Por Dante Liano
En un país de la América Latina, de cuyo nombre no puedo acordarme, recientemente se abrieron unos agujeros en calles y carreteras que causaron no mucho asombro y menos temor, pues desde hace años el fenómeno se repite cíclico y recurrente. El deplorable mantenimiento de los desagües y de las calles añadido a las lluvias sin consuelo que caen durante varios meses, provocan el surgimiento de tales socavones donde uno menos se lo espera. Hace años, cuando aún existían las cabinas telefónicas, un señor estaba llamando a su casa y al querer salir, se encontró con un abismo vertiginoso. El famoso dicho: “¡Ábrete tierra!” se le había hecho realidad. Los fenómenos, insólitos, dieron lugar a una serie de bromas sobre un conocido político nacional. Dicho político es gay, y aunque todo el mundo lo sabe, él se obstina en aparentar machismo y heterosexualidad. Pues bien, en ese país, la palabra “hueco” es una forma políticamente incorrecta para denominar a una persona homosexual. No se necesita mucha inteligencia como para imaginar el calambur que provocó la aparición de huecos en las calles.
La cuestión del lenguaje inclusivo y del lenguaje correcto fatiga las conciencias de muchos, sobre todo al hablar en público. Discursos, textos, alocuciones, se nutren ahora no solo de la preocupación de estar bien preparados, sino de no ofender las múltiples conciencias sensibles que recibirán el mensaje. Algunos lingüistas y militantes norteamericanos han propuesto, para enfrentar el engorroso momento de dirigirse a un público compuesto por personas de diferentes preferencias sexuales, el uso de la “schwa”, que se escribe /ə/. El sonido pertenece al vocabulario fonético del inglés y corresponde al de la /a/ en “about”. El gran problema del fonema “schwa” es que no existe en otros idiomas y resulta de pronunciación difícil para alguien que no habla inglés. Sin embargo, en el lenguaje oral, es muy cómodo para sustituir el “señoras y señores” con que se introduce un discurso público. Económico, además: basta decir “señorəs” y asunto arreglado. Se puede imaginar su extensión a todos los vocablos que se declinan por género gramatical: tíəs, abueləs, estəs, esəs, aquelləs. El problema está en aprender la pronunciación. La dificultad de un hispanohablante se verifica cuando trata de pronunciar la “schwa” y le sale una redonda “e”: tíes, abueles, estes, eses, aquelles. Más cerca del bable, la lengua asturiana, que del castellano.
Hace no muchos años, cuando el problema no se había planteado, me encontré, a la salida del aeropuerto, a una profesora que asistía al mismo congreso al que yo me dirigía. Para economizar, me propuso tomar un solo taxi hacia la sede de la reunión. Por hablar de algo, le pregunté de qué se ocupaba. Me respondió que de “teoría del género”. Mi vasta ignorancia hizo que yo comentara: “Pues mire qué bien. La morfología es una rama muy interesante de la lingüística”. El resto del viaje lo gastamos en la prolija explicación de que la profesora no estudiaba el idioma, sino las identidades sexuales. Ofendida, no pagó su parte del taxi, que cubrí con mis escasos recursos. Ese gasto me hizo comprender la diferencia entre géneros gramaticales y géneros de identidad sexual.
Comprendo que, para un sociólogo, el lenguaje pueda ser solamente un utensilio semejante a los cacharros que se encuentran en los vestigios arqueológicos. No se le pone mucha atención a los vocablos. Da lo mismo uno que otro. Para alguien que ha dedicado su vida a las palabras, en cambio, no da lo mismo. Hace algún tiempo, suscitó una suerte de escándalo que una eminente política española dijera “miembras” para referirse a las integrantes femeninas del Parlamento. Cierto, la palabra es fea. Y no lo es menos su equivalente masculino. ¿Qué tal si hubiera dicho “elementas”? También esta palabra suena extraña, porque nueva. Pero no por su fealdad. Si se piensa bien, “menta” posee un buen sonido. El inmenso catálogo de la lengua española cuenta con un léxico muy variado. Antes que Garcilaso y Boscán introdujeran la música italiana en el idioma, se decía “mozo”, para designar a un muchacho. Solo después de los dos grandes poetas se utilizó “joven”, más sutil y dulce.
Antes de considerar la propiedad de un lenguaje políticamente correcto, habría que pensar en la historia de cada palabra (Corominas enseña). Al contrario de lo que enseñó el genial Saussure, los términos de un idioma no son arbitrarios. Vienen de una historia profunda, que hunde sus raíces en antiquísimas resonancias de la India, en lento viaje hacia Grecia y Roma. Cada vocablo tiene su genealogía, abuelos y abuelas que son más bien tatarabuelos y tatarabuelas. Me gusta pensar por qué no podemos decir “el cátedra” en lugar de “la cátedra”. Tan distinguida y ambicionada palabra viene de “cadrega”, que era el sillón en donde el obispo asentaba sus posaderas al presidir una función. Por analogía, que es como decir “metáfora”, de “cadrega” viene la palabra “cadera”, que se refiere a la parte del cuerpo que reposa en la “cadrega”. Y como se supone que el obispo pronunciaba sermones ejemplares, de “cadrega” viene “cátedra”, el contenido espiritual. Me gusta pensar, también, que, si en lugar de “políticamente correcto”, usáramos la antigua acepción de “cortesía”, y, mejor aún, la de solidaridad, que consiste en pensar en los demás antes que uno, y consiste también en ponerse en el lugar del otro, y tratar de no ofender a nadie, sino más bien de agradarle, quizá no habría necesidad de ser políticamente correctos, sino simplemente humanos, considerados, amables y, como diría mi señor padre, tolerantes.
Publicado desde el Blog de Dante Liano