Por Héctor Silva Ávalos
A los poderosos no les gusta demasiado la verdad. A los victimarios, que suelen asociarse con los políticos y empresarios poderosos, les da alergia la verdad. Es traidora la verdad, dicen. Es innecesaria. Pero la verdad de las víctimas suele abrirse caminos por las veredas del dolor y la oscuridad. A pesar de los poderosos.
Acaba de ocurrir en Colombia, donde el martes 28 de junio presentó su informe final la Comisión de la Verdad que nació en 2015 durante las negociaciones de paz entre el gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Ese compendio de verdad histórica es amplio y está formado por varios cuerpos de documentos que recogen testimonios de unas 30 000 de las 9 189 389 víctimas que dejó el conflicto armado colombiano. La comisión, formada por 11 comisionados y cientos de colaboradores, viajó a los lugares más recónditos de Colombia, donde la presencia del Estado siempre ha sido débil, para encontrar la verdad. Lo que esas personas encontraron fue casi siempre brutal.
Colombia, dijo Francisco De Roux, presidente de la Comisión, es un cuerpo que no puede sobrevivir “con el corazón infartado en el Chocó, los brazos gangrenados en Arauca, las piernas destruidas en Mapiripán, la cabeza cortada en El Salado, la vagina vulnerada en Tierralta, las cuencas de los ojos vacías en el Cauca, el estómago reventado en Tumaco, las vértebras trituradas en Guaviare, los hombros despedazados en el Urabá, el cuello degollado en el Catatumbo, el rostro quemado en Machuca, los pulmones perforados en las montañas de Antioquia y el alma indígena arrasada en el Vaupés”, en alusión a todas las barbaridades registradas en las diferentes regiones del país.
Uno de los mensajes más importantes de De Roux durante la entrega del informe fue este: en una nación que quiere superar su pasado sangriento para iniciar el difícil camino a la reconciliación las víctimas, siempre, siempre, deben de estar al centro de la acción política. No los victimarios. No los gobernantes. No la comunidad internacional. No los espectadores. Las víctimas.
“Traemos un mensaje de esperanza y futuro para nuestra nación vulnerada y rota. Verdades incómodas que desafían nuestra dignidad… Traemos una palabra que viene de escuchar y sentir a las víctimas, de oír a quienes luchan por mantener la memoria y resistir al negacionismo y a quienes han aceptado responsabilidades éticas, políticas y penales… Una verdad para detener una tragedia intolerable”. En esa frase, De Roux resumió el alcance del momento, importantísimo para Colombia, pero también para América Latina, varios de cuyos pueblos y naciones aún se resisten a emprender el camino doloroso que lleva a la verdad y la reconciliación.
Guatemala y El Salvador, los países centroamericanos que vivieron los conflictos internos más sangrientos del siglo pasado, aún están lejos de llegar al final de un camino que empezaron a recorrer en los 90, cuando sus gobiernos y fuerzas guerrilleras firmaron acuerdos de paz similares al colombiano de 2016.
Algo avanzamos los centroamericanos, a trompicones, secuestrados por clases políticas y élites económicas mezquinas que han seguido utilizando la ideología, y el racismo en el caso guatemalteco, para huir de la verdad. Pero avanzamos poco. A nuestros gobernantes y sus aliados, herederos de las doctrinas belicista y contrainsurgente, les interesa más crear enemigos que alimentar reconciliaciones.
En Guatemala aún hay brutos que, como un abogado de la Fundación contra el Terrorismo, se desgañitan gritando que no hubo genocidio del pueblo Ixil. Pero sí lo hubo. Un proceso judicial histórico, que se montó sobre grietas abiertas en instituciones negacionistas, pero sobre todo en el valor de las víctimas para contar, así lo definió: en Guatemala sí hubo genocidio. Y hubo sentencia al respecto, aunque luego los poderosos hayan querido demeritarla.
La verdad, dice el comisionado De Boux, es indispensable para detener tragedias intolerables, las de los gobiernos que siguen violentando a sus pueblos, como lo hace el de Alejandro Giammattei en las orillas del lago de Izabal o en el altiplano de Huehuetenango, como lo hace el de Nayib Bukele en El Salvador al encarcelar a una generación de jóvenes y matarlos de a poco en sus cárceles en una pretendida guerra contra las pandillas, que no es más que otra de sus estratagemas propagandísticas.
El ejercicio colombiano para buscar la verdad fue duro, como dura ha sido la ruta hacia la implementación del acuerdo de paz. Durante años, desde que funcionarios y guerrilleros negociaban en La Habana, la ultraderecha del uribismo, aliada de los paramilitares, hizo todo lo que pudo para dinamitar el proceso. Y hasta ahora, más allá de las oficinas gubernamentales, una buena parte de los colombianos, casi la mitad, sigue levantando la ceja o encogiéndose de hombros ante la paz.
Pero ayer fue la hora de los otros colombianos, de los que sí entienden la reconciliación a través de la verdad como el único camino viable para evitar las tragedias del futuro. Y fue, sobre todo, la hora de las víctimas, de las 30 000 que vencieron el miedo para hablar con la comisión de la verdad y de las 9.1 millones de las que este informe se nutre.
En el acto de presentación del informe, el presidente electo de Colombia, Gustavo Petro, parafraseó a Gabriel García Márquez al decir que la verdad ahí expuesta es capaz de dar una segunda oportunidad sobre la tierra a las estirpes condenadas a cien años de soledad. De él y de su gobierno dependerá, en gran medida, que lo escrito en los documentos de la comisión se convierta en política pública en un país dividido y aún marcado por la violencia. No será fácil, pero si Petro tiene una pizca del valor de las víctimas colombianas puede serlo menos.