Por Carlos Fredy Ochoa García[1]
Los conflictos intermunicipales por límites territoriales han sido un problema crítico para los pueblos indígenas en toda Mesoamérica. La larga duración de estos conflictos obliga a pensar, por un lado, en la ruptura constante de los territorios indígenas desde el colonialismo; y por otro, las rupturas de la institucionalidad indígena bajo ataque permanente desde la fundación del Estado; sin estos preámbulos, no se entenderá que mucho de lo que está en juego en estos conflictos son cuestiones como la pertenencia de los individuos a su comunidad y la presión por soluciones autonómicas que surge de las propias comunidades, porque lo que se defiende son sus poderes y sus territorios.
En Guatemala hay un gran número de municipios con conflictos de limites intermunicipales, sin embargo, hay un vació estadístico para dimensionar esta situación y un gran vacío jurídico e institucional para atenderlos problemas. En los últimos treinta años, en medio de la conflictividad agraria del país, una media docena de estos conflictos han escalado ocasionalmente, aunque ninguno llegó al punto alcanzado por Nahualá-Ixtahuacán. Estos otros casos son los de Argueta-Barreneche; Pitzal-Zanjón-Tierra Blanca; Ixchiguan-Tajumulco; Sija-Buenabaj; y el Quetzal-Tziscao, este último de carácter transfronterizo con México.
Este breve artículo analiza las debilidades en la negociación, tanto indígenas como estatales, para dar salida al conflicto Nahualá-Ixtahuacán. No hay bases para un abordaje común para este conflicto. No solo porque el Estado ha fallado en desarrollar una cultura de resolución de conflictos, privilegiando históricamente las salidas autoritarias, sino, porque sus planes de mediación, marcados por un racismo institucional, no contemplan tomar en cuenta los mecanismos locales tradicionales mayas de resolución de conflictos en sus potencialidades y debilidades.
El Estado de Guatemala nunca estuvo en peores condiciones para enfrentar un episodio como el actual. Transcurrió año y medio desde la firma de los acuerdos en Sololá, del 18 de agosto 2020 (ver video sobre estos acuerdos en Prensa Libre 18/06/2020); promovidos por el vicepresidente Castillo, para mediar en esta crisis, pero este plan fracaso ostensiblemente; igualmente otros tres acuerdos de convivencia pacífica que se han firmado entre estas comunidades en los últimos 10 años.
Después del último fracaso, el vicepresidente ha sido borrado de la escena y remplazado por el mismo presidente y su equipo de seguridad, quienes no han vacilado en securitizar el conflicto sobre toda otra consideración, al punto que para tomar decisiones el presidente ha recurrido a una moneda al aire para librar a la suerte, y echar por la borda, cuestiones vitales en toda negociación. El punto es que, en total desprecio de las tradiciones indígenas de diálogo que, como se discute más adelante, se basan en acuerdos públicos y discusiones asamblearias, el gobierno impone sus procedimientos de diálogo y negociación. Tal es la cuestión que se analiza aquí.
La historia geopolítica de la región y sus rupturas territoriales
Los pueblos de esta región han venido sufriendo un continuo proceso colonial de fragmentación territorial. Su unidad se basaba en una antigua entidad política k’íche’, llamada Tzi’Ja’ Raxk’im, muy bien identificada en las antiguas crónicas indígenas. Su extenso territorio iniciaba desde un lugar llamado “El Alto”, en la sierra de Parraxkin, bordeaba el lago de Atitlán, extendiéndose hasta las tierras bajas de la boca costa.
Se trata de una antigua tradición política cuya unidad la garantizaba un sistema de tipo federativo o alianza entre pueblos muy diversos, quienes ingresaban a ella con sus propias comunidades y territorios. De manera que, en los siguientes tres siglos, por presiones coloniales, esta entidad fue progresivamente separándose en muchos pueblos.
