Por Raúl Zibechi*
Dejar la ciudad es un alivio. Luego de dos horas caracoleando en un remolino de coches y autobuses, semáforos y comercios, cemento y asfalto, van apareciendo los tonos de verdes, praderas y bosques que nos invitan a seguir transitando por caminos de tierra. Sao Paulo quedó atrás, con su ajetreo trepidante, para dar lugar al silencio que sólo quiebra el canto de las aves y el murmullo de los arroyos.
Sólo dos horas, que parecen siglos, separan la mayor ciudad sudamericana y el territorio indígena Tenondé Porã, habitado por casi dos mil guaraní mbya que se despliegan por la Mata Atlántica o bosque atlántico, uno de los biomas más amenazados del planeta, pero que aún alberga una de las mayores biodiversidades.
La Mata cubría extensas superficies, desde el litoral brasileño hasta Misiones en Argentina y el este de Paraguay, abarcando incluso la meseta brasileña. De las 130 millones de hectáreas que tuvo, ahora se conserva apenas el 7% del territorio original, en gran medida por el empeño de los pueblos originarios que siguen defendiendo el bosque, su vida.
De la devastación que se extendió por cinco siglos, se salvaron apenas 25 mil guaraníes mbya que pueblan seis estados de Brasil y 232 comunidades. Los no indígenas, a los que aluden como “cabelo na boca”, los persiguieron con saña y estuvieron cerca de exterminarlos. Sobrevivieron huyendo y escondiéndose en bosques inaccesibles, pero cada vez que podían regresaban a las aldeas (tekoa en guaraní).
El bosque nos va llevando hacia la aldea principal, Tenondé Porã, que lleva el mismo nombre del territorio y fue el territorio originario de las diversas aldeas actuales. Es el único espacio donde se observan construcciones grandes, de cemento, entre las que destacan la escuela y la clínica de salud.
Seguimos de largo por un camino irregular, salpicado de baches y pozos, que bordea praderas y bosques hasta llegar, en un recodo del camino, a nuestro destino: la aldea Kalipety. Primera sorpresa: no tiene un centro, como en los pueblos de los blancos, sino que las construcciones se adaptan al terreno sinuoso y ondulado. Lo que podría ser el “centro”, algo que en la cosmovisión guaraní mbya no debe existir, es una casa particular donde se arremolinan niñas y niños jugando sobre la tierra húmeda.
Pese al frío de un invierno muy duro y extenso, casi todas las personas van descalzas, pisando con sus pies la tierra, algo que tiene un sentido mucho más profundo del que puedo comprender. Tjago, una liderança joven, toma la delantera sin decir palabra. Vamos recorriendo un sendero que surca entre viviendas de madera y árboles enormes.
Casa de Reza
Llegamos en silencio a una casa enorme, diferente a las demás, en un claro del bosque. Al traspasar la puerta, silencio y oscuridad, hasta que los ojos se acostumbran. La decena de personas que entramos, mitad guaraníes y mitad visitantes, nos sentamos en sillas dispuestas de modo circular. Tjago empieza a hablar, lento, pausado, hilvanando palabras como un collar.
“No somos superiores a otros seres”. Las palabras gotean. Nombra “resistencia” y “lucha”; las características de la educación que imparten los docentes de las aldeas y asegura que la espiritualidad es necesaria para “recuperar el equilibrio”. Nadie lo interrumpe. No hay preguntas. Sólo escucha en silencio.
“Estamos aquí gracias al protagonismo de las mujeres”, aunque utiliza la palabra mulherada, más fuerte y potente en portugués, ya que alude a una masa femenina compacta. Aclara que “no es el feminismo occidental”, y deja las palabras en el aire. Pasa a otro tema, en el que se alarga.
“El mundo indígena está medio perdido. La tecnología del no indígena es muy fuerte. Muchos jóvenes guaraníes miran la tecnología, quieren aparecer en facebook”, sentencia este joven que pertenece a una nueva camada de líderes comunitarios. “El mundo está oscuro”, confiesa, y se hace un largo silencio.
Le sigue Priscilla, una mujer joven que forma parte de la coordinadora de líderes de las 14 aldeas de Tenondé Porã. “Me emociona hablar porque nuestra lucha no fue fácil. Las tierras que ahora tenemos se consiguieron con mucho dolor. No sabíamos cultivar, pero eso lo estamos recuperando”. Habla muy rápido, pero hace una pausa antes de soltar: “En 2013 cortamos la carretera, era la primera vez y teníamos miedo”.
Relata que para preparar el corte de la autopista Bandeirantes, rezaron y cantaron durante días y noches, pero además pidieron ayuda al Movimiento Passe Livre (MPL), una organización juvenil, autónoma y horizontal, que lucha contra los altos precios del transporte y fue clave para disparar las enormes manifestaciones de Junio de 2013. Sus militantes les enseñaron cómo hacer el corte, incluyendo la quema de neumáticos.
Después de la reunión almorzamos en comunidad. Apenas se escuchan susurros. Luego, un largo tiempo sin hacer nada… Perdón!! Haciendo cosas no productivistas, como descansar, fumar, caminar o reposar en las hamacas mirando el bosque desde abajo, una perspectiva maravillosa. Hasta el atardecer, cuando la comunidad se encamina a la Casa de Reza.
“Ka’aru ju” (buenas tardes), dice cada persona que ingresa a la casa. Las mujeres y sus hijos se sientan sobre colchones que rodean el fogón que empieza a arder, disipando el frío. Los varones más jóvenes se juntan en el rincón opuesto, separados por una humareda espesa, haciendo sonar sus instrumentos. “Estoy feliz de que nos visiten”, se escucha una voz serena, casi inaudible.
