Por Dante Liano
Diego Armando Maradona es una novela, una tragedia, una pieza clásica. Una gran narración latinoamericana. Ahora es leyenda, inútil escribirla, porque como todo mito, ya estaba escrito, ya está escrito. Y se recordará, mejor, en la tradición oral, con sus temas tópicos y repetidos: “Murió en el año más aciago que se recuerde. Los dioses convocan a sus héroes”.
Diego Armando Maradona se vuelve mito desde sus orígenes. Fue un niño crecido en la miseria, como solo pueden ser miserables los últimos de América Latina. Quien se queja de ser pobre no conoce las villas miserias de todas las capitales latinoamericanas. Lugares en donde no existe el agua potable, ni siquiera el agua corriente. Hay que caminar largo para llenar un tonel que se usará en casa para todo. La luz eléctrica robada a los postes de la luz. La angustia de despertar cada día sin saber si se va a comer algo. No hay retórica en esto: quien no lo crea, vaya y vea.
Como en los mitos, Maradona recibe un don que solo la divinidad puede conceder: un inextinguible talento para el fútbol. Todo el mundo ha visto el súper 8 en donde Maradona, púber, ya es un malabarista de la pelota. Pareciera uno de aquellos relatos en que alguien encuentra una lámpara, la frota, y el genio le ofrece tres dones. Maradona recibió uno y fue bastante para convertirlo, a su vez, en genio.
Sin embargo, el héroe mítico no se basta con recibir el don de los dioses. Tiene que trabajar duro para afinarlo, conservarlo, mejorarlo, hasta convertirlo en excelso. Va subiendo los escalones de la perfección gracias a las pruebas que va superando. Y para arriba va Diego Maradona, con dura disciplina, construyendo su propio monumento futbolístico. Del Argentinos Juniors al Boca, en un crescendo que acompaña con gestos arquetípicos: lo primero que compra es la casa para la madre. ¡Millones de hijos en ese reflejo lagunar! Desde el principio, el gesto de Maradona no pierde de vista sus orígenes, y tampoco a los que son como él.
Desde el principio, Maradona no busca identificarse con las clases sociales superiores, sino que mantiene fieramente la marca y el estigma de su extracción popular. Ese gesto a los menos favorecidos es la marca latinoamericana del mito. Argentina como él, Eva Perón lo precede y el delirio de admiración de las masas hacia “esa mujer” que echó de Casa Rosada a las presuntuosas señoras de la buena burguesía, la convirtió en lo que Tomás Eloy Martínez hizo título de novela: Santa Evita. Insolente, vulgar, bravucón, rápidamente se ganó el odio de los poderosos. Así como fue amado por millones de menesterosos, así fue odiado por la exquisita clase dirigente. No fue un odio inocuo. Los medios de comunicación escindieron, con facilonería, el indiscutible genio deportivo de la disoluta conducta moral, y lo condenaron a la lenta muerte de la difamación.
Hay una razón más para ello: en América Latina, el prestigio, en cualquier campo, pronto se vuelve político. Sociedades rigurosamente escindidas en ricos y pobres, en opresores y oprimidos, en millonarios y muertos de hambre (literalmente), no admiten medias tintas. Tampoco el odio de los potentes contra los que tocan sus privilegios. Lo que en otros lugares otorga el dinero, en América Latina lo otorga el prestigio. Por eso los artistas que destacan son llamados a expresarse, porque su prestigio pesa en el plato de la balanza. Las palabras pesan más que lingotes de oro. Por eso Rubén Darío, uno de los mayores poetas de todos los tiempos, es todavía considerado “divino”. Por eso Gabriel García Márquez llegó a ser más que un jefe de estado: dialogaba con Fidel, con Mitterrand, con Bill Clinton. Por eso, las declaraciones de Maradona en favor de los futbolistas explotados por el gran negocio del fútbol mundial, le valieron una persecución sin límites, hasta la expulsión del Mundial de Estados Unidos.
Podemos imaginar que no había ciudad en el mundo (además de Buenos Aires) que pudiera ser la casa de Maradona, si no Nápoles. Cuando desembarcó en Europa, lo llamó el Barcelona. Apenas había comenzado a jugar el campeonato cuando un adversario, que merece el anonimato, le quebró la pierna con una entrada asesina. Un equipo como el Barça no era para él ni él para el Barça. Tenía que ser Nápoles: la vibrante ciudad en donde se cruzan todas las culturas del mediterráneo, tan semejante en ello a la Argentina. La ciudad en donde nada es posible. La ciudad en donde todo es posible. Naturalmente, Maradona fue un napolitano de los Quarteri Spagnoli, donde la ropa tendida ondea en los balcones como bandera popular y la gente se habla de un balcón a otro. Una ciudad que hunde sus raíces en el mito órfico y explota en el populoso Edoardo de Filippo. Nadie más argentina que Filomena Marturano.
El declino de Maradona semeja al de una tragedia clásica: todo el mundo sabe que va a terminar mal. Él mismo lo sabe. El remolino de la droga se lo lleva hasta las profundidades de la abyección, la cocaína, el alcohol, las fiestas interminables con un contorno de cafishos y malevos. Todo el mundo le grita: “¡No. No lo hagas!”. Su esposa, sus hijas, sus mejores amigos. Millones de gente se adoloran de verlo convertido en un obeso repugnante. Y el héroe se levanta, se redime, comienza de nuevo. (Aparece, en escena, otro mito: Fidel Castro, una especie de Melquiades que escribe un manuscrito insalvable). Y cae otra vez. La cirugía, la ebriedad, la agonía interminable de este héroe que quiere y no quiere ese destino. Hasta el final, literario y descontado: los héroes mueren jóvenes o, quizá, siempre tenemos la impresión de que se van antes de tiempo.
Los dioses convocan a sus héroes. Eran nuestros, hace un momento, y regalaban una sensación de rescate a nuestra pobre precariedad. Cuando un héroe muere, una niebla de modesta mediocridad nos envuelve y nos encontramos solos, inermes, opacos, inmersos en la árida insipiencia de la vida cotidiana. De veras solos delante del implacable espejo de nuestros límites.
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