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Créditos: Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Quiere el lugar común que, delante de la transposición cinematográfica de un libro, el lector culto, refinado y exigente exclame: “¡Era mejor el libro!”. Incurriré en este tópico, al hablar de la serie de televisión “Todo pide salvación”, trasmitida por Netflix. No siempre es así. Hay películas que, gracias al poder de la imagen, superan al texto novelístico original. Por ejemplo, “Como agua para chocolate”, resulta mejor en la pantalla que en la página escrita, aunque la fulgurante idea de Laura Esquivel (usar las recetas de cocina como pretexto narrativo) haya creado toda una escuela de culinaria escritura. Hasta el punto que no se sabe qué es mejor: si las recetas fantásticas que crean platos maravillosos o los resultados concretos, en la cocina, de tales fórmulas combinatorias. Me inclino por creer que, para variar, las mejores recetas son las que no se hacen. Y las mejores comidas son aquellas de las que se desconoce la receta.

“Todo pide salvación” inicia con una situación desconcertante: un muchacho, después de una noche loca en la discoteca, se despierta, asombrado, en la sala de un hospital neuropsiquiátrico. El chico solo recuerda haber abierto la puerta de casa y, sucesivamente, haberse dejado caer en su cama, ebrio y drogado. ¿Qué pudo haber hecho para terminar hospitalizado en medio de enfermeros y médicos? Lo va a descubrir poco después, pero no lo revelaré para evitar las maldiciones que caen sobre quien se ejercita en el poco recomendable arte del spoiler. Daniele, tal el nombre del protagonista, descubre otro elemento fundamental para el desarrollo de la narración: en su habitación va a convivir con otros “enfermos”, que representan un variado muestrario de malestares psíquicos. El gran acierto de la novela (y de la serie de televisión) es la de profundizar en cada uno de estos personajes, sin la pretensión de psicologismos baratos, sino con un logro extraordinario, que vale toda la narración: presenta seres humanos, con sus conflictos y sus padecimientos, con sus alegrías y sus agonías, tan iguales a nosotros que con dificultad uno establece la diferencia entre lo llamado “normal” y lo llamado “anormal”. Logra sembrar en el lector (espectador) la duda sobre su propia normalidad. La gran pregunta: ¿“hasta dónde puedo llamar ‘loca’ a una persona y hasta qué punto la puedo considerar ‘normal’? La introducción de personajes externos que visitan el manicomio, con evidentes disturbios de la personalidad, y que no están adentro solo porque su conducta es afín y productiva para la sociedad, cultiva esa duda. El mismo lector (espectador) se interroga sobre su propia salud mental.

Uno de los grandes aciertos de la novela de Daniele Mencarelli es haber dividido el relato en los siete días que dura la reclusión forzada del protagonista. “Cada día trae su afán” y cada día representa un descubrimiento humano: en el estrecho espacio de la sala de hospital, las historias de cada uno de los que ocupan las camas se van desarrollando, hasta descubrir que todos podrían estar afuera de allí y que el encierro no es necesario, sino que representa la necesidad de la sociedad de esconder sus propios errores, de meter bajo la alfombra todo aquello que representa desorden. La serie, a su vez, tiene el mérito de seguir la acción dentro espacios cerrados, muy bien circunscritos: la sala de coloquios con los psiquiatras; otra sala, con sofá y televisor, para el esparcimiento de los pacientes; los corredores del hospital, escenario de grandes golpes de teatro; y, por último, la habitación con camas, espartana, modesta, en el agobio de un mes de agosto sin aire acondicionado. El único espacio exterior está prohibido: se puede contemplar desde las ventanas y es una afrenta que sea el infinito mar, con su promesa de inmensidad, el vasto horizonte que se contrapone a los lechos mínimos, a los colores neutros, al enfermizo ambiente del nosocomio. La novela de Mencarelli tiene la fascinación de haber extraído de tanta escualidez una fuerte sensación de poesía y de humanidad, que son equivalentes. Podría decirse que su crudo realismo se convierte, gracias al lenguaje, en realismo poético, y ello la ha hecho emerger de la vasta producción narrativa italiana. Leer la novela de Mencarelli significa recuperar el sentido de lo humano, de la compasión (sobre todo hacia nosotros mismos), de la interrogación eterna sobre la vida y su sentido.

En un texto posterior, el autor reconoce su deuda con Franco Basaglia, un psiquiatra iluminado que, de los años 60 a los 80 del S. XX, revolucionó la psiquiatría italiana proponiendo un tratamiento que considerase a los pacientes como seres humanos con los cuales dialogar y no como simples enfermos sometidos a terapias que contemplaban solamente las rejas y el uso de electroshocks y medicinas. A su vez, Basaglia hereda, entre sus múltiples influjos, el de Erving Goffman y Michel Foucalt, con su teoría de las instituciones totales. Para regresar a la novela, Mencarelli acompaña al lector en una inmersión en el mundo de los sufrimientos espirituales, y el viaje es doloroso y profundamente humano. La conclusión, cuando el protagonista abandona el centro psiquiátrico, es inolvidable: “No le pedí a nadie que me viniera a buscar. Quiero caminar, respirar, estar al aire libre por mi cuenta. Las piernas sienten el cansancio, desacostumbradas a su oficio. La enormidad de todo, del espacio a los colores, impacta y enamora, la belleza conquista los ojos. Me detengo para recuperar el aliento, para mirar hacia atrás un segundo. Desde lo alto, desde la punta más extrema del universo, pasando por el cráneo y más abajo hasta los talones, a la velocidad de la luz, y más allá, a través de cada átomo de la materia, todo me pide salvación. Para los vivos y los muertos, salvación. Salvación para Mario, Gianluca, Giorgio, Alessandro y Madonnina. Para los locos de todos los tiempo, engullidos por los manicomios de la historia”.

¿Hasta qué punto podemos sentirnos “normales”? ¿Hasta qué punto el estrés, considerado como una condición natural al exigente sistema en que vivimos, no nos llevará a los abismos de angustia y de alucinación que puede abrirnos las puertas de una clínica? ¿Hasta qué punto el uso de drogas (aspirina, ibuprofeno, valium, antidepresivos varios, cocaína, heroína) nos regala un boleto de ida hacia universos desarticulados, hacia hospitales en donde dejamos de ser una persona para convertirnos en pacientes? Sabemos que todos estamos subidos en una inestable balsa, hoy más que nunca a punto de naufragar. Que todos estamos, como el Daniele del relato, encerrados en un deplorable universo con otros que son iguales a nosotros, acusados de padecer en alto grado el dolor de vivir. ¿Estamos enfermos o nuestras reacciones son solamente demostración de humanidad? No lo sabemos: solo sabemos que la salvación está en ayudarnos unos con otros, con compasión, con afecto, con solidaridad. Porque todo pide salvación.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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