Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

Las pantomimas de lucha libre denominadas wrestling, que en el mundo hispanoamericano fueron presentados en el programa argentino “Titanes en el ring”, tienen una ilustre y muy antigua estirpe. En efecto, en el Imperio Romano, antes de cada confrontación entre gladiadores, se escenificaba una especie de parodia incruenta, en donde dos fingidos combatientes  se enfrentaban simulando la lucha mortal que vendría después. A esa especie de payasada se le llamaba prolusio. Es muy curioso que de allí venga la muy culta palabra “prolusión” que se usa en los ambientes universitarios para indicar un discurso introductorio. Como quien dice, de gladiador fingido a doctor togado. Y, para nuestro caso, de gladiadores a wrestlers. Si uno quisiera dar un ejemplo de la necesidad de diversión que nos aflige, nada mejor que el Coliseo romano o los rings de luchadores en donde también nosotros creemos que patadas asesinas o caídas de costalazo son verdaderas.

Tanta divagación viene a cuento con otro espectáculo de pan y circo: el Mundial de fútbol, tema de conversación inevitable en estos días. Lo amargo del mundo, que es mucho, pareciera desvanecerse ante la pasión por unos muchachos que corren desenfrenados detrás de una pelota de cuero. Todos sabemos que esos encuentros entre selecciones nacionales no difieren mucho de la prolusio romana y tampoco son muy diferentes a la ilusión del wrestling. Todos sabemos que, como en literatura y otras artes, estamos aplicando aquel pacto tan bien ilustrado por Samuel Coleridge en una frase que se ha vuelto lugar común: “la suspensión momentánea de la incredulidad”. Todos sabemos que, el día después del mundial, volveremos a la dura realidad. Este año, de una ilusión a otra: del pagano Mundial a la “feliz Navidad”.

Quizá por esa naturaleza ilusoria, literatura y fútbol han ido de la mano, desde el principio. Hay títulos memorables, desde El forward center murió al amanecer, de Agustín Cuzzani, a La angustia del portero antes del penalti, de Peter Handke, y una infinidad de relatos, en todas la literaturas del mundo. El Mundial da lugar a una cantidad muy grande de leyendas, anécdotas e historias, que bien podrían ser calificadas como “literarias”. El partido entre Italia y Alemania en México, de 1970, no será el mejor de la historia, pero sí el más emocionante. La “mano de Dios”, invención futbolística y lingüística de Maradona, es comparable solo al tercer gol propinado a Inglaterra en 1986. El extraño destino del brasileño Garrincha, una pierna más corta que la otra, y su muerte que evoca el título de Soriano: “triste, solitario y final”. O la estupenda frase de Gary Lineker: “El fútbol es un juego sencillo: 22 hombres persiguen un balón durante 90 minutos, y al final gana Alemania.”

Este Mundial que se acaba de jugar en Qatar ha tenido dos leyendas: la del equipo de Marruecos y la de Lionel Messi. Una, colectiva; la otra, individual. Nadie hubiera apostado un centésimo a que Marruecos llegaba las semifinales. Es banal recordar la carga simbólica de los partidos ganados por Marruecos: contra España, que fue su metrópoli; contra Portugal, que dejó huella y ruido de cadenas en casi toda África. Llama la atención, también, la gran cantidad de oriundos africanos que juegan en la selecciones europeas, particularmente en Francia. Quizá esté llegando el momento de África, en el mundo, y uno espera que no sea solo en el fútbol.

Una de las historias más divertidas es la del gesto de Messi delante del entrenador holandés Van Gaal, después de haberle anotado el primer gol. El campeón argentino corrió hasta plantarse delante del banquillo de los adversarios, y se puso las dos manos abiertas al lado de la orejas, como diciendo: “Quiero oír de nuevo lo que dijiste ayer”. Sabemos que Van Gaal había sido poco diplomático el día antes, y que había declarado que Messi fallaba mucho los penaltis y que no era un líder para su equipo. Sin embargo, la lectura del diario “Clarín”, de Buenos Aires, relató algo que se parece a un cuento de Galeano. El gesto de Messi, dice el periódico, se llama “el Topo Gigio”.

Para quien no lo sepa: Topo Gigio era una marioneta italiana, maniobrada hábilmente por la mano de algún animador que se ocultaba detrás de una cortina negra. Tenía una voz nasal e infantil, y hablaba español con un fuerte acento italiano. Como figuraba un ratón, tenía dos orejas enormes. En el año 2002, se jugó un clásico argentino: Boca Juniors contra River Plate. Ganó el Boca por 3 a 0. La estrella del equipo vencedor, Juan Román Riquelme, había entrado en conflicto con el Presidente del Club, nada menos que Mauricio Macri, futuro Presidente de la Argentina. Ya por esos tiempos Macri mostraba la pasta de la que estaba hecho, pues estaba retrasado en los pagos con los jugadores. Eso motivó a Riquelme para que, después de marcar un penalti al River, corriera al centro de la cancha y se colocara las manos a ambos lados de las orejas, plantado frente a Macri, como diciéndole: “Escucha el rugido de los fanáticos del Boca cuando meto gol”. Sin embargo, cuando los periodistas le preguntaron el motivo del gesto, Riquelme contestó, con falsa ingenuidad: “Es que a mi hija le gusta mucho el Topo Gigio, y por eso le dediqué el gol”.

De modo que Messi estaba haciendo una cita deliciosa, ante Van Gaal. Hay más. Debido a las divergencias con la dirigencia del Boca, Riquelme fue vendido al Barcelona. El entrenador del equipo catalán era Van Gaal, quien trató muy mal y sin motivo al jugador argentino. Prácticamente no lo dejó jugar, porque la leyenda quiere que el entrenador holandés no trague a los jugadores latinos. Entonces, el gesto de Messi era una doble cita y un homenaje a Riquelme, considerado una de las leyendas del fútbol argentino. También, una revancha latina contra el prejuicio nórdico.

No sé qué va a quedar de este Mundial. Una de las perlas ha sido el insulto que Messi le endilgó a un jugador holandés, un gigante de dos metros que, después del partido, pretendía cobrarle cuentas a “la Pulga”. Como todos sabemos, Messi se enfureció y le respondió con el lenguaje más soez del que es capaz: “Qué mirás, bobo, qué mirás”. “Bobo”, la más insultante palabrota que puede pronunciar. Un campeón, también, de las buenas maneras.

Ahora Argentina ha ganado. Como bien señala Octavio Paz, después de la fiesta, al día siguiente, nos invade la melancolía, la tristeza, el agobio. Hay que lavar los platos arrumbados en la cocina, recoger toda la basura acumulada en el piso, sacudir el mantel, descolgar los adornos, tomar una aspirina contra el dolor de cabeza y abrir la ventanas para ventilar el local. Y ver el horizonte, sus urgencias y su apocalipsis, que, todos lo saben, es revelación.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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