Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

El caballero francés René Descartes descubrió una paradoja que se ha convertido en aforismo y, de aforismo, en sentencia que cualquier hijo de vecino pronuncia aunque la frase no venga al caso: “Pienso, luego existo”. En realidad, la famosa y repetida reflexión cartesiana es la culminación de un largo razonamiento que no sería inútil recorrer. Comienza con el humilde reconocimiento de que los sentidos humanos son extremadamente limitados, como las actuales neurociencias han demostrado con instrumentos científicos. Los prismáticos ojos de las abejas ven 16 veces mejor que la pobre vista humana. Sabemos, hasta el cansancio, que los perros perciben ultrasonidos que nuestra sordera no admite. En los aeropuertos, el olfato canino funciona mejor que el de los guardias y que cualquier máquina. Los pájaros modulan su canto de modo que se pueda distinguir uno de otro cuando se sobreponen. En resumen, aunque podamos demostrar que la realidad externa existe, no podemos estar tan seguros de que nuestra percepción sea exacta. Ya lo había postulado Platón con el apólogo de la caverna. El mundo externo existe; somos nosotros los que no estamos en capacidad de percibirlo tal como es. Descartes fue más radical. Si no somos capaces de percibir al mundo, no somos capaces tampoco de saber si nosotros existimos. La paradoja estriba en que aquello que nos empuja a creer en nuestra inexistencia es la mayor prueba de nuestra existencia.

Todo el mundo conoce la parábola de Chuang Tzu, repetida hasta la saciedad. Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Cuando despertó, no sabía si era una mariposa que soñaba ser un hombre o un hombre que había soñado ser una mariposa. Con actitud semejante, Descartes dice que rechazó todo lo que antes había tomado por demostraciones; más aun, constató que la verdad no era más real que las verdades de los sueños. Por tanto, todo es falso. Al decir: “todo es falso”, le cayó, como del rayo, la iluminación: “Si puedo decir que todo es falso, es porque estoy pensando. Y si estoy pensando, esta actividad es la mayor prueba que tengo de que existo: es decir, el hecho de pensar “yo no existo” es la mayor prueba de que existo”.  Maravillosa mente humana, capaz de construir una paradoja deliciosa, de impecable estética. Sin embargo, lo más importante del razonamiento cartesiano viene enseguida, cuando el pensador francés saca la conclusión más importante de su descubrimiento. Si la actividad de pensar es la demostración de que existo, entonces yo soy una sustancia cuya esencia es pensar, no tengo necesidad de nada material. Mi mente está separada del cuerpo, tanto que, si el cuerpo no existiera, seguiría existiendo la mente. Debemos a estas sencillas frases uno de los axiomas más sólidos de la modernidad: la separación entre mente y cuerpo, que se traduce en la separación entre alma y cuerpo. Más aun, en la consabida superioridad del alma sobre el cuerpo. Este postulado filosófico casa muy bien con casi todas las religiones, principalmente con las que predican el castigo del cuerpo para la purificación del alma. Y con aquellas que sostienen la inmortalidad del alma respecto de la mortalidad del cuerpo.

Hay un verso de Amado Nervo que se ha vuelto una especie de plan de vida de muchas personas: “Que yo fui el arquitecto de mi propio destino”. Con curiosidad, descubro que la frase ha sido atribuida, también, a Albert Einstein y que, en fin, proviene de un dicho latino: Faber est suae quisque fortunae, Como quiera que sea, la creencia de que cada uno puede construir su fortuna se volvió un rictus de la modernidad. No hay duda de que calza perfectamente con el credo capitalista, basado en una falacia: que todos somos iguales al nacer. Resulta banal recordar que una cosa es haber nacido en Manhattan y otra en una favela de Río. No es ocioso, en cambio, hacer notar que esa frase, en la época moderna, proviene directamente de René Descartes. Cuando separa mente de cuerpo, está creando las bases para la división entre razón y voluntad. Para otro lugar común: “Querer es poder”. Malhaya si fuera así. Toda la modernidad se basa en la división entre mente y cuerpo y subraya el dominio de la mente sobre el cuerpo. El corolario de esta construcción filosófica está en el psicoanálisis y en sus conclusiones extremas: las enfermedades son metáforas de malestares espirituales. Los elaborados tratamientos freudianos llevan al reconocimiento del origen espiritual de los disturbios del cuerpo. El doctor Georg Groddeck llevó este razonamiento a sus límites, y preguntaba a sus pacientes: “¿Qué beneficio quiere usted obtener con esta enfermedad?”. Como decir que nos provocamos las enfermedades para obtener una ganancia espiritual. O dicho de manera literaria: el cuerpo elabora metáforas de las inquietudes de la mente.

El estudio de las neurociencias ha venido a discutir las conclusiones cartesianas y muchas de sus derivaciones. Todos conocemos a las deliciosas vieiras o zamburiñas. Cuando están en su hábitat natural, poseen cuatro sensores que les permiten alimentarse del plancton marino. Estos cuatro sensores constituyen la única manera que tiene para captar el mundo. Dicho de otro modo, su percepción del mundo depende de ello. De la misma manera, el ser humano posee cinco sensores canónicos: gusto, oído, vista, olfato y tacto. También su mundo depende de ellos. Cuando pensamos en qué limitado puede ser el mundo de las vieiras, por analogía pensamos en lo limitado que puede ser el mundo de los humanos. La Asociación Norteamericana de Psicología ha establecido que las enfermedades de la mente son provocadas por cambios químicos en el cerebro y ha preferido la terapia farmacológica a los diálogos psicoterapéuticos. Mejor un Prozac que diez pláticas con el psicólogo. Con esto, la tesis filosófica de los psicólogos norteamericanos desmiente a Descartes: somos solo cuerpo, solo materia, y lo que llamamos “mente” no es más que un cerebro y sus combinaciones neurológicas.

La actitud de la Asociación de Psicólogos refleja las tendencias contemporáneas en el estudio de la mente, particularmente, en las neurociencias. Por ejemplo, la propuesta de Bessel van der Kolk, especialista en traumas de guerra, según la cual dichos traumas son visibles, en las tomografías computerizadas del cerebro, como auténticas cicatrices. Como tales, no se pueden cancelar, permanecen de por vida. Ello implica, también, que los llamados “desórdenes mentales” no son una cuestión espiritual y etérea, sino heridas físicas en la masa cerebral. Muchas de las investigaciones de los neurocientificos se basan en electroencefalogramas o en TAC realizadas a los pacientes mientras revivían su trauma. Ello ha llevado a conclusiones sorprendentes. La principal es que los tratamientos para aliviar esas auténticas lesiones cerebrales no consisten en una intervención física sobre el cerebro, sino que se basa en actividades de grupo. En efecto, se ha demostrado que el mayor alivio para los males del espíritu proviene del contacto social, que se podría traducir con una frase de efecto: “Los otros curan”. Cantar en un coro, bailar un tango, hacer artes marciales de grupo, practicar el yoga en comunidad, en fin, todo aquello que implique una actividad rítimica en colaboración con otras personas se ha demostrado más eficaz que productos químicos e incluso que los diálogos con un psicoterapeuta. La conclusión es que no somos una entidad dividida en cuerpo y alma. Somos una sola cosa, no hay división en nosotros. Si se quiere, para simplificar, al contrario de lo que predicaba Descartes, somos solo cuerpo. Y ese cuerpo encuentra alivio cuando entra en relación con los demás.

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