Por Ericka Alcántara García*
Leer y comentar el libro Nadie Detiene el Amor. Historias de Vida de Personas Desaparecidas en el Norte de Sinaloa, que reúne los testimonios de Las Rastreadoras de El Fuerte y los poemas e intercambios epistolares con las internas de la Colectiva Hermanas en la Sombra, me da la oportunidad de compartir algunas reflexiones sobre el crimen de lesa humanidad que es la desaparición de personas, y sobre mi propia experiencia como hermana y buscadora de una persona desaparecida.
Recomiendo ampliamente leer este libro [1] para que se acerquen a las experiencias de otras mujeres que, como yo, buscan a sus seres queridos y en el marco de esta búsqueda, se convierten en activistas que los y las buscan a todas.
Se trata de un libro que documenta las complicidades estatales y las múltiples violencias que anteceden a la desaparición de personas y que tienen continuidad en los procesos de búsqueda. Pero es también una crónica de las resistencias y la energía de lucha que se teje alrededor de nuestros y nuestras desaparecidas. Más que comentar el contenido del libro, quisiera compartir algunas reflexiones que me surgieron después de su lectura [2].
Si bien la desaparición de personas no es una situación nueva, es verdad que en los últimos años este crimen ha escalado de una forma alarmante y ya es imposible de ignorar.
En torno a la desaparición podemos presenciar la existencia de un amplio compendio de delitos: el secuestro, la trata de personas, la privación ilegal de la libertad, la desaparición forzada por parte del Estado y por particulares, el homicidio y el feminicidio.
Aunque encontramos casos icónicos en la historia contemporánea, como lo son las víctimas de feminicidio en Ciudad Juárez y la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, es ahora con la fuerte influencia de los medios independientes y las redes sociales, que estos sucesos han tenido un mayor alcance y forman parte de la conciencia colectiva, a pesar de la normalización de la violencia que vivimos actualmente.
Resulta ya imposible mirar hacia otro lado, cuando la desaparición de personas empieza a tocar a la puerta de aquellos a quienes conocemos y cada vez se siente más cercana la posibilidad de ser víctimas de esta realidad que nos absorbe a una velocidad que no parece encontrar freno. Solía pensar, como muchos y muchas más, que la desaparición solamente le ocurría a aquellas personas que se dedicaban a actividades ilícitas, porque también ha sido la propia autoridad la que muchas veces ha excusado en este tipo de frases, su falta de acción.
Criminalizar a los y las desaparecidas ha sido la estrategia del Estado para cubrir su propia ineptitud y en muchos casos su complicidad con los perpetradores de estos crímenes.
Pero es a partir de que empiezo a involucrarme en el activismo, que empiezo a poner atención a la realidad de otros y otras, y comienzo a darme cuenta de que para desaparecer no hay distingos: no importa si eres una persona con un bajo perfil, con una vida tranquila, no importa la edad; nada te excluye de ser una víctima potencial.
En un contexto de impunidad, en donde es secreto a voces la complicidad entre el crimen organizado y el aparato estatal, cualquier razón puede ser causa de una desaparición.
Yo también solía creer que se llevaban a las personas de alto perfil, principalmente aquellas que tienen una mejor posición económica y que eso las volvía “personas de interés” para los criminales.
Dolorosamente fui descubriendo que no es como creí y que, incluso, el hecho de ser personas atravesadas por la pobreza, la falta de oportunidades, la racialización o vivir en la periferia, puede suponer un peligro para la desaparición y la revictimización, puesto que en estas condiciones nos vuelven más vulnerables a la violencia institucional y, con ello, a perpetuar el dolor y la falta de acceso a la justicia para las familias que buscan a sus seres queridos.
Mi andar es muy corto dentro del activismo por las personas desaparecidas: mi familia y yo buscamos a mi hermano Omar Briseño García desde hace 6 meses y 6 días. Este tiempo se ha sentido como una eternidad, a veces pareciera haberse detenido desde el momento en que llamaron a mi puerta para decirme que él ya no estaba.
Buscamos en vida sin éxito, nos acercamos a las instituciones y, al día de hoy, no tenemos noticias sobre el paradero de mi hermano pero no nos hemos rendido; porque en este camino, tocando puertas, llegué hasta el colectivo del que hoy formo parte: “Regresando a Casa, Morelos”. Ahí encontré el apoyo y la sororidad de otras mujeres que también buscan a un hijo o hija, a un esposo, a un hermano o hermana, padre o madre.
