Por Dante Liano
La canoa se meció, como una hamaca holgada, cuando rebotó contra las llantas viejas del embarcadero. Las aguas del lago estaban picadas por el reciente paso del ferry para Santa Ana. Saturnino se aferró a uno de los pilotes del carcomido muelle y enroscó la cuerda, para hacer el gancho que fijaría a la pequeña embarcación. Luego subió por una escalerita de lazo, dio un último vistazo para ver si no se olvidaba algo y caminó, tambaleante, sobre los vetustos maderos. Pisar tierra firme lo hizo sentir seguro, y percibió el calor, el sofoco y la humedad de esas tierras bajas.
La comisaría estaba cerca. Saturnino saludó al policía que se fumaba un cigarrillo, derrumbado en la gradita que conducía al interior de la casa. El hombre no le contestó, porque estaba entretenido con los mensajes que enviaba y recibía en su móvil. Saturnino se asombró de la velocidad con que escribía. “Este analfabeto ahora está comenzando a escribir”, pensó. No podía imaginar la cantidad de faltas de ortografía. A veces, la gente prefería los mensajes vocales, para que los entendieran. Eran bien burros que a saber cómo habían sacado la escuela primaria.
Entró encandilado, casi a ciegas, hasta el despacho del teniente coronel Sebastián Restrepo. Algo de restregar un trapo tenía ese apellido.
– ¿Qué hubo, Saturnino? -lo saludó, campechano, el oficial de policía – ¿Qué te trae por aquí?
– Ya sabe a lo que vengo, coronel -dijo Saturnino, entre abochornado y temeroso. Le molestaba llegar a joder a la gente, pero, por otro lado, tenía que avisar.
– No me vayás a decir que venís otra vez con la fregadera de la mancha roja…
Después de un silencio de timidez, Saturnino confirmó:
– Allí está, mi coronel, la gran manchota en medio del lago… ya van meses y los pescados se están muriendo. Se lo vengo a reportar antes de que los pescadores se le aparezcan en la puerta con palos y piedras.
El policía soltó una carcajada. Era enjuto, alto, parecía un banano que se hubiera quedado quince días a secar bajo el sol. Solo le faltaba una corona de moscas azules que zumbaran alrededor de su cabeza.
-Ya dijeron los técnicos que son algas malignas que salen porque la gente tira porquerías al agua.
– Mi coronel, los dos sabemos que esos técnicos son rusos y que apenas hablan español. Ni modo que van a admitir que echan los desperdicios de la mina en el lago. Se les vienen encima todos los ecologistas del mundo. Pero son ellos, mi coronel.
– ¿Y qué querés que haga, Saturnino? Entre que los rusos nos hacen donaciones humanitarias y entre que los indios son unos abusivos, yo escojo a los rusos.
Saturnino se removió un poco en la silla. Se atrevió a contestar, a nombre de los suyos:
– No somos indios, coronel. Somos la comunidad qeqchí, venimos de los mayas. Y tampoco somos abusivos. Solo pedimos que nos respeten las tierras. Que no nos echen de nuestras propiedades de antes para seguir excavando. Y que no maten a los líderes comunitarios.
Saturnino pensó que era una conversación inútil. Los rusos habían hecho donaciones humanitarias a la policía, que se había repartido el dinero y ahora actuaba como la policía de la mina.
– Qeqchís, k’ichés o kak’chikeles, siempre indios son, no me jodás. Si siguen protestando, les va a seguir lloviendo reata. El que se pone contra los rusos está jugando con fuego. Ya ves, el fiscal de la capital tuvo que salir huyendo a Washington. Y la otra, la jueza que les dio razón a los indios, también para afuera. ¿Qué querés, que me ponga de mártir contra la mina?
– Hoy salió en el periódico que hasta al Presidente le dieron su dinero.
El teniente coronel Sebastián Restrepo enseñó las encías cuando se carcajeó.
– ¿Y por qué creés que estamos en Estado de Sitio solo en esta región? Sus rollitos primavera le dieron al mero jefe. Solo que, de relleno, en lugar de repollo y zanahoria picada, estaban los grandes fajos de dólares. Yo creí que los rusos eran papa sin sal, gente sin imaginación. Pero enrollar la mordida en una alfombra persa es pura poesía, usted.
Apenas terminó la frase, comenzó a temblar la tierra y un retumbo, como los prolongados truenos que se dilatan en el cielo cuando hay tormenta, estremeció la habitación. Los dos hombres no se inmutaron. El temblor proseguía y el retumbo aumentaba. Eran los camiones que transportaban el níquel hasta el puerto. El policía se levantó y le dijo algo. Saturnino no entendió. En un segundo de pausa, el teniente coronel pudo decirle:
– ¿Sabe qué? Aunque sea temprano, mejor nos vamos a echar un trago.
De nuevo comenzó el temblor con retumbos. Salieron a la calle. Una serpiente de camiones, de palangana descubierta y llenas de mineral, pasaba por la Calle Real y llenaba el aire de un polvito que ya estaba enfermando a la gente. Los dos hombres se fueron a la cantina, como si el licor les fuera a lavar los pulmones del pulvíscolo de níquel que se iba para Rusia. Como para curarse el futuro cáncer. Como si el aguardiente lavara culpas, suciedades y conciencias.
(Por desgracia, este relato se basa en hechos reales, denunciados por elPeriódico, Prensa Comunitaria y The Store Project: )