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La casa de las miradas

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

El doctor Víctor Frankl, psiquiatra austriaco, fue enviado a un campo de concentración nazi, a causa de sus orígenes judíos. Cuando se vio en esa situación, Frankl decidió que no iba a morir. Sus compañeros de prisión caían, primero, en un estado de degradación física espantosa: los carceleros, fieles a la fúnebre ideología nazi, los torturaban y los vejaban, y, al mismo tiempo, no los alimentaban. Un pedazo de pan era una fortuna para quienes podían consumirlo. A la degradación física seguía la degradación moral: en ese estado, los seres humanos pueden llegar a extremos que están más allá de cualquier imaginación. Frankl pensó que la mejor manera para sobrevivir era la de ejercer su profesión. Llevó una especie de diario, con la idea de que ese infierno iba a terminar y con la idea de sacar provecho de sus observaciones para cuando el holocausto finalizara. Muchas son las observaciones de Frankl y algunas de las técnicas derivadas de ellas son extremadamente útiles para el tratamiento psicológico. Anotemos una, quizá la más importante: en situaciones de gran sufrimiento, lo que nos fortalece es tener una meta, un ideal, una razón para vivir. En el caso de Frankl, el salvamento de sus anotaciones para después de la guerra. Frankl notó, no sin asombro, que quienes resistían mejor en esos campos de exterminio eran los comunistas y los testigos de Jehová. Se dio cuenta de que, como él mismo, los miembros de esos dos grupos se rescataban porque tenían un sólido ideal. La consecuencia de tal observación es que se sobrevive a las adversidades si se encuentra un sentido para vivir.

Tales pensamientos fueron conjurados por la lectura de la novela La casa de las miradas, del escritor italiano Daniele Mencarelli. Al leer el texto, bien se podría corregir: el escritor romano Daniele Mencarelli. Todos los diálogos están escritos en el italiano hablado por los habitantes de la capital de Italia. Un modo singular y específico de tratar el idioma, no siempre simpático a los oídos de los demás pueblos de la península. Mencarelli relata una historia que se va volviendo apasionante en la medida que se avanza en la narración y que se funda, aparentemente, en la autobiografía y en el dolor, propio y ajeno. En una época de distopías varias, Mencarelli planta su relato con los pies bien apoyados en la tierra. Un relato que nos enfrenta con nuestra propia humanidad y con esa verdad insanable que se recoge al cabo de los años: mucho de esta vida está transitado por el dolor.

Hay espléndidas obras de lo que se ha denominado “literatura fantástica”. Deslumbran las arquitecturas intelectuales de un Borges, de un Kafka, de un Calvino. Son límpidas demostraciones de estética que llaman a la admiración. Imitarlas es imposible, porque esas segundas partes parecen de cartón piedra, pura apariencia y poca sustancia. Y hay, también, obras de sangre y sudor, que son como gritos de la conciencia, narraciones que nacen del desgarramiento y de la brutalidad, del asombro ante los abismos en los que puede desbarrancarse un ser humano. El zumbayllu de Los ríos profundos, las carreteras de Steinbeck, de Kerouac, de Burroughs, el suicidio de Emma Bovary, la pasión por el juego en Dostoiesky.

A esta doliente especie pertenece La casa de las miradas. Al principio, asistimos a la degradación de un joven, de unos veinte años, adicto sin remedio al alcohol. Se quisiera intervenir para que el protagonista no siguiera destruyéndose, o, por lo menos, para que no destruyera a su familia. Sin embargo, la dependencia es más fuerte que cualquier otra cosa, y el protagonista se va desmoronando cada vez más, página tras página. A un cierto punto, la madre, harta de ese sufrimiento sin fondo, lo arrastra hasta un puente y lo invita a que se tiren juntos desde lo alto. Hay algo de indecible en ese momento tan hondo de lo trágico, en ese instante en que la desesperación vence cualquier expectativa de redención. La actitud de la madre es como una bofetada: Daniele ve hasta dónde ha llegado, y, en un momento de lucidez, obliga a la mujer a regresar a casa.

Quizá por ese hecho extremo, habla con un amigo poeta, y ese amigo le consigue un empleo: hacer parte del equipo de limpieza del Hospital del Niño Jesús, en Roma. Se trata de una institución pediátrica entre las más conocidas de Italia. El trabajo que obtiene es, simultáneamente, real y simbólico. Debe realmente limpiar pisos, paredes y vidrios; simbólicamente, debe limpiar su alma de las escorias que la habitan. No por nada la primera tarea que le encomiendan es limpiar un baño completamente embarrado de excrementos. Esa primera prueba, que Daniele emprende con vigor y furia, es su tarjeta de aceptación con los compañeros de trabajo, que admiran el empeño del muchacho. Mientras realiza esos trabajos de pulcritud, el protagonista no puede dejar de observar el destino de los niños que habitan el hospital. Una primera impresión devastadora la recibe cuando entra, por equivocación, a la cámara mortuoria del hospital, y se encuentra de manos a boca con el cadáver de una niña. La rebelión de Daniele es la rebelión de todo ser humano ante la injusticia de la muerte.

Sin embargo, el agotador trabajo que realiza entre semana no lo libera del alcoholismo. Al contrario, mantenerse abstemio de lunes a viernes es un incentivo para que se recete colosales borracheras el fin de semana, en un afán de autodestrucción comparable a su admirable conducta en el trabajo. Ese trabajo le presenta retos físicos casi insuperables, pero peores aún son las impresiones que le dejan los sufrimientos de los niños y de los padres de esos niños. Daniele es un poeta extremadamente sensible, y no puede dejar de percibir la desgracia de los demás como una propia desgracia.

La lectura de La casa de las miradas resulta doblemente participativa, porque se acompaña al protagonista en su vida desesperada, cuyo exceso de sensibilidad ve el alcohol como un bálsamo. Y se sufre, con él, ante el inexplicable dolor de los niños enfermos. Hay páginas de alta poesía en esa novela extraordinaria. El lector observa al protagonista y espera que, de alguna manera, al menos él logre salvarse. Que, como enseña Víctor Frankl, encuentre un sentido para su vida. Para saber si lo logra, es menester llegar al final. Ese tipo de final que uno lamenta que llegue, porque quisiera seguir leyendo la espléndida prosa de Mencarelli.

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