Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Hay una novela de Stephen King que parte de una idea banal: ¿qué pasaría si una persona pudiera regresar en el tiempo y cambiar el curso de la historia? Imagino que muchos adolescentes han soñado con esos mundos (im)posibles. Ocioso ejercicio, porque sus variantes serían insoportables para la humanidad. Volver a los años primeros de Adolfo Hitler y hacerlo internar en un manicomio, en lugar de convertirlo en el jefe del oprobioso partido nazi, no habría cambiado el rumbo de los hechos. Cualquier otro desarreglado habría desembocado en las mismas acciones. Regresar a la Córcega del siglo XVIII, y causar un desvío en la vida de Napoleón Bonaparte, solo hubiera causado que otro Perico de los Palotes fuera emperador de Francia y moviera guerra a Europa. No son los individuos solos quienes construyen la historia: son las corrientes poderosas, como las submarinas, las que provocan las mareas que arrasan con clases dirigentes, estamentos políticos, jerarquías y reinados. Son los estremecimientos subterráneos los que provocan los terremotos, no los volcanes que escupen fuego. Somos nosotros los que tenemos el vicio de identificar en una sola persona las pasiones desbocadas de la vida de los pueblos. Gustamos de los caudillos, desde el Cid Campeador a Roldán hasta los que ahora se llaman líderes. En cambio, la historia somos nosotros, cada uno, con su trabajo de hormiga: construimos las pirámides del tiempo.

La novela de King se intitula, con simpleza, «22/11/63″. En ese relato, muchos años después de tal fecha, un hombre descubre un túnel del tiempo en el cuarto de atrás de una venta de comida barata. El truco literario es evidente: colocar un hecho trascendente en un marco cotidiano y banal. Algo así como calzar unos zapatos viejos y, con ello, adquirir la capacidad de volar. Uno de los recursos de la literatura fantástica consiste en ello: frotar una lámpara cualquiera, para sacarle la suciedad, y que eso provoque la aparición de un genio dispensador de dones y fortuna. El protagonista de «22/11/63″ se encuentra, merced a ese agujero temporal, lanzado a los primeros años de la década de los sesenta. Aparece en un callejón, hay un basurero y un automóvil rojo estacionado allí. Esa primera vez aprende una regla de su viaje pretérito: tiene que evitar morir, en ese pasado, pues tal acontecimiento lo regresará a la trastienda del local alimenticio, esto es, al futuro en el que vive. De regreso a su tiempo, el hombre concibe una idea: va a volver a los años sesenta para salvar al presidente Kennedy.

La cuestión que plantea King con su fácil idea es, en cambio, ardua y fatigosa. En efecto, cada vez que el protagonista de «22/11/63″ trata de volver a los primeros años 60, una especie de destino se resiste a esa presencia abusiva y confabula para que la muerte lo devuelva a su época natural. Por varios capítulos, el hombre lucha por regresar al pasado, y en cada capítulo el pasado lo expulsa como lo que es: un organismo extraño. El hombre experimenta diferentes y variadas muertes. En uno de esos regresos, por ejemplo, se vuelve amante de una mujer y el marido celoso lo mata. En cada regreso, el hombre, avezado, sortea sus muertes anteriores y sigue adelante, con la obstinada empresa de salvar al presidente Kennedy. Quizá los capítulos más interesantes son aquellos en los que el protagonista se vuelve amigo de Lee Harvey Oswald y de su bella esposa, la rusa Marina, de quien no desdeña las gracias.

Dejo a la curiosidad de los lectores la resolución de la novela: esto es, si el protagonista de «22/11/63″ logra anular a Oswald y, con ello, salvar a J.F. Kennedy. Prefiero seguir la sugestión planteada por ese relato. Partamos de una máxima de Schopenhauer: “Todo lo que sucede, sucede necesariamente”. Parecería una demoledora tautología, pero planta, con reciedumbre, una verdad inconmutable. Muchas veces recordamos nuestro pasado, y el recuerdo comienza con la inevitable proposición: “¿Y si….?” Se representa ante nuestros ojos la nostalgia de lo que pudo ser; o, lo mismo, de lo que no pudo ser. Delicioso e inútil ejercicio. Está bien para la noche del año viejo; para la mañana del año nuevo. En cambio, para la sobrevivencia cotidiana, es puro ejercicio de la melancolía. Si cambiamos un solo hecho anterior de nuestra propia vida, cambiamos el curso de la historia de la humanidad. Los miles de millones de seres humanos que habitamos el planeta somos las piezas de un rompecabezas, los dados de un dominó. Cambiar una pieza o un dado es romper el orden del universo.

Cuando armamos relatos fantásticos, como la divertida película Retorno al futuro, de Zemeckis, hacemos reflexiones sobre el tiempo que repiten el río de Heráclito, cuya corriente es siempre diferente y es siempre la misma. Cuando pensamos en el año que hemos dejado atrás, ¿cambiaríamos algo? En cierto sentido, los propósitos eternos del primer día del año certifican dos cosas: que algo no estuvo muy bien el año anterior; que nuestra hipocresía nos hace prometer imposibles para cambiar el curso de las cosas. Sabemos perfectamente que el tiempo pasado no se puede cambiar (solo se cambia con la ficción, con las invenciones narrativas con que mentimos a los demás y a nosotros mismos). Sabemos perfectamente el verso de Jorge Manrique: “cómo a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado / fue mejor”. Sabemos perfectamente que solo se puede cambiar el futuro y el punto crucial está allí. Dos cosas hay, en nuestro mundo, que se pueden cambiar: las guerras y la destrucción del ambiente. En esos cambios se juega el destino de la humanidad y no es retórica. Parar todas las guerras es imperativo, porque la lucha más importante es salvar el planeta de la catástrofe que acabaría con él. A propósito de tiempo: no hay tiempo. La urgencia es ahora.

Recuerdo el verso de Borges:

Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:

los astros y los hombres vuelven cíclicamente;

los átomos fatales repetirán la urgente

Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.

La idea del eterno retorno se vuelve optimista ante el incumbente desastre que enfrentamos. Un tajo de espada amenaza cortar esa ciclicidad. En ese sentido, no hay retorno al pasado, como en «22/11/63«, sino que se vuelve urgente salvar al futuro. Y es la única promesa válida para el 2023.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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