Créditos: Prensa Comunitaria
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 Por Dante Liano

Tres años antes de la revolución social que iba a sacudir el mundo, un grupo de jóvenes escritores comenzó una revolución de los estudios literarios. Corría el año 1914 y la ciudad era San Petersburgo, en la Rusia zarista. Los nombres de esos muchachos, que frisaban los veinte, iban a convertirse en puntos de referencia intelectual: Víctor Sklovskij, Boris Eijembaun, Vladimir Propp, Yuri Tinianov. Ellos fueron, para la literatura, lo que Einstein y Oppenheimer para la física: abrieron el siglo XX y cambiaron para siempre su campo de estudios. Se cuenta que esos jóvenes estaban hartos de la crítica imperante en las universidades. Profesores y estudiantes se dedicaban al estudio de los contenidos de las obras y, peor aún, se esmeraban en la psicología y biografía de los autores. Se daba como ejemplo una tesis sobre el modo en que Pushkin se ataba los zapatos por la mañana; o de otra, sobre el influjo de las amantes de un autor sobre su obra literaria. Hartos de semejante aproximación, cercana al gossip literariolos peterburgueses proponían, en cambio, el análisis de la forma de los textos. De allí derivó el nombre del movimiento: “el formalismo ruso”. Dos conceptos de los formalistas interesan: “la forma es el contenido” de una obra; el arte literario reside en el “extrañamiento”: ver las cosas del mundo como si fuera la primera vez que las observamos.

Uno de los mejores ejemplos de “extrañamiento” lo regala, con magisterio y elegancia, Gabriel García Márquez. Se dice que el narrador colombiano descubrió esa técnica la noche que leyó La metamorfosis, de Franz Kafka. La novelita del autor pragués había sido publicada por Losada, en Argentina, y su traductor había sido Jorge Luis Borges. Por esa época, a finales de los años cuarenta, García Márquez era un estudiante pobre, en Bogotá. Contaba él mismo (y lo refiere Gerald Martin) que los domingos tenía que salir de la pensión de prostitutas en la que vivía, y para tener un lugar donde leer, subía a un tranvía con un rimero de libros, y se pasaba el día de una terminal a otra, sin bajarse jamás, mientras devoraba los libros con que había subido. Estaba en esa edad en que uno lee sin descanso, como si leer libros fuera vivir múltiples vidas que de otra manera no se iban a vivir.

Uno de esos días, alguien le prestó la novela de Kafka. Se la llevó a su cuarto, pensando que iba a leer una parte antes de dormir. No la pudo soltar hasta que la terminó. Y, una vez terminada, comenzó a leerla de nuevo. Y así, sucesivamente, toda la noche. No durmió y, al alba, se dio cuenta de que había descubierto una de las claves de la narrativa: “Contar los hechos como lo hacía mi abuela: relatar las cosas más increíbles con la misma cara de palo con que se contaban los avatares cotidianos”. Y, al revés, contar los sucesos de todos los días como si fueran acontecimientos maravillosos. Solo García Márquez puede contar que un niño descubre el hielo como si fuera un episodio de Las mil y una noches. Solo García Márquez puede relatar que Remedios la Bella ascendió al cielo en cuerpo y alma como si fuera lo más natural del mundo. Hay quien sostiene que ese modo del relato es terapéutico. Esto es, que si desarrollamos la capacidad de ver nuestra vida corriente y banal como algo estupendo salimos de la depresión y del hastío. Lo que los formalistas rusos llamaban “el extrañamiento”.