De este modo, caí en cuenta de que la labor de búsqueda recae principalmente sobre las mujeres: madres, esposas, hermanas, hijas… Son ellas quienes tejen redes amorosas que resisten a los embates de la violencia y el terror que azota el territorio nacional; son ellas las que se acuerpan entre sí durante el camino de la búsqueda, las que ayudan a las otras a cargar la pesada losa del dolor y la incertidumbre de todas las personas que nos faltan y las familias que las esperan.
Todas y todos los que estamos en el camino de la búsqueda, hemos aprendido a través de la experiencia que nos atraviesa que “lo personal, es político”, y que la desaparición de nuestros seres queridos es una herida abierta que no solamente lacera a nuestras familias, sino a la sociedad entera.
Es también un hecho conocido que las y los luchadores sociales, activistas y las personas incómodas para el régimen, no están lejos de ser víctimas de la desaparición forzada y otros delitos perpetrados por la mano del Estado, el mismo que protesta servir y proteger a la población que vulnera.
Pero, ¿qué sucede cuando la víctima directa es mujer? El aparato gubernamental las revictimiza, aseverando públicamente en ocasiones que “se van por su voluntad”, otorgando a una sociedad hambrienta de juicio y morbo, un montón de datos sensibles que las exponen al escarnio público y creyendo que con eso, el Estado deja de tener la obligación de buscarlas.
Es escandalosa la forma en que algunas personas se aventuran a afirmar que “es una pérdida de tiempo buscarlas, mientras andan por ahí divirtiéndose”, replicando una y otra vez el discurso revictimizante.
Tal parece que en lugar de alegrarse de que regresen con vida, quieren castigarlas por ello y, de paso, justificar la falta de resultados de las estrategias del Estado para entregarnos a todas las personas que nos faltan. Si supieran lo que tantas familias daríamos por ver volver con vida a nuestros seres queridos, sin importar dónde o con quién han estado.
Y a todo esto, ¿cómo influye la masculinidad hegemónica en estos delitos? Son la formación machista de “el más fuerte o el más violento es el mejor” —la que continúa dando pie a creer que pueden tomar a su antojo el cuerpo y la vida de otras personas—, y la complicidad del Estado con los niveles de impunidad que bien conocemos, lo que sigue permitiendo que la comisión de estos delitos continúe en aumento.
Sin embargo, eso no nos exime como ciudadanos y ciudadanas de la responsabilidad social.
Es indispensable frenar la normalización de la violencia desde cada hogar, porque los perpetradores de estos delitos no vinieron de la nada. Cada victimario proviene de algún hogar fragmentado por la violencia, el desamor, por un ambiente en el cual la deshumanización se ve como algo cotidiano.
Dejemos de consumir la narco-cultura, la hipersexualización de las mujeres, la cultura de la violación y todo contenido que normaliza las conductas delictivas y el derramamiento de sangre. Seamos más empáticos y empáticas para con el dolor de otras y otros, no perdamos la capacidad de asombro y la solidaridad para con quienes nos rodean, pero sobre todo, no perdamos de vista que todos y todas estamos expuestos a vernos inmersos en la realidad de la desaparición.
Tampoco olvidemos que hay muchas manos dispuestas a buscar por cada rincón a las personas que nos faltan; y si ustedes nos prestan sus ojos y sus manos, vamos a lograr devolverles a casa, a descansar con dignidad. ¡Hasta encontrarles!
* * *
* Ericka Alcantara García es hermana de Omar Briseño García, quien desapareció el 16 de abril del 2021. También es integrante de la Colectiva de Familiares Desaparecidos “Regresando a Casa Morelos”. Con estudios de derecho, ha participado como parte de su organización en la supervisión de los procesos de traslado e inhumación de las personas no identificadas de los Semefos estatales. Actualmente participa en el Eje de Búsqueda en Campo, de la VI Brigada Nacional de Búsqueda, que recientemente recorrió el estado de Morelos buscando a personas desaparecidas y sensibilizando a la sociedad sobre la crisis de derechos humanos que se vive en México. Este texto fue publicado originalmente en Camino al Andar, el 31 de octubre de 2021.
El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. La sección Con-Ciencia está escrita por sus integrantes, personas expertas invitadas y estudiantes asociados a los proyectos. La opinión vertida es personal, no necesariamente refleja la del grupo o de adondevanlosdesaparecidos.org. (Ver más en: www.giasf.org)
* Foto principal: Buscadoras de personas desaparecidas. Crédito: Regresando a Casa Morelos y Cecilia Lobato.
Referencias:
[1] La presentación del libro se puede ver en https://fb.watch/8Q7_uzxRag/
[2] El libro completo se puede bajar gratuitamente en: https://www.giasf.org/uploads/9/8/4/7/98474654/25.pdf
Publicado originalmente en A dónde van los desaparecidos