Por Dante Liano
Marzo o abril, la Semana Santa significaba dos cosas: vacaciones escolares y el calor más afanoso de todo el año. Acostumbrados al delicioso fresco de enero y febrero, ese del viento con sus agujas de pino, el sol de montaña que ponía las mejillas de manzana, frío en la mañana y tibio a mediodía, la llegada de marzo con sus calores intolerables hacía esperar que, a finales de abril, comenzaran las lluvias, aguaceros tropicales que refrescaban el ambiente y se llevaban el aire sucio, espeso y caliginoso.
Para mientras, encerrada en el paréntesis sofocante del clima perverso y envolvente, venía Semana Santa. Lo mejor de Semana Santa eran las vacaciones. Porque yo odiaba la escuela. A la disciplina de los curas, no ajena a los castigos físicos, yo prefería la burbuja de imaginación en la que me encerraba, en casa, inventando magias, fantasías y ensoñaciones.
En Semana Santa, las estaciones de radio interrumpían sus transmisiones regulares, y emitían, todo el día, espantosas y desgarradoras marchas fúnebres, un luctuoso género musical cultivado en España e Hispanoamérica. Había compositores que dedicaban toda su vida a la escritura de esos corpulentos himnos a la tristeza y a la culpa. Me acuerdo de uno, que se cantaba mucho, y que se llamaba “El Perdón”.
Perdón, oh, Dios mío.
Perdón y clemencia
Perdón e indulgencia
Perdón y piedad.
Hay que imaginarse lo que significaba una semana completa oyendo estos monumentos a la depresión. Es verdad que las marchas fúnebres eran tocadas por bandas marciales solemnes, señorones gordos y bigotudos de rigurosas gafas oscuras, con cachetes inflados porque soplaban trombones o comían mucho, no se sabía cuándo estaban tocando y cuando reposaban, siempre los cachetones con la hinchazón del gordinflón, panzón, huevón, y tocaban para los cofrades, que se echaban encima andas monstruosas, hiperbólicas, descomunales, un peso mortal que soportaban estoicos, para expiar los pecados de todo el año, que eran muchos y variados, pues la mayoría de los cargadores eran borrachos, mujeriegos, putañeros, tramposos y sinvergüenzas, tan borrachos eran que mientras cargaban se sacaban de un bolsillo el octavo de aguardiente y se echaban el trago bajo el anda, de modo que no se sabía si el anda desvariaba por el peso o por el don de la ebriedad. Y luego de cargar y expiar, con todo el dolor de haber insultado al Cristo, que, en efigie flagelada y sangrante, iba hasta arriba del anda, luego de purgar, depurar e indulgenciar el alma, pues a seguir pecando que para eso estamos.
Además de la escuela, yo odiaba las procesiones. Por la música aplastante y devastadora, pero también porque a mi tía Nico se le ocurría llevarme a ver la del Calvario. Como siempre he sido chaparro, cuando pasaba la procesión no veía nada. Sentía que la multitud estaba por arrollarme. Y, por si algo faltara, el sol desmedido de marzo o abril. Yo no conocía el nombre de lo que me pasaba cada vez que estaba horas y horas bajo el sol. Me pasaba también cuando mis tíos me llevaban al estadio. Regresaba a la casa mareado, y al poco rato un dolor de cabeza insoportable me tiraba a la cama. Se llamaba insolación y nadie me hacía caso en la bulla constante que era mi casa. Visitantes entraban y salían, parientes se aparecían de la costa, del altiplano, del pueblo natal, los hermanos se peleaban y se perseguían a gritos por toda la casa. ¿Quién se iba a ocupar de un niño acostado con la corona de espinas cuaresmal?
La gente venía a visitarnos porque en Semana Santa era pecado trabajar. Principalmente, el Viernes Santo, cuando Jesús se moría a las tres de la tarde. Ese día, el que comía carne se volvía sirena, decían. Lo decían en serio. Ello no obstaba para que mi madre preparara las comidas tradicionales que acompañaban al inmenso dolor de los sufrimientos de Cristo. El plato príncipe, que se comía el Viernes Santo, era el bacalao a la vizcaína. Se freía un colorido picado de zanahoria, perejil, apio, cebolla y no poco ajo. Cuando ajo y cebolla estaban dorados, del color de la miel, se añadía el bacalao, para que se dorase, también. Y apenas adquiría un cierto color tostado, se ahogaba con salsa de tomate y se añadían blancas, gruesas tajadas de patatas. Todo ese conjunto estaba hirviendo como si durmiera, con el suave burbujear del que tiene la conciencia en paz. Y cuando, al cabo de una o dos horas, ya todo estaba cocido, se añadían rotundas, ovaladas, carnosas aceitunas españolas, y verdes alcaparras del país. El bacalao, siendo a la vizcaína, se comía con pan, no con tortillas, como habría sido natural.
