Ciudad de México, a 31 de agosto de 2020.- La realidad de la libertad de expresión en Cuba, Guatemala y Honduras imprime un sentido de urgencia a la construcción de redes de solidaridad que nos permitan combatir la censura en todo momento y en todo lugar de esta América Latina, asediada por el fantasma del silenciamiento y la impunidad en los que operan sistemas políticos corrompidos. Esta última, con niveles que superan el 80% de los casos registrados, es el aliciente para una mayor violencia contra quienes ejercen el periodismo.
Cuba: la excepción que se volvió regla
Cuba caminó de la épica de la Revolución de 1959 a la tragedia de la represión y la censura. Un Estado que controla incluso la narrativa sobre la cultura y la sociedad, el clima y la cotidianidad, y que castiga cualquier insignificante variación respecto a la versión oficial sobre lo que es ese país, mediante un amplio abanico de armas y mecanismos legales y extralegales para silenciar y aislar a quien pretende ejercer sus derechos a la libertad de expresión, acceso a la información, a la participación pública y de asociación. El control del Estado de los medios, que condiciona la pluralidad y libertad informativas; la colegiación obligatoria de periodistas, que habilita al gobierno para elegir quién sí y quién no puede ejercer la labor de informar, y las leyes penales de desacato o de supuesta protección al honor, son la base para coartar cualquier ejercicio robusto y desinhibido de la libertad de expresión, mientras que el acceso de la población a internet es limitado, ya que es lento y caro, y se ha convertido en un espacio de vigilancia y amedrentamiento del Estado.
Guatemala y Honduras: criminalidad institucionalizada
En Honduras y Guatemala, regímenes formalmente democráticos y pluripartidistas, se aplican variados mecanismos de censura en contra de periodistas y medios de comunicación, que muestran similitudes en sus métodos represivos: leyes que inhiben el ejercicio periodístico y el acceso a la información pública; abuso de estados de excepción, de facto o legales; una amplia gama de agresiones, progresivamente sofisticadas, desde asesinatos hasta campañas de desprestigio en redes sociales, pasando por el espionaje digital; criminalización y persecución judicial, así como desplazamientos forzados; ofensiva estatal por el control de internet, mediante la remoción de contenidos y un acceso limitado a la tecnología; uso de la fuerza desproporcionada en manifestaciones públicas y reuniones; violencia diferenciada contra mujeres periodistas, dentro y fuera de los espacios de trabajo, y la ineficiente respuesta del Estado en cuanto al nivel de prevención, protección, acceso a la justicia y reparación del daño derivado de las agresiones cometidas contra periodistas y sus familias.
Asimismo, están presentes otros elementos comunes a ambos países centroamericanos, como el desdibujamiento de las fronteras entre las élites políticas, militares y económicas –locales y nacionales– y los grupos del crimen organizado, lo que diluye la posibilidad real de proteger y evitar agresiones contra periodistas y activistas. Por otro lado, la emergencia sanitaria derivada del COVID-19 ha sido el pretexto perfecto para echar mano de regímenes de excepción, con medidas desproporcionadas, en detrimento de los derechos de asociación, de reunión y de libertad de expresión. A ello se suma el recrudecimiento de los intentos de controlar los flujos de información, con la finalidad de evitar que se ponga en evidencia la incapacidad gubernamental en el control de la epidemia.
En este informe podrá conocerse la adversidad y la frustración de ejercer la libertad de expresión en estos países, pero también comprender realidades que, aunque pueden parecer disímbolas en su complejidad, brindan vasos comunicantes en la lucha por una prensa libre y sociedades más informadas.
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