Créditos: Prensa Comunitaria.
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Ahora que todo ha pasado, que la inocencia arcaica se ha disuelto como la niebla en la madrugada, me encuentro, en el cajón de las fotografías, una en blanco y negro, perfectamente conservada. No existían, en la época, las fotos a colores. Muestra un automóvil de carreras, apenas borroso por la velocidad, pero que parece in cohete suspendido sobre la Panamericana, congelado, fijo en sus 130 kilómetros por hora, una barbaridad en ese tiempo, y mi recuerdo se vuelve también en blanco y negro, como algunos sueños, la gente haciendo valla a lo largo de la carretera, rostros desvaídos de los ya no están, las nubes gordas y redondas, el cielo negro (el azul profundo del altiplano), altos pinos terrestres donde ahora hay condominios como cajas de fósforos, el mercado atestado de basura, los buses de la terminal apestando el aire.

Uno siempre se quejaba de que, en San Andrés, no pasaba nada. Los eventos importantes sucedían siempre afuera de ese pueblo nuestro, parsimonioso y cotidiano. Los autobuses que llegaban regularmente impuntuales sin que le importara a nadie, luego de un viaje de dos horas desde la capital; el cura y sus antiguas misas también fuera de hora, con el sacristán perezoso que se colgaba de las cuerdas del campanario, el acendrado olor a incienso y tabaco de la iglesia con sus beatas eternas, que podían quedar momificadas sin que nadie se diera cuenta; el barbero sin oficio con el periódico de anteayer abierto de par en par, sentado en una poltrona para rasurar y pelar al cliente; el farmacéutico que daba medicinas sin receta porque no había médico; la escuela y el gallinero eterno de los niños; la pesadez y el aburrimiento de las dos de la tarde; la siesta derrumbada, con los pies tapados por el frío; el esperado y efímero chocolate con churros de las cinco de la tarde.

Por eso, cuando llegó “El Imparcial” con la noticia, todos se alborotaron. ¿Quién la leyó primero? Resulta más fácil decir quién la leyó por último. Quizá el primero fue el chofer de un autobús, que traía el periódico desde la capital. No lo podríamos jurar, porque a lo mejor el muchacho era analfabeto, como la mayoría de los choferes. Conducían los autobuses sin saber leer los letreros de los caminos. Para lo que les importaba. Manejaban con la inconsciencia de la juventud, y los había adolescentes, todo era juguete para ellos. De vez en cuando se iban entre un barranco, por la velocidad con que agarraban las curvas y por la sobrecarga de pasaje. Tantos muertos, tantos heridos. Si los paraba la policía, pagaban mordida y seguían adelante.

Los responsables de la difusión de la noticia fueron tres: el barbero, el farmacéutico y el cura. Eran los tres puestos de emisión de novedades del pueblo. “Cualquier cosa que pasa, pasa por aquí”, decía el barbero, sin darse cuenta que el cura custodiaba con fatiga algunos secretos indecibles. “No me cuesta decir misa”, afirmaba el ensotanado. “No me cuesta levantarme temprano el domingo y estar todo el día asistiendo a los fieles. No me cuesta obedecer al obispo. Lo que más me cuesta es confesar a la gente. Después de dos horas de oír inmundicias, me siento sucio”. También el farmacéutico conocía las intimidades de la gente. Ya sabía que, cuando un cliente se estaba cerca de la puerta, esperando que se vaciara la farmacia, alguna enfermedad venérea estaba en camino. El único que recogía puro chisme era el barbero.

Parece que fueron los tres, al mismo tiempo, los que se enteraron de que, por la carretera, iba a pasar la caravana de carros de carrera. Por primera vez en su vida usaron la palabra “rally”. Habían terminado de construir la Panamericana hacía pocos meses, y, para inaugurarla, organizaron un rally con los mejores corredores del mundo. De México a Panamá, porque los tenebrosos médanos del istmo hicieron imposible el asfalto y los puentes, los corredores iban a atravesar esa parte del continente. Luego se subirían a un ferry e iban a seguir por Colombia, hasta la Tierra del Fuego. Eso no les importaba a los de San Andrés. Lo transcendental es que iban a pasar al lado del pueblo. Bueno, eso no era lo mejor. Lo mejor era que competía Juan Manuel Fangio, el ídolo de toda América.

La noticia se regó por todo el pueblo:

-¡Fangio va a pasar por San Andrés!

-No exagere, compa. Va a pasar al lado.

-Como si pasara en medio.

Todos se organizaron para ir a ver a Fangio. “Calculan que pasará el martes, hacia las diez de la mañana”, dijeron. Mi padre me contaba que fueron caminando: eran seis leguas exactas entre San Andrés y la nueva carretera. Él se armó de su cámara, una Voigtländer que le había regalado el padre Schumacher. Sacaba fotos precisas. El día señalado, hubo romería del pueblo hacia la Panamericana. El camino era de tierra, y se levantaba una nube de polvo por los que iban a caballo. A las nueve y media de la mañana, todo el mundo estaba a orillas de la carretera. Alguien supo que Fangio iba ganando, faltaría más. Sería el primero en pasar.

A las diez, no había pasado nadie. La gente comenzó a abrir las cestas con sándwiches, los chuchitos, los tamalitos de Cambray, acompañados de café con termos y, para los señores, piquete de brandy español. Como a las once y media llegó el telegrafista con noticias frescas. “¡Acaban de pasar por Zaragoza!”. Entonces todos se pusieron en sus puestos, alerta a cualquier movimiento. “¡Ya viene, ya viene!”. En efecto, en el extremo de la recta de Santa Ana, un punto negro apareció, a lo lejos. Apareció a lo lejos y en un segundo ya lo tenían enfrente. ¡ZUM!, hizo el bólido de Fangio, y desapareció en el horizonte. “¿Lo viste, lo vieron?”. Todos mintieron, todos habían reconocido a Juan Manuel Fangio, y todos prometieron contárselo a sus nietos, cuando llegara la hora. Mi padre hizo una fotografía de ese instante y, ahora, yo veo a Fangio congelado en el tiempo, en riguroso blanco y negro, y me pregunto si soy el único que realmente lo ha visto, porque la gente del pueblo se quedó con su raudo fantasma y la satisfacción de haber entrado en la historia.

Publicado originalmente desde Dante Liano Blog

Dante Liano, Guatemala , 1948. Comenzó a publicar narrativa desde muy joven. En 1974, ganó el Primer Premio en la sección Novela, con Casa en Avenida, en los Premios Literarios Centroamericanos de Quetzaltenango. De 1975 a 1977 vivió en Florencia. En 1978 regresó a su país, donde publicó Jornadas y otros cuentos (1978). Otros libros de cuentos son: La vida insensata (1987) y Cuentos completos (2008). La persecución contra los docentes universitarios lo decidió a dejar el país en 1980. Se estableció en Italia, donde se dedicó a la enseñanza universitaria. Actualmente es profesor de literatura española e hispanoamericana en la Università Cattolica del Sacro Cuore (Milán). Ha publicada varias novelas, entre ellas: El lugar de su quietud (1989), El hombre de Montserrat, (1994), El misterio de San Andrés, (1996), El hijo de casa (2004), Pequeña historia de viajes, amores e italianos (2008), El abogado y la señora (2017) y Requiem per Teresa (2019). Con Rigoberta Menchú ha colaborado en la publicación de 6 libros de relatos mayas. Premio Nacional de Literatura (1991) de Guatemala.

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