Santa Catarina Ixtahuacán heredo en el siglo XVI lo que quedó de aquella entidad, también heredó los conflictos de límites con la mayor parte de sus antiguos aliados: Santa Clara La Laguna, Nahualá, Visitación, y con parcialidades o territorios de Zunil, Cantel, Zunilito, Santa Lucía Utatlán y Santo Tomás La Unión.
Este ha sido un proceso largo, conflictivo y continuo; aún hoy las comunidades en la boca costa de San Miguel Panan (antiguamente San Miguel Cholochic Chaj), Tzampo’j, Paq’ila’, Chwach Inup (La Ceiba), Palaqal, Xoq’ola’, Xe’juyub’, Chwi’ Santo Tomás y Pasaq’ul (Guineales), buscan su autonomía y constituirse en municipio (Rax Ulew, 2021), para controlar sus propios territorios e instituciones.
Entre estos pueblos hubo largos conflictos limítrofes, la mayoría se saldó definitivamente entre 1826 y 1829, sobre todo las demarcaciones más occidentales cercanas al lago Atitlán; con Santa Lucía Utatlán se fijaron sus linderos en 1740, con Zunil en 1796. El municipio de Nahualá se constituyó en 1874 y unos 50 años después se fijaron sus límites hacia el sur, entre 1926-1928 (Gall, 1989; Vol. II: 713 y Vol. III: 556; González Galeotti, 2013: 134).
Por lo tanto, hay antecedentes de resolución pacífica de conflictos en la región y de un conocimiento y una antigua institucionalidad indígena para manejar la demarcación de límites. Lo anterior a pesar de que el Estado siempre siguió una política de intervención en territorios indígenas, anulando y creando aldeas y municipios y trasladándolos de una jurisdicción a otra. Esta fiebre intervencionista, extrema con Ubico, terminó con la revolución de 1944 al ser consagrada la autonomía municipal. Por ello los pueblos en cuestión pertenecieron a la jurisdicción de Totonicapán, pero tras la caída del Estado de los Altos, se los incorporó a Sololá (1855), después a Quiche (1872), finalmente otra vez a Sololá (Gall, 1989:556).
La región de El Alto
Por cierto, el lugar foco de la disputa actual, gira alrededor de la región llamada “El Alto”, una zona donde muy antiguamente confluyeron las fronteras prehispánicas y donde hoy se anudan tres departamentos, cuatro municipios y una decena de comunidades. De manera que, desde afuera, apenas percibimos la complejidad de la región y lo que significa para las generaciones futuras.
El Alto es una planicie cultivable de unos 10,830 metros cuadrados de extensión, a 2500 metros sobre el nivel del mar, habitada en sus alrededores y dividida en cuatro fincas o sectores que se tienen como tierras ejidales, es decir, los títulos no están a nombre de los pobladores sino a nombre de los dos municipios.
Allí no existe un límite, son pedazos de tierras entreveradas o están intercaladas; habría que haber nacido allí para saber qué familia pertenece a cuál territorio. La gente que vive allí, a menudo pasa por pequeñas disputas sobre el derecho a utilizar recursos comunales y por la libertad de movimiento. También ocasionalmente disputas sobre otros bienes naturales como nacimientos de agua y reservas forestales (Arifín, 2011:70).
Todo esto en comunidades sometidas a múltiples presiones, tanto externas como internas, el crecimiento demográfico, la deforestación, la pobreza extrema, la ausencia de infraestructura productiva y de comunicaciones. En tanto espacio vivido, las comunidades son muy conservadoras y mantienen lo que se llama una relación especial con sus montañas que han habitado por generaciones. Todo esto, en última instancia sugiere que cualquier decisión sobre límites se vería insatisfactoria y posiblemente inaceptable para las partes. Es poco probable que un simple acuerdo sobre dónde se encuentra un límite resuelva el conflicto.
