Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

En el año de 1900, el suceso más conocido fue la exposición universal de París. El mundo, o, al menos, ese reducido universo que se llama a sí mismo “Occidente” y que asemeja a un club exclusivo cuyos miembros son seleccionados por su adhesión al credo liberal, se celebró a sí mismo y declaró que el ser humano había alcanzado sus vetas más altas con los éxitos científicos y tecnológicos exhibidos en la festejada exposición. Con desprecio de Freud y sus exquisitos símbolos, la torre fabricado por Gustavo Eiffel se erigió hacia las nubes y su esqueleto metálico causó admiración y asombro en todo el mundo. Se quedaba atrás el tiempo antiguo, el de campesinos y agricultura, y se abrían las puertas al universo urbano, industrial y moderno, liberal y democrático. El palurdo que viajaba a las metrópolis se quedaba boquiabierto ante los altos palacios decorados por el art nouveau, máscaras desafiantes que ornamentaban los balcones de color marrón, bajo los techos de pizarra y chimeneas humeantes. En lugar del villano, se estrenaba el flâneur de Baudelaire, el desocupado paseante por las vías y la rúas de una capital saturada de boites y de bistrots. Nacían los amores de autobús, descritos por el poeta: subir a un tranvía y ver, al otro lado del vehículo, unos ojos soñadores que nos fijan, y durante el trayecto, intercambiar miradas que insinúan y no dicen, hasta que el viajero llega a su destino y olvida esa pasión que se puede llamar, con exactitud, pasajera. El optimismo circulaba por Europa y se celebraba con champagne y cancan. Con soberbia, los europeos pensaron que habían llegado a la cima del progreso, a la victoria de la ciencia sobre las creencias primitivas, a la perfección del ser humano (al menos el único ser humano que para ellos valía la pena: el caucásico). En los salones de cultura dirigidos por alguna refinada matrona, entre la seducción y el atrevimiento, se difundía el darwinismo, el avance de la tecnología (teléfonos, ferrocarriles, telégrafos), el triunfo definitivo de lo humano sobre la naturaleza.

Hasta que llegó el domingo 28 de junio de 1914. En los años anteriores, las grandes potencias coloniales habían competido entre sí por el predominio del mundo. Esa competición, cuyo desenlace solo podía ser un enfrentamiento directo, se caracterizó por una carrera armamentista sin precedentes. Aunque se trata de una gran simplificación, digamos que había dos coaliciones contrapuestas: por un lado, Alemania y el imperio austrohúngaro; por el otro, Inglaterra, el imperio ruso y Francia. La pugna entre las potencias europeas fue creciendo cada vez más, y solo se necesitaba un episodio para desencadenar la guerra. Ese domingo de junio se produjo (o se creó) el incidente: como es sabido, el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona de Austria, fue asesinado por el nacionalista Gavrilo Principe. El imperio austrohúngaro aprovechó la oportunidad para declarar la guerra a Serbia (y con ello, apropiarse de sus territorios). Eso provocó una suerte de dominó: el imperio ruso, defensor de lo eslavo, declaró la guerra a Austria-Hungría, y, como consecuencia, el Kaiser Guillermo de Alemania hizo lo mismo contra los rusos. En cierto sentido, esa cadena de acontecimientos parecía inevitable, como si los emperadores, reyes y el Zar hubieran perdido el control de una situación que parecía estable. Si uno piensa que el Kaiser estaba de vacaciones en su yate ese domingo de junio, puede colegir que, a pesar de haber sentado las premisas, nadie pensaba en la inminencia de la guerra. Ese conflicto europeo causó la muerte de 9 millones de soldados y 7 millones de civiles. El sueño de la Belle époque se había hecho añicos.

La reflexión inmediata es: ¿no es que estamos repitiendo la historia? ¿No hemos celebrado los años pasados, en Europa, como el período más largo sin guerras entre naciones occidentales? ¿No nos estamos pareciendo peligrosamente a los dandis, a los flâneurs, a los sibaritas que poblaban la bohemia parisina, que flotaban, inconscientes, en sus ensueños de haschish y ajenjo? El fantasma que recorre hoy Europa no es el del manifiesto comunista, sino el más aterrador de la guerra. El juego de dominó ha comenzado, y una pieza detrás de otra, pareciera que nadie puede parar la cadena de acontecimientos que necesitan solo de un incidente para hacer estallar un conflicto, o más directamente, una catástrofe. Un mísil que caiga en el lugar equivocado, una bomba que haga blanco en una central nuclear, un atentado contra un líder nacional (como en el caso de Sarajevo) y nos encontraremos de nuevo, tiempo retrocedido, en la pesadilla infinita que ya se vivió de 1914 a 1918. Solo que, plausiblemente, esta vez significaría (por la cantidad y características de las armas contemporáneas) en la última guerra, la que acabaría con la humanidad.

El ambiente creado por el sistema de comunicación comienza a preocupar. Por lo que respecta a la guerra europea y a la medioriental, pareciera obligatorio pensar de la misma forma que la mayoría de los periódicos. En otros tiempos, los opositores a la carrera de armamentos eran llamados “derrotistas”. Hoy, el apelativo de “pacifista” parece despreciable, y antes de emitir una opinión sobre las guerras hay que proclamar, como en un acto de fe, la adhesión a las afirmaciones tajantes que señalan, de antemano, quién es el culpable y a quién apoyar. Solo después de enunciar esos credos se pueden levantar objeciones. En cierto sentido, hace recordar el ambiente bélico precedente a 1914. También en ese momento se exhortaba al patriotismo ardiente, se señalaba a los enemigos de la patria, se cantaban las virtudes de ir a la guerra para defender valores abstractos, como “libertad”, “patria”, “religión”. Que, después, con los años, se demostrara que, en lugar de tan nobles aspiraciones lo que contaba eran los intereses imperialistas de las naciones coloniales, resultó inútil ante los vastos camposantos que surgieron en todo el continente. Un detalle impresiona: jamás ninguna declaración de guerra ha sido sometida a consulta popular. Pero quien va a morir es el pueblo, no los príncipes que lo mandan al combate. Voz que clama en el desierto, el Papa es apostrofado por haber dicho “bandera blanca”. Aferrarse a las palabras para lanzar anatemas contra el adversario es típico del fanatismo. Recuerda un episodio de El Señor Presidente, de Asturias. Bajo tortura, un prisionero declara que el responsable de un asesinato fue el Pelele, mendigo loco. El torturador glosa: “¡Vea sus mentiras: responsable un irresponsable!” Así, entre proclamas y banderas, la humanidad va al abismo.

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