Por Héctor Avalos
Juan Francisco Sandoval, hasta la semana pasada jefe de la Fiscalía contra la Impunidad del Ministerio Público de Guatemala, la FECI, tuvo que salir a la carrera del país luego de que Consuelo Porras, la fiscal general aliada de las élites políticas y económicas, lo destituyó y lo dejó sin protección alguna. Sandoval, acaso el fiscal centroamericano más reconocido por la comunidad internacional, no pudo siquiera ir a traer su ropa; acompañado de Jordán Rodas, Procurador de Derechos Humanos, salió con su mochila, en el medio de la noche, a El Salvador, donde dos reporteros y un fotógrafo lo recogieron en la frontera para llevarlo a San Salvador.
A Sandoval el Departamento de Estado en Washington lo había reconocido como un paladín de la lucha anticorrupción. En Guatemala, cada vez que el gobierno de Alejandro Giammattei y sus acólitos lo atacaron, diplomáticos estadounidenses y de naciones europeas, aliadas tradicionales de la lucha anticorrupción, se fotografiaron con el jefe de la FECI en señal de apoyo.
Cada vez que, tímidas al principio y más desbocadas al final, las élites guatemaltecas arremetieron, no faltó quien, en la comunidad internacional, tuiteara y se hiciera selfies en pro de Sandoval. Pero, se sabe, Twitter es una burbuja.
De poco le sirvieron a Juan Francisco Sandoval las selfies cuando se impuso el autoexilio el viernes pasado en la noche. Eso es hoy el exjefe de FECI, un exiliado. Como antes Claudia Paz y Thelma Aldana, las dos exfiscales generales que, junto a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), llevaron a los tribunales guatemaltecos a militares genocidas, empresarios que se beneficiaron del Estado y presidentes corruptos, algo impensable en Guatemala antes de ellas, o como Gloria Porras y Claudia Escobar, las dos juezas que le contestaron al poder desde sus estrados y tuvieron, también, que salir del país.
Lo de Sandoval marca, en definitiva, el fin de esa pequeñísima ventana que en el norte de Centroamérica abrieron iniciativas como CICIG o la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), y las relativas reformas a los ministerios públicos que esos modelos de apoyo internacional permitieron.
En Honduras, el narcoestado que lidera Juan Orlando Hernández botó a la MACCIH sin contemplaciones y defenestró a la UFERCO, la fiscalía especial -similar a FECI- que había trabajado con la misión internacional. Y en El Salvador, el otro vecino del Triángulo Norte, a la llamada Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIES) la mató Rodolfo Delgado, el fiscal general impuesto por el partido del presidente Nayib Bukele tras un golpe legislativo en mayo pasado.
La salida de Sandoval, a pocas semanas de que la vicepresidenta de Estados Unidos Kamala Harris llegó a Guatemala a decir que su país no tolerará a los corruptos centroamericanos, ha sido el portazo final de las élites guatemaltecas a las que sirven el presidente Giammattei y la fiscal Porras. Lo que sigue es tenebroso: la vuelta de Guatemala a sus peores años, los del control absoluto del Estado por los Cuerpos y Aparatos Clandestinos de Seguridad, las CIACS. Eso sigue.
Ya el poder guatemalteco tiene en sus manos al Congreso, a las altas cortes, a la fiscalía y a la fuerza pública. Como en Honduras. Como en El Salvador.
Desde 2019, cuando el expresidente guatemalteco Jimmy Morales consumó la expulsión de CICIG ante el silencio, interesado en aquel caso, de la administración de Donald Trump en Washington, ha habido una especulación más bien ingenua sobre qué hará Estados Unidos ahora que los tímidos contrapesos que se habían formado se derrumbaron del todo.
La especulación se había incluso convertido en una suerte de vestigio de esperanza cuando el trumpismo perdió en las urnas a manos de Joe Biden y los demócratas, por lo que no deja de ser irónico -y muy triste- que los zarpazos finales de las élites ocurran en las narices del Washington actual.
Estados Unidos ha respondido en forma tímida, contradictoria, aun cómplice, a coyunturas como las que vive Guatemala tras la salida de Sandoval.
Lo que queda es la deriva autoritaria. La Guatemala de Giammattei ya había adelantado, a pocas horas de la llegada de Kamala Harris a principios de junio pasado, que no tiene reparos en volver a los guiones más nefastos de la contrainsurgencia y el autoritarismo para llevar adelante su agenda. Así lo demostró el Estado cuando, echando mano de la inteligencia estatal, capturó, en abierta complicidad con el MP de Porras, a Juan Francisco Solórzano Foppa y a Aníbal Argüello, dos hombres que formaron parte de la cruzada anticorrupción la década pasada.
En la Guatemala profunda, lo que algunos abogados han llamado estados de excepción selectivos encaminados a criminalizar a las comunidades y a perpetuar el sistema extractivo siguen teniendo vía libre -nunca dejaron de tenerla- en abierta complicidad con el ejército y la policía.
El Salvador de Bukele vive una deriva similar, que empezó el 9 de febrero de 2020, cuando el flamante presidente milenial entró acompañado del ejército para forzar la aprobación de un préstamo. Luego, el bukelismo, aupado por un triunfo abrumador en las legislativas de 2021 que dieron supermayoría en el Congreso al partido Nuevas Ideas del presidente y a sus aliados, se deshizo de la Sala de lo Constitucional y del fiscal general para, acto seguido, jurar en los puestos a sus títeres.
A todo eso, el embajador de Trump en San Salvador reaccionó en abierta complicidad y la encargada de negocios de Biden lo ha hecho con tuits que, a lo mucho, han pedido respeto a las formas democráticas, cuando no han alabado las acciones de las fuerzas armadas en las que Bukele sostiene buena parte de su poder real.
Lo de Honduras requiere pocas letras. Juan Orlando Hernández gobierna sin cortapisas a pesar de todo. No importa que el FBI y la DEA lo investiguen por narcotráfico.
La salida abrupta de Juan Francisco Sandoval tiene, sin duda, muchos significados personales para él. Puede decirse sin falta que estuvo siempre a la altura de las circunstancias y que llegó, en materia procesal penal contra las élites, hasta los rincones más oscuros y peligrosos, incluso cuando ya los apoyos de propios y extraños estaban hechos jirones. Así, solo, tuvo que irse de su país. Falta ver, ahora, si Guatemala le responde en la plaza y en la calle, como lo hizo en 2015. Se ve hoy menos probable en la ciudad, pero el campo, la Guatemala profunda de las comunidades originarias, vuelve a aparecer más dispuesta a reclamarle a los dueños del país, como llevan haciéndolo durante siglos.
En El Salvador, más que en Honduras, la sociedad civil, secuestrada durante años por las derechas e izquierdas que crearon a Nayib Bukele, es apenas un pequeño trino sin fuerza.
No hay que equivocarse: Centroamérica vive en una deriva autoritaria que la acerca muy rápido a los años nefastos en que se cerraron las vías políticas de disenso y las botas militares aplastaron a la región. Esta vez, los autoritarios no visten verde olivo: el más joven, salvadoreño, usa una gorra de béisbol al revés; el más viejo, guatemalteco, es un burócrata que ha sido empleado de las élites de su país desde que las sirvió como jefe de prisiones.