Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

La casualidad, no siempre caótica o fortuita, me ha destinado, sucesivamente, dos películas importantes: Holy Spider, de Alí Abassi y Tár, de Todd Field. En apariencia, no tienen nada que ver. Sin embargo, ambas suscitan pensamientos análogos sobre sociedades completamente diferentes. Mientras la primera se desarrolla en una ciudad del Medio Oriente populosa y desordenada, con protagonistas de la clase media que atraviesan un conflicto moral y social; la película norteamericana habla de las altas esferas de la música internacional, en donde los protagonistas se desplazan en ambientes suntuosos y cosmopolitas, como suspendidos en un espacio que se eleva por encima de las pequeñas angustias cotidianas de la mayoría de la gente. Y, sin embargo, plantean problemas sobre la vida contemporánea que, en un cierto modo, se asemejan.

Holy Spider tiene un título intraducible. Se podría pensar en una película frívola, de superhéroes, y en cierto sentido el protagonista lo es. Se trata de un hombre mediocre, de clase media, ex héroe de una probable guerra ignorada, con un evidente síndrome de stress postraumático. Por las noches, ese hombre sale de su modesta casa en una modesta moto, contrata una prostituta, la lleva a un local de su propiedad y la estrangula con frialdad. Luego, envuelve el cadáver en una manta o una alfombra y lo va a tirar a las afueras de la ciudad. Considera esos actos como una misión: sus creencias indican que las prostitutas deben ser eliminadas para purificar las costumbres. En el momento central de la película, ha cometido 16 homicidios, con la misma técnica. Como en muchas partes del mundo, las autoridades descuidan al asesino serial. ¿A quién le interesa perseguir a un exterminador de prostitutas? Hasta que llega, de la capital, una periodista decidida a investigar el caso. Con esa llegada, comienza la acción de la película y la intriga se centra en preguntarse si la mujer logrará, a pesar de los obstáculos que presenta su condición femenina, resolver el misterio.

Aunque la trama policial es importante, podría interesar más el retrato que el director elabora de esa sociedad. Si las imágenes crudas de los asesinatos son chocantes, no lo es menos la popularidad del asesino entre la población, que le ha concedido el apodo de “araña” (de allí el título). En el clímax de la historia, la gente del pueblo lo aclama como un héroe y sostiene su cruzada en contra de la prostitución. La impunidad con la cual se mueve el homicida prueba el escaso valor concedido a las mujeres en casi todas partes. Es como una demostración palpable de aquella frase que recita: “la cultura dominante es la cultura de la clase dominante”. La frágil figura de la periodista, débil porque mujer, ante la cual se yerguen todo tipo de obstáculos y, sobre todo, el desdén de hombres que casi no consideran su existencia, hace palpable la casi invisible validez de las mujeres en un régimen patriarcal. La cuestión, de cultural, se hace política y nos interroga: ¿puede el consenso popular justificar cualquier acción? Nos hace repensar en algunos de los fundamentos de la democracia representativa: el que tiene más votos obtiene el poder. ¿Y si el que está soportado por el consenso popular no tiene la razón? ¿Si, con ese consenso, abusa de los débiles, de los marginados, de los pobres? Es el argumento central del asesino ante los jueces: el pueblo me apoya, así que me tienen que dejar libre.

La película da para más, porque abre reflexiones sobre la relación del sistema legal con el concepto de justicia, sobre la corrupción intrínseca a sistemas que no respetan la independencia de los poderes del estado, sobre la eficacia de la pena de muerte, sobre la relación entre represión y la solución de los problemas sociales. Sobre el antiguo tema de la justificación del crimen con motivos ideales. En todo caso, un thriller social respetable y muy bien filmado.