Las instituciones de gobierno indígena bajo ataque
A este proceso de fragmentación territorial, en rigor una “aldeización” de los territorios, le siguió un proceso de ruptura institucional, provocada históricamente por el Estado y dirigida contra todas las formas de gobierno indígena: regional, departamental, municipal, y actualmente contra el gobierno comunitario. Así, la relativamente reciente implantación de los sistemas Consejos de Desarrollo, con gran presupuesto y el privilegio de espacios de representación ante el Estado, pasó a ser una vía usada por el Estado para debilitar a las alcaldías comunitarias y municipales.
El “sistema” no existe como tal, sino como red manipulable para alimentar formas clientelares al servicio del estatus quo político y económico. Estos factores de no reconocimiento estatal, fragmentación, y ataque a las instituciones indígenas, erosionan la legalidad y la institucionalidad general. No solamente alcanza a las comunidades, también a la gobernabilidad estatal.
Lo perverso de estos conflictos es su efecto de ocultar la existencia de los sistemas de normas y la forma eficaz comunitaria de dirimir la mayoría de sus conflictos sobre bosques, aguas y tierras, y que funcionan para la mayoría de situaciones. El complemento de esta situación es que los vacíos tampoco los llena el Estado, mucho menos cuando este no está dispuesto a reconocer que existen instituciones y normas alternativas locales consuetudinarias.
Un proceso de negociación desligado de la visión del mundo de los actores locales directos
Mi argumento es que la ruptura territorial e institucional socavó las capacidades indígenas de resolución de conflictos. Las alcaldías, y su base social las asambleas de comunidad, han sido instituciones comunitarias de dialogo público, muy firmes, pero son locales.
Las sociedades mayas tienen una cultura de tradiciones políticas milenarias donde los conceptos de conflicto, diálogo, acuerdo, mediación y otros, forman un campo de significados muy rico y vivo. Pero las bases prácticas, institucionales y de liderazgo siguen muy firmes solo localmente, siendo históricamente fragmentadas en los niveles municipales y departamentales.
Estos mecanismos supra comunitarios no están resolviendo el problema, porque sencillamente no existen en el área; y porque las alcaldías municipales son una extensión más del establishment político. Por ejemplo, gran parte de la base de apoyo del diputado por Sololá, Allan Rodríguez expresidente del Congreso, viene de estos municipios en pugna y por sus alcaldes.
La respuesta a la crisis puede estar en la construcción de nuevos mecanismos indígenas que operen a nivel intercomunitario y regional. Con base en esa cultura común de resolución de conflictos que se alimenta del diálogo o discusión pública y asamblearia de sus conflictos. El Estado puede jugar un papel importante apoyando el desarrollo de tales mecanismos, pero debe asegurar que sus propias autoridades comunitarias, en ambos pueblos, lideren su implementación.
El Estado acumula una larga historia de intervenciones recurrentes sin resolver este y otros casos de conflictos de límites; muy escasamente pudo resolver este género de conflictos de límites en el pasado, al contrario, los entorpeció (Ordoñez, 2012:137).
En este conflicto hemos observado al gobierno imponer sus propias metodologías de negociación bajo la amenaza, siempre presente, del uso de la fuerza, la cual ha usado muchas veces. En los últimos 20 años, el gobierno de Guatemala ha decretado nueve estados de sitio, casi todos en zonas indígenas, cuatro de ellos por conflictos de límites.
En el conflicto Nahualá–Ixtahuacán estableció uno en 2019, otro en 2020 y en 2021; en los cuales su contribución es cuestionable. Muy importante, la actuación del ejército y policía estuvo disociada de todos los arreglos que estaban promoviéndose, tanto localmente como en la capital. Las autoridades ancestrales de la región han criticado estos estados de sitio insistentemente, reclamando que no solucionan el verdadero problema y han sido ineficaces para lograr consensos entre actores locales (SINAPSIS, 2019).
