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La masacre de Uvalde

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Créditos: Héctor Silva
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Héctor Silva

Si hay un tema en que la indolencia y perversidad de la política son evidentes es en el de la venta y uso irrestricto de armas largas en los Estados Unidos.

Resumir el asunto es fácil: hay un lobby, el de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), que ha invertido miles de millones de dólares en las carreras de políticos del Partido Republicano en el Congreso de los Estados Unidos, para prevenir reformas legales que limiten la venta de armas de todo tamaño y calibre. La inversión ha sido un éxito; en casi todos los estados de la Unión Americana, cualquier persona mayor de 18 años puede entrar a una armería y salir con un rifle AR15, pistolas, revólveres, miras telescópicas y munición.

Una de las principales consecuencias de esa “libertad” -cómo encanta esa palabra a los republicanos- es que, según cifras oficiales, en los últimos tiempos en Estados Unidos un niño o niña menor de 18 años tiene más probabilidades de morir acribillado con una de esas armas que en un accidente de tránsito. Otra cifra: desde 1999, cuando dos jóvenes mataron a 12 estudiantes y un profesor en una secundaria de Columbine, Colorado, hasta la fecha 310 000 menores han estado expuestos a ataques con armas de fuego. Eso es poco menos de un tercio de la población que vive en la Ciudad de Guatemala.

A partir de Columbine, los ataques no pararon. A la par creció también el lobby del rifle. En 2012, Adam Lanza, un joven de 20 años, mató a 20 niños y 6 adultos en la escuela primaria Sandy Hook, después de matar a su madre. Barack Obama, entonces presidente de los Estados Unidos, promovió reformas legales para restringir el acceso a armas largas, pero el intento se quedó corto ante la férrea oposición del Partido Republicano, al que el NRA seguía engordando con sus dólares.

Las matanzas siguieron en los años de Donald Trump, el republicano bajo cuya gestión afloró el odio racial y el acoso (bullying) se entronó, desde la Casa Blanca, como una de las principales formas de convivencia social y política. Durante el trumpismo se sucedieron ataques armados con motivaciones raciales. Las secuelas de eso permanecieron aun tras la salida de Trump de la Casa Blanca. El 14 de mayo de 2022, un supremacista blanco alimentado por teorías paranoicas mató a 10 personas, la mayoría afroamericanas, en un supermercado de Búfalo, en Nueva York.

Luego, el 14 de mayo pasado, ocurrió la masacre de Uvalde, un pueblito de 15 000 habitantes, de mayoría latina, ubicado a pocos kilómetros de la frontera con México en el estado de Texas, donde el principal cuerpo policial es la Patrulla Fronteriza.

Salvador Ramos, un joven que recién había cumplido 18 años, mató primero a su abuela y luego, armado con dos AR15 y otras armas cortas, tomó la camioneta familiar para manejar 800 metros hasta la escuela primaria Rodd, donde se encerró entre 45 minutos y una hora y mató a 19 niños, todos menores de 12 años, y a dos maestras.

Los detalles sobre la masacre de Uvalde apenas empiezan a emerger. Sabemos ya que Ramos había sido víctima de acoso, que ya había advertido al menos a una amiga que se disponía a hacer una matanza, que avisó en mensajerías en línea que había matado a su abuela y que se dirigía a la primaria a seguir matando. Sabemos también, aunque la información es aún confusa, que la policía interceptó a Ramos antes de que entrara a la escuela pero no alcanzaron a detenerlo y que luego los agentes, a pesar de que eran conscientes de que se estaba perpetrando una masacre, no intervinieron.

Las líneas de tiempo, así como el perfil de los asesinos y sus motivos han variado desde Columbine. Algunos sufrieron acoso, otros no. Unos tuvieron motivaciones raciales. Otros habían tenido episodios de desequilibrio mental. Algunos sufrieron abuso. No hay un patrón claro. Pero sí hay algo común a todos los ataques: siempre los asesinos tuvieron acceso fácil a las armas largas y cortas que utilizaron para matar.

Buscar respuestas a esta locura pasa por tocar muchos temas de los que sigue siendo difícil hablar en una sociedad como la estadounidense, tan a menudo marcada por su hipocresía moralista. Pasa por hablar del bullying, que es una forma de vida alimentada por el afán competitivo con el que aquí crecen los niños; del ADN racista que sigue marcando a este país desde los tiempos de la esclavitud; y de la incapacidad de empatía que sigue creciendo, abonada por todos esos fantasmas.

Pero, sobre todo, hablar de estas masacres pasa por hablar del cinismo de los políticos estadounidenses, sobre todo de los republicanos, que no dudan en tuitear sus pésames y elevar sus oraciones cada vez que en las noticias aparecen los nombres y edades de niños asesinados con los rifles que pagan sus campañas electorales.

Hace muchos años, a finales de 2012, pregunté a un policía de Maryland qué creía que iba a pasar después de la masacre de Sandy Hook. Nada, me dijo, no va a pasar nada. Por el poder del lobby del rifle, me explicó. Y no, no ha pasado nada. Los niños y niñas siguen muriendo, asesinados con los rifles AR15 que compran otros que apenas han dejado de ser niños como quien compra una coca-cola, no una cerveza, porque en Estados Unidos un menor de 21 años no puede comprar bebidas alcohólicas. Un rifle sí puede comprarlo. Sin problemas.

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