Luego del bacalao, estaba el curtido. Eran estas una buena cantidad de verduras de todos colores: la remolacha violácea cortada en rodajas; la blanca coliflor, en trocitos inocentes; las arvejas, verdes y reposadas; la cebolla, blanca y chispeante; los ejotes, caballeros enjutados; también patatas, que nunca deben faltar y nunca faltan; y todo esto había sido cocido y puesto en vinagre y aceite un día antes, para que adquiriera su nombre, para que se curtiera. Y cuando estaban curtidas las verduras, se añadía pedacitos de pescado y de pollo, infiltrados como espías del gobierno, que eran sorpresas escondidas entre la bondad vegetal.
Por si familia y amigos no estuvieran satisfechos, mi madre cocinaba unos garbanzos en miel que era tan delicioso comérselo como fatigoso preparar. Pues había que sancocharlos y así, medio cocidos, irles quitando la piel uno por uno (para eso la familia era numerosa, y los hijos de vacaciones, cada uno con su porción de garbanzos para pelar). Luego de lo cual, el garbanzo se cocía en agua miel con abundante canela y se comía, dulce, al final.
También había arroz en leche, pero eso era tan conocido que no valía la pena mencionar. El postre más añorado eran las torrejas, que los españoles llaman torrijas y elaboran en modo tajante y elemental. La barroca cocina latinoamericana requiere tiempo. Ese tiempo suspendido de párpados pesados y sopor vegetal. Mejor si los alimentos están listos un día antes, así el reposo hace que los ingredientes conversen entre sí, y hagan conveniente amistad. De ese modo, hay que recoger panecillos redondos, mejor si viejos, cortarlos por la mitad y rellenarlos, en el centro, con vino dulce, pasas y nata. Una vez cerrados, hay que pasarlos por una mezcla que comprende nubosa clara de huevo montada, con los soles de las yemas añadidas después y una llovizna de harina para darle consistencia. En un sartén con un lago de aceite, los panecillos bien remojados en esa pasta, se fríen con gusto, hasta que su color se torna marrón, cuidando que no se quemen. Mientras tanto, una olla con agua se ha puesto a hervir. Cuando los panecillos están fritos, se ponen en una coladera, y se les echa encima una ducha agua hirviendo, para desgrasarlos. No termina allí la historia: hay que preparar un aguamiel en una olla, con abundante canela y un poco de clavo de olor, con un chorrito de vino. Cuando hierve, se echan los panecillos, se les deja hervir 20 minutos y luego se les deja reposar, para que absorban y desprendan sus jugos: también allí hay que dejar que los elementos se conozcan, se aprecien, conversen y se amalgamen. Solo así emergen las triunfantes torrejas, al día siguiente, tan dulcemente apetitosas, como reposadas almohadillas de nubes del paraíso, que el comensal siempre pide repetición.
En eso, la Semana Santa se acababa. El lunes siguiente al Domingo de Resurrección, todo se volvía normal, todo aburrido, todo forzado, con el autobús que echaba humo negro al subir por la Avenida Santa Cecilia, el colegio y sus maestros, las bocinas de los automóviles, y de tanta aflicción y comida quedaban las sobras, y de marzo y abril, el calor, el calor, el calor insoportable que hacía añorar las aguas de mayo, que estaban por venir.
Este artículo es publicado con autorización del autor.
Dante Liano es sscritor guatemalteco, 1948. Comenzó a publicar narrativa desde muy joven. En 1974, ganó el Primer Premio en la sección Novela, con Casa en Avenida, en los Premios Literarios Centroamericanos de Quetzaltenango. La persecución contra los docentes universitarios lo decidió a dejar el país en 1980. Se estableció en Italia, donde se dedicó a la enseñanza universitaria. Actualmente es profesor de literatura española e hispanoamericana en la Università Cattolica del Sacro Cuore (Milán). Ha publicada varias novelas, entre ellas: El lugar de su quietud (1989), El hombre de Montserrat, (1994), El misterio de San Andrés, (1996), El hijo de casa (2004).