En conclusión, lo primero que salta a la vista de la intermediación gubernamental es que el esquema diseñado en 2020 para negociar fue un calco del proceso seguido en las negociaciones de paz culminado en 1996. Es decir, el Estado pretendió impulsar el diálogo con su propia metodología, totalmente extraña a las tradiciones de diálogo locales, con sus propios hombres, mediadores, moderadores y un observador (¡papel que le fue asignado al arzobispo!), sus propias formulas (como el penduleo) y sus propias reglas, como la secretividad, la vocería para el proceso, y restricciones en la representación (delimitada a los alcaldes y los comités de tierras, sin espacio para otras instancias o actores); esto en medio de estados de sitio.
Todo lo anterior en contra de las tradiciones locales de diálogo. Finalmente, pero no de último, su buena fe, presentándose como actor externo, pero desde una posición racista, sintiéndose no solo imparcial sino ajeno al conflicto.
La cuestión más importante a discutir es si el Estado actual sirve para el diálogo local. Si las estrategias y métodos de resolución implementadas y centralizadas en el Estado chocan con la compleja cultura de negociación indígena, que dentro de su propia fragilidad debe ser fortalecida, un Estado así no sirve para la resolución de conflictos. Evidentemente, las comunidades tampoco están dispuestas a negociar con él sobre cuestiones donde su territorio es su espacio de reproducción cultural, y por lo tanto, compromete su defensa.
No hay bases para un abordaje común de este conflicto entre el Estado y las comunidades indígenas. No solo porque el Estado ha fallado en desarrollar una cultura de resolución de conflictos, privilegiando históricamente las salidas autoritarias, sino, porque sus planes de mediación no contemplan tomar en cuenta los métodos locales tradicionales de resolución de conflictos en sus potencialidades y debilidades.
Referencias citadas
Arifín-Cabo, Pressia. (2011). Conflictos de tierras municipales: Historia, realidad y tendencias. Guatemala: Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de la Coordinación de ONGs y Cooperativas.
Gonzales Galeotti, Francisco Rodolfo. (2013). Esa gente es brava. Historia de las luchas territoriales en Santa Catarina Ixtahuacán 1790-1890 (Tesis). Universidad de San Carlos de Guatemala, Escuela de Historia.
Gall, F. (1989). Diccionario Geográfico de Guatemala. Vol. II, y Vol. III.
Gobierno de Guatemala. Acuerdos del 18 de agosto de 2020, en : https://vicepresidencia.gob.gt/noticias/Mar-18082020-1452/nahuala-e-ixtahuacan-firman-procedimiento-de-dialogo-y-negociacion-para
Mejía González, Ludivina. (2020). Agreements and Conflicts in Two Chuj Border Towns Between Mexico and Guatemala. Frontera Norte VOL. 32, ART. 10, 2020
Ochoa García, Carlos. (1999). Editor. Nuestra Geografía del Lago Atitlán. No. 7 Casa de Estudios de los Pueblos del Lago Atitlán. Guatemala. Pàg. 75
Ochoa García, Carlos. (2014). Diálogo señal de nuestra existencia. Concepción uso y manejo del diálogo por autoridades indígenas. Guatemala: Asociación de Investigación y Estudios Sociales.
Ochoa García, Carlos. (2021). Levantamiento: una noción k’iche’ de rebelión. A propósito del bicentenario del levantamiento de Totonicapán de 1820. Guatemala: Política y Sociedad No 58. Escuela de Ciencia Política.
Ordóñez Mazariegos, Carlos Salvador. (2012). Conflictividad agraria en los altos de Guatemala. Un caso de estudio. Publicación Electrónica, núm. 6. México: UNAM. Instituto de Investigaciones Jurídicas
Raxulew Amporo’x, Wel. (2020) Fundación de las comunidades de la Boca Costa de Santa Catarina Ixtahuacán y Nahualá. n.d.
[1] Carlos Fredy Ochoa García, Ph.D. antropólogo. Es director del Instituto de Investigaciones Políticas y Sociales de la Escuela de Ciencia Política, Universidad de San Carlos de Guatemala.