Aquellos dos principios del formalismo (“forma = contenido”, y “extrañamiento”) vienen a la mente con la película “Pobres criaturas!”, de Yorgos Lanthimos. El film puede interpretarse como un homenaje a la historia del cine. En efecto, la impresión de conjunto hace venir a la mente, de inmediato, a la obra de Luis Buñuel, desde Un perro andaluz hasta El discreto encanto de la burguesía. Y, por extensión, un siglo después, un homenaje consciente o inconsciente al surrealismo. Basta la presencia del perro con cabeza de pato, o del pato con cabeza de perro, para evocar imágenes propias del movimiento de André Breton. También los paisajes urbanos tienen esa dimensión onírica que tanto inspiró al surrealismo. Los globos en el cielo funambulesco de una Lisboa de cartón, más imaginada que real, hacen pensar en Jodorowski o en Arrabal. El poderoso humor grotesco (los globos digestivos de Godwin Baxter, el creador de Bella), los momentos ridículos en algunas relaciones sexuales (Bella: “¿Por qué la gente no vive haciendo esto todo el tiempo?”), la sensación de habitar una pesadilla o una alucinación, como si de pronto fueran a aparecer algunos monstruos de Hyeronimus Bosch, todo esto pertenece a la mejor tradición surrealista. También es evidente el homenaje a Federico Fellini y al neorrealismo italiano. En algunos momentos, Pobres criaturas evoca el vuelo de los jubilados en Umberto O. De Fellini, tanto Amarcord, pero, sobre todo, los paisajes alucinados de Satyricon. También, los personajes de locos amables o lunáticos, de empatía formidable. Y una síntesis de Lynch, Bergman, Welles. Es aquí donde se aplica la máxima formalista: no es tanto lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. La forma de contar es ya el contenido de lo que se cuenta.

Lanthimos nos hace recordar el explosivo potencial del arte cinematográfico. El material de trabajo es la fuerza visiva, subrayada por la explosión del sonido, verdaderamente extraordinaria. Después de varias películas en las que experimenta con los recursos visuales, aquí se concentra, con lo que alguna vez se llamó “voluntad de estilo”, en la combinación del blanco y negro con el color exagerado, en el uso de la lente gran angular, o, también, vistosamente, la de ojo de pez. Planos americanos combinados con primeros planos, película a veces desgranada, en fin, correr el riesgo de no complacer al espectador con tal de encontrar una forma eficaz para expresar el relato. Las escenografías son fantásticas. A la manera de las viejas películas de Hollywood, o de la “maniera” de Fellini, Lanthimos rueda la mayor parte de las escenas en estudios, con gigantescas escenografías que aparecen claramente artificiosas, más alusivas que reales. Pocas veces se ha visto, como en esta película, que la forma, de alguna manera, habla al espectador. Pareciera decir: lo que estás viendo es cierto y no es cierto, es una fábula para hablar de otra cosa.

Vamos, aquí, al segundo recurso: el extrañamiento. Los más grandes usuarios de esta técnica son Bertolt Brecht y Wes Anderson. Para Brecht, no importa la verosimilitud, sino importa que el espectador sepa que se trata de una obra fingida que representa la realidad; no es la realidad, sino un fingimiento de ella. En las películas de Wes Anderson, la ficción no se disimula, sino se subraya. En los últimos cortos elaborados para Netflix, Anderson hace narrar la historia a los personajes, que se desdoblan y recitan sus propios parlamentos. Nos seduce ese reto a la verosimilitud. Presentar personajes, paisaje y hechos como si fueran la primera que se los descubriera. Relatar una historia fantástica como si fuera cosa de todos los días, al igual que Kafka. En su breve novela, Gregorio Samsa se despierta convertido en un insecto, y su despertar es el de uno que no se asombra de tal metamorfosis. Como si dijera, anoche era un hombre, hoy soy un insecto, mañana no se sabe. La metáfora es evidente: en la época moderna, muchos seres humanos viven existencias de insectos y les parece lo más normal del mundo. En Pobres criaturas, Bella Baxter es una mujer con el cerebro de un niño, pero nadie se inmuta ante sus estrafalarias reacciones. La estupenda genialidad de la película viene de una tradición cinematográfica que es tradición literaria.

Hay muchas cosas más que hablar acerca de Pobres criaturas. La alegoría del proceso de conocimiento, por ejemplo. O la cuestión ética en la experimentación científica. O la concepción del sexo como energía vital. Tantas cuestiones dan testimonio de que, después de tanto tiempo, encontramos en el cine las condiciones necesarias del arte: maestría en el uso del medio, gran imaginación y un espíritu creador inagotable.

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