Por Héctor Silva.
La ciudad de Guatemala, como suele ocurrir en nuestras urbes cuando hay visita, montó sus telones y alfombras rojas para recibir a Kamala Harris, la vicepresidenta de Estados Unidos, asignada por su jefe, el presidente Joe Biden, para lidiar con el espinoso asunto de la migración imparable de centroamericanos al norte. Fue, aquello, un enorme protocolo, caro y considerable, para tapar las miserias del poder que recibía a la VP.
Corrió tinta, mucha, en medios locales e internacionales, para tratar de explicar las claves del viaje de Harris a Centroamérica. Estados Unidos necesita socios locales, por débiles que sean, dijeron algunos. En las tarimas oficiales, los telones intentaban, sin demasiado éxito, esconder los desmanes del socio local, sus complicidades con la corrupción, su prepotencia autoritaria ante la crítica, sus miserias.
Apaciguado el humo del protocolo, el asunto quedó más claro. Kamala Harris, la fiscal californiana que hizo historia en noviembre al convertirse en la segunda al mando de la fuerza militar y política más influyente del planeta, dijo lo que había venido a decir: pidió a los centroamericanos que dejen de migrar a su país y advirtió a su contraparte guatemalteca que el asunto del combate a la corrupción es asunto esencial para la Casa Blanca.
Lo segundo es un giro, retórico al menos, respecto al trumpismo. Lo primero es un discurso político bastante parecido al que los enviados de Washington han traído a Centroamérica desde principios de siglo: ¡paren de venir!
Pedir a los centroamericanos más pobres que dejen de tomar rumbo norte, que dejen de huir de la desesperanza con la que amanecen cada mañana en las violencias de sus países, que dejen de poner en el viaje a “los estados” su pírrico talonario de futuro, es intentar amainar la fuerza desbocada de un río crecido con tabiques de lodo. Es, también, ignorar que la migración, la figura del migrante, es ya en decenas de aldeas del altiplano chapín, de la montaña hondureña, o de la planicie seca del oriente salvadoreño un elemento central de la cultura cotidiana, tan diaria y vital como el maíz.
Biden, como Obama antes, han querido proponer planes de cooperación económica que ayuden a los estados nacionales de Guatemala, Honduras y El Salvador a procurar más oportunidades; políticas económicas que sirvan de semilla a un modelo en que el progreso personal y familiar, o al menos la posibilidad de sobrevivir el día sin miedo a las pandillas, los policías o el hambre, no sea un escenario imposible.
Pero en esta Centroamérica, con estos estados fallidos, estas élites depredadoras y estos líderes políticos desquiciados por el poder, el progreso democrático parece, en efecto, un escenario inalcanzable. Centroamérica está hoy mucho más cerca de Managua que de San José.
Aun en El Salvador, con todo el entusiasmo que el presidente Nayib Bukele genera entre tanta gente a pesar de su implacable cruzada contra la democracia, migrar sigue siendo un asunto nacional. En la profundidad hondureña saqueada por el narco y la corrupción del partido gobernante, irse de ahí es agenda diaria. Y para las comunidades originarias de Guatemala, abandonadas desde siempre por el Estado, los migrantes han sido los únicos soportes para levantarse, de a poco, de la destrucción que dejaron Eta y Iota.
A poco saben, en la Centroamérica profunda, las promesas de reparar las instituciones, copadas hasta lo obsceno por la corrupción. Si somos honestos, la línea de que Washington sí estará pendiente de los desmanes de los líderes locales, es incluso difusa en las ciudades, donde el privilegio permite que la agenda vaya más allá de la supervivencia.
Incluso con la VP Harris en Guatemala, las élites del norte centroamericano no tuvieron empacho en dejar clara su capacidad de desafío a cualquier tipo de supervisión, incluso cuando viene de Washington.
Pocas horas antes de que el Air Force Two tocó tierra en La Aurora, la élite guatemalteca le había dado la estocada final a las cortes; en El Salvador, montado en su usual retórica contra sus críticos y en su cruzada por hacer del volátil Bitcoin argumento económico nacional, Nayib Bukele se deshacía sin empachos de la comisión internacional que había empezado a investigar a sus funcionarios por corrupción durante la pandemia; y en Honduras, agazapado, Juan Orlando Hernández continuaba con sus cálculos para mantenerse en el poder.
Antes de irse de Guatemala, Harris anunció la creación de una fuerza de tarea en la que participarán el Departamento de Estados, el de Justicia, el del Tesoro y el de Seguridad Interna para ayudar a los fiscales locales a investigar casos de corrupción y a los traficantes que llevan a los migrantes hacia el norte.
Veamos, en esto, el vaso medio vacío: no hay fiscalías con las que los norteamericanos puedan trabajar. En Guatemala la fiscal Consuelo Porras, hoy aupada por declaraciones públicas del presidente Alejandro Giammattei, se empeña en debilitar a la FECI, la única fiscalía capaz de convertir en casos penales los intentos del poder corrupto guatemalteco de secuestrar lo que aún queda del Estado.
En El Salvador, el bukelismo simplemente nombró a un fiscal ad-hoc para, entre otras cosas, desechar las investigaciones que involucran al círculo íntimo del presidente, incluida una de lavado de dinero, según advirtió el senador demócrata Patrick Leahy. Y en Honduras, el fiscal general lleva ya años haciéndole los mandados a JOH.
Veamos, también, el vaso medio lleno: Washington parece dispuesto a utilizar lo que ya saben quienes conformarán esa fuerza de tarea para incluir a varias decenas de funcionarios salvadoreños, guatemaltecos y hondureños en listas de personas no aptas para viajar a Estados Unidos que también pueden ser acreedoras de sanciones económicas, o, más importante, de iniciar procesos penales contra algunos de ellos en cortes estadounidenses.
Al final, sin embargo, estas cosas toman tiempo y la desesperanza que es la causa primera de la migración lleva años inmersa en la psique centroamericana. Encontrar alternativas a la migración masiva hacia al norte tomará, a estas alturas, en esta Centroamérica que ha añadido a sus males de siempre el renovado coqueteo con los autoritarismos mesiánicos, mucho más que tarimas de terciopelo y luces multicolores.