Los diálogos mencionan la importancia de la educación y la salud propias, dicen que “antes sólo hablaban los caciques” y que ahora “hay más diálogo”. Brota un silencio más profundo aún, quebrado por una voz: “Nuestro territorio es sagrado”.
En cierto momento, sin aviso previo, comienza a sonar una canción. Todos la siguen, incluso las niñas y niños. El espacio es amplio pero está todo ocupado. A un lado, los que tocan instrumentos. En el centro, una doble fila de varones y mujeres danzan rítmicamente, repitiendo siempre los mismos movimientos. Cerca de las puertas, en el otro extremo, el fogón rodeado de mujeres que arman las enormes pipas (cachimbos, en guarani mbya es petỹgua) rituales, y las van pasando a los varones, aunque ellas también fuman.
Sólo los he visto fumar en la Casa de Reza, aunque es posible que lo hagan en otros espacio-tiempos. Delante de todos, un niño con el torso desnudo. Un sabedor guaraní se le acerca, le prodiga pequeños toques como masajes suaves, y le acerca el calor del cachimbo a algunas partes del cuerpo. Imposible no recordar la moxa que aplican los acupuntores. En cierto momento, comienza a circular una bebida que consumen en pocas cantidades, lentamente, como un ritual. Declino la ayaguasca, por el estúpido temor a perder el control…
El mundo nuevo
En 2012 había sólo dos aldeas: Tenondé Porã y Krukutu, que no superaban las 50 hectáreas, donde vivían hacinados según los patrones culturales guaraní mbya. Ahora son 16 mil hectáreas con 14 aldeas, reconocidas legalmente desde 2016. Cómo hicieron, cómo fue el proceso, es la pregunta evidente. “Retomada”, es la respuesta. Que traducimos como “recuperación” de sus tierras ancestrales.
La primera aldea nueva es en la que estamos, Kalipety, formada 2013, y la última Kuaray Oua, en 2021. El proceso comienza con los relatos de Priscilla y Tjago, pero va mucho más allá. Las mujeres y los jóvenes empujaron las retomadas. Pero no es ninguna casualidad que hayan comenzado en 2013, cuando Brasil fue sacudido por las mayores movilizaciones de su historia. Ahí es cuando conectan con el MPL para el corte de la autopista.
Lo demás fue llegando de a poco. “Ya no tenemos caciques”, dice Tjago. De las 14 aldeas, 11 decidieron prescindir de esa figura colonial y patriarcal. Construyeron un Consejo de Dirigentes (lideranças) con 22 integrantes, de las cuales 12 son mujeres. “Estudiamos los procesos de América Latina, sobre todo el zapatismo, y nos inclinamos por la autonomía”. “No necesitamos caciques”, agrega Priscilla, “sino liderazgos colectivos”.
En el área educativa, optaron por la descentralización. Antes las niñas y niños acudían a la escuela levantada por el Estado en Tenondé Porã. Ahora decidieron que son los docentes los que deben moverse. Un profesor joven explica: “Antes debían estar sentados entre cuatro paredes, no podían jugar, ni saltar, nos obligaban a estudiar inglés y portugués, pero desde hace tres años ya vamos teniendo otra educación, en acuerdo con las familias”.
Las educadoras recorren las comunidades, forman círculos debajo de los árboles y enseñan “en base a la experiencia de vida, respetando los valores de nuestros mayores, de nuestra cultura”. Sigue Lucas, el compa antropólogo que se quedó a vivir en Kalipety, con su pareja y su hija: “Se aprende en las prácticas, concentrándose, dialogando, escuchando a los animales y a la tierra”.
“Alfabetizar en nuestra lengua es descolonizar”, agrega una voz. A continuación, Lucas explica que la vida comunitaria gira en torno a la “generosidad (mborayvu boravú)”, que diferencia de reciprocidad porque “consiste en dar sin esperar retorno y representa la abundancia”.
Luego explican los avances en la producción, desde las artesanías hasta la multiplicación y recuperación de cultivos. Con datos de 2019 aseguran que cosecharon 13 toneladas de mandioca y casi tres de maíz, además de cantidades variables de batata doce (camote), frijol, calabaza, maní y piña, destacando que sólo de camote cultivan 50 variedades, más nueve de “maíz verdadero”.
Están recuperando áreas degradadas por siglos de devastación y diversifican los cultivos que siempre son para el consumo propio. En diez aldeas ya cuentan con sistemas propios de captación de agua, que en general toman de las nacientes y les aplican un filtrado ecológico.
“Nada de esto se hubiera conseguido sin la recuperación de las tierras”, insiste Tjago. “Porque los derechos son una excepción. Se trata de depender cada vez menos de los recursos externos. La energía del corte de ruta está viva hasta hoy. Junio de 2013 está vivo”, remata.
De noche, antes de retirarnos a dormir a las cabañas, los jóvenes sacan los celulares y los revisan con un ritmo frenético. “No sabía que tenían internet en la aldea”, digo algo molesto porque dejé el mío en la cabaña de los visitantes, bastante lejana. Tjago se ríe. “Tenemos pero lo controla la comunidad. Se permite sólo dos horas diarias durante la noche, es una forma de protegernos del afuera”, dice con total naturalidad.
Nos miramos sonriendo. Sin duda, se trata de la espiritualidad guaraní, de ese tremendo esfuerzo colectivo para mantener los equilibrios, para seguir siendo pueblos vivos en un medio vivo y sano. No tiene nada que ver con la religión, y todo con la vida que, quizá, consiga contagiarnos.
* Agradezco a Lucas Keese y a la aldea Kalipety por su generosidad y acompañamiento.
Publicado en Desinformemonos.