Esa madrugada, a Marcela Blanco la despertaron los ruidos en la calle. No había dormido bien. Como miembro del partido “Semilla”, podía percibir una fuerte inquietud en el ambiente. Desde que habían ganado las elecciones presidenciales, se había desatado contra ellos una persecución implacable. Encendió la luz, porque todavía estaba oscuro. Sabía que clareaba hacia las cinco y que faltaba una hora para el alba. Calzó las pantuflas y caminó hacia la ventana. Lo que vio le hizo caer un peso en el estómago. Afuera, en la oscuridad, pesados vehículos de la policía se habían aparcado, y sus uniformes oscuros, con las gorras ominosas, hacían aparecer sus movimientos más amenazadores y angustiantes. En el reloj digital que estaba sobre su mesa de noche, vio la hora: eran las 4.30 a.m. Entró su padre, sin tocar la puerta.
Esa madrugada, a Marcela Blanco la despertaron los ruidos en la calle. No había dormido bien. Como miembro del partido “Semilla”, podía percibir una fuerte inquietud en el ambiente. Desde que habían ganado las elecciones presidenciales, se había desatado contra ellos una persecución implacable. Encendió la luz, porque todavía estaba oscuro. Sabía que clareaba hacia las cinco y que faltaba una hora para el alba. Calzó las pantuflas y caminó hacia la ventana. Lo que vio le hizo caer un peso en el estómago. Afuera, en la oscuridad, pesados vehículos de la policía se habían aparcado, y sus uniformes oscuros, con las gorras ominosas, hacían aparecer sus movimientos más amenazadores y angustiantes. En el reloj digital que estaba sobre su mesa de noche, vio la hora: eran las 4.30 a.m. Entró su padre, sin tocar la puerta.
– ¿Qué está pasando, Marcela? -le preguntó.
-No lo sé- sintió su propia voz atragantada. Sintió, también, el miedo, físico, innegable. -Voy a llamar al partido.
Había apagado el celular por la noche. Lo encendió y vio la fecha: 16 de noviembre de 2023. Se iba a recordar por mucho tiempo de ese dato. Su amigo tardó en contestar.
– ¿Aló?
Marcela le explicó lo que estaba pasando.
El otro, medio dormido, le pidió que le repitiera.
-Tienen rodeada la casa.
Marcela sintió, de nuevo, una sensación ácida. Era el pavor.
Su amigo, que era abogado, se despertó del todo. Dijo una imprecación.
-Entonces vienen por vos- le dijo-. No entran todavía, porque la hora para las capturas comienza a las seis de la mañana. A esa hora van a entrar. Prepará tus cosas, porque te van a capturar y llevar al edificio de Tribunales. Mientras, aviso a los compañeros y nos preparamos para estar allí.
A las seis de la mañana, los agentes comenzaron a aporrear la puerta de casa. No tocaron el timbre, como si les pareciera una maniobra demasiado delicada. Entraron casi corriendo, y unas robustas y macizas mujeres, atenazadas en un uniforme que las apretaba, preguntaron por Marcela. La estudiante universitaria parecía más pequeña y más frágil delante de las rotundas policías. Detrás de estas, otros irrumpieron por todas las habitaciones y comenzaron el allanamiento de la casa. Pocas cosas más violentas que la entrada masiva de la policía en un hogar. Algo sagrado se rompe cuando las pesadas botas de los uniformados embarran el piso encerado, las alfombras lavadas, el suelo de arcilla de cocina y baño. Un tufo de violencia irrumpió en el aire matutino de la casa de clase media. Las voces altas, las órdenes, las protestas de los padres, el estupor de los hermanos y el ruido seco de las esposas que se cerraron entorno a los pulsos de Marcela sellaron ese amanecer. Una joven inerme iba a los tribunales, engrilletada como los peores delincuentes.
Ese día, en acción coordinada, los jueces al servicio de la camarilla de corruptos ordenaron la captura de 27 opositores políticos. En particular, fueron a la cárcel el Decano de la Facultad de Veterinaria, el Dr. Rodolfo Chang, el ingeniero Alfonso Enrique Beber, y un estudiante de nombre Javier Alfonso de León. Toda la acción tenía los rasgos de una indecorosa redada de intelectuales cuya característica común era haber denunciado la extrema corrupción de los gobernantes. Nadie se esperaba una intimidación tan grosera de parte de los jueces, que se han distinguido, en los últimos años, por una fidelidad casi canina hacia los potentes que dominan el país. Las fotos de los diferentes periódicos muestran a Marcela Blanco y a los profesores universitarios con una mueca de angustia en sus rostros. Esa aflicción nos representa, porque es la misma que sentiría cada uno de nosotros en ese trance. En un video, se ve al Decano de Veterinaria mientras llora abiertamente al ingresar a los Tribunales.
¿Cuál es el delito de que son acusados los universitarios? Detrás del alarmante lenguaje jurídico hay un hecho que es bastante común en el ámbito escolar: la ocupación de las aulas como protesta por algún desajuste interno. El año pasado, Walter Mazariegos ganó las elecciones para rector universitario. Una ola de protestas e indignación se levantó en la Universidad de San Carlos. Mazariegos es considerado como demasiado cercano al pacto de corruptos que gobierna el país. El plan de desmantelar la universidad pública pasa por la elección de Mazariegos. Ocupar la Universidad, no con tanques o carros blindados, sino con un Rector amigo forma parte de una política de ocupación del poder. Los estudiantes, como Marcela Blanco, se rebelaron y ocuparon la Universidad. Muchos catedráticos, como Velázquez y Chang, los apoyaron. Arrestarlos significa amedrentar a la comunidad universitaria. Humillarlos, humillar a la vasta comunidad de egresados de la Universidad de San Carlos. Por eso, un eslogan circula por las redes sociales: “Todos somos Guayo”. Porque, con la captura de profesores y estudiantes, todos hemos sido afrentados.
A veces, hechos aparentemente insignificantes encienden el motor de la historia y cambian el rostro de un país. Quién sabe si, de la captura al alba de una estudiante universitaria, acongojada en su inocencia y juventud, no se desate una reacción imprevista, un río tumultuoso cuya correntada será muy difícil detener.
Publicado originalmente en Dante Liano