En el otro extremo del planeta y de las ideas, la película Tár reflexiona sobre el poder y el abuso de poder. Me interesa proponer una de las escenas iniciales, que serán claves para la comprensión del personaje de Lydia Tár, una directora de orquesta que es la primera mujer que dirige en planta estable la Filarmónica de Berlín. Como ella subraya, ha habido otras mujeres directoras, pero siempre con el rol de “directora invitada”. Ella está orgullosa de ser de plantilla y sueña con poder dirigir una versión muy suya de la Quinta Sinfonía de Mahler. En esa escena inicial, Tár irrumpe en un ensayo de composición musical y comienza a escuchar las notas de la obra de un muy joven principiante. Dice algún sarcasmo sobre la música contemporánea: “Debe ser un placer familiar escuchar a un conjunto de cuerdas que se oyen como cuando se afinan”. Y luego entabla una discusión con el muchacho. Le pregunta cómo se encuentra delante de la interpretación de Bach, y el joven la desconcierta con una respuesta exquisitamente woke: “Como persona no caucásica y pangénero, no me gusta la música de un compositor blanco y heterosexual”. Tár da un brinco en su silla e invita al novel compositor a que la acompañe al piano, donde ella toca las notas iniciales del Preludio N. 1, de aquel compositor alemán.

“Aunque no me guste Beethoven”, Tár da un ejemplo, “tengo que confrontarme con su grandeza y su inevitabilidad”. Cuando termina su breve ejecución, le pregunta a Mark (así se llama el muchacho) por su opinión. “Yo diría que la vida misógina de Bach hace que no tome a su música en serio”. Entonces Tár le da una estocada mortal: “No dejemos que el narcisismo de nuestras pequeñas diferencias nos conduzca al conformismo mas aburrido”. Y antes: “No seas tan ávido en ofenderte”. El muchacho abandona la sala con un portazo.

La cuestión que se plantea aquí es, también, la de una nueva cultura dominante, nacida en los Estados Unidos y que se ha difundido velozmente por el mundo, al menos por el mundo occidental. De la natural sensibilidad por los derechos de las minorías que han sido marginadas a lo largo de la historia se ha pasado a la lucha por la hegemonía de esas minorías en el ámbito de la cultura. Cuando Mark rechaza a Bach por cuestiones biográficas, uno podría pensar en una caricatura de las actitudes de los representantes de los estudios culturales. Desgraciadamente, no hay tal caricatura. Comprensivo, Marx anotó: “El extremismo es la enfermedad infantil del comunismo”. Esto es, todos los movimientos revolucionarios, en su primera fase, muestran una fachada necesariamente extremista, para poder imponerse y sobrevivir. El joven compositor que no quiere escuchar a Bach porque varón, blanco, alemán, heterosexual y misógino padece de tal fundamentalismo. Recuerda, siniestramente, cosas ya oídas en años pasados. Los jóvenes chinos que realizaron la famigerada “revolución cultural” de los años sesenta no eran tan diferentes, aunque sus motivaciones fueran distintas. Pero quemar libros de autores occidentales, abjurar de Mozart y Schubert en cuanto autores burgueses, poner en la picota a sus mismos profesores porque enseñaban materias occidentalizantes no está muy alejado del fanatismo del Holy Spiderdel principio. Hay un moralismo de fondo, que se basa en la censura y en la prohibición, en la exclusión de aquel que no es como yo. Sin sentido del humor o de la paradoja, los fundamentalistas de cualquier signo aplican a los que consideran sus opresores la misma medicina de que se quejan. Puesto que he sido víctima, me convierto en verdugo. No es una superación del humanismo cristiano: se trata de un regreso a la Ley del Talión. Comprensiblemente, el sarcasmo de Lydia Tár da en el centro de la cuestión: esas feroces derivaciones de etnia, de lengua, de género, arriesgan no tanto la angustia de la extinción, sino el desierto del aburrimiento. En la homologación de impronta religiosa, aunque el ejecutor se profese ateo y contra toda religión; en el blanco deslumbrante y apabullador del monótono arte soviético; en el elefantismo monocorde e insípido del arte fascista.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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