechaza y acepta otro oficio. Vivir múltiples vidas es vivir el infinito, que, como seres humanos, nos está prohibido. Menos que en la imaginación: y ese es el ingenio que nos regala Borges, imaginar mundos que no habíamos concebido antes.

Amamos a Borges porque convirtió a nuestra lengua en un idioma de síntesis y concepto, ajeno a la retórica que, a veces, nos aflige. En una época de excesos lingüísticos y acrobacias literarias, prefirió la sencillez y limpieza de una comunicación esencial. Hay que leer su explicación del Segundo Principio de la Termodinámica para entender cómo hasta un árido principio físico puede, por la magia del idioma, convertirse en poesía. Borges amaba a Rubén Darío, otro creador de belleza. Lo amaba porque reconocía en él una propia virtud: todo lo que Borges escribe no tiene pérdida, no hay línea mala. De Andrea del Sarto, decíase: “Pittore senza macchia”. Pintor sin mancha. Algo así puede repetirse de Borges. No había manchones ni tachaduras en sus páginas: solo belleza.

Amamos a Borges por sus poesías inspiradas y clásicas. Respiran belleza los versos del “Elogio de la sombra”, tan repetido y conocido como algún poema de García Lorca o alguno de Machado. Baste la primera estrofa:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta demostración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.

Se acababa de quedar definitivamente ciego y, simultáneamente, lo nombraron Director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Hay dignidad, respeto de sí, ligereza y una profundidad única en estos versos de antigua estirpe. Hay, en síntesis, belleza. La poesía de Borges, menos mencionada que su narrativa o sus reflexiones ensayísticas, posee la armonía de la lengua y también la estética de la imaginación. A veces, Borges puede sorprender con una confesión extremadamente íntima, como uno de sus últimos sonetos:

He cometido el peor de los pecados

que un hombre puede cometer. No he sido

feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego

arriesgado y hermoso de la vida,

para la tierra, el agua, el aire, el fuego.

Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

Amamos a Borges como hemos amado a todos los que, en una vida trabajosa y árida, han dedicado la suya a regalarnos ese don envidiado y envidiable, la belleza. Porque todos necesitamos belleza, con el hambre y la sed, desconsolados, patéticos y frágiles, con que necesitamos el amor.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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