Por Dante Liano
Una cámara fotográfica me condujo hasta el poeta Rafael Arévalo Martínez, considerado uno de los clásicos de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Yo había heredado, de manos de mi padre, una Voigtländer totalmente mecánica, que él había comprado en un momento de entusiasmo y que se había quedado abandonada entre los trastos de su archivo. Me apoderé del aparato y pronto estaba seguro de que mi destino estaba en la fotografía. Había comprado un exposímetro y había aprendido a medir, con mis pasos, los metros que me separaban del sujeto. También aprendí a hacer complicadas operaciones para obtener la justa apertura del objetivo. Me había especializado en el blanco y negro y, ahora, que veo esas fotos de mi primera juventud, entiendo que hice muy bien en dejar para otros el ejercicio de congelar la realidad con una imagen. En cambio, hacia los 16 o 17 años, estaba en plena fiebre de la fotografía.
Los principales actores de mis lentes Zeiss Icon eran mis familiares, sobre todo cuando íbamos de paseo a un sitio recreativo de Chimaltenango llamado “Los Aposentos”. No sé por qué se llama así, visto que no existe un solo hotel o ningún lugar para reposar. Era un magnífico nacimiento de agua, con varias piscinas heladas y una especie de restaurante en donde vendían exquisitos chiles rellenos. Las familias iban a “Los Aposentos” a asar carne, en unos poyos construidos por la municipalidad, alrededor de ranchos de paja. La otra especialidad eran las fresas con crema, que algunas marchantas vendían en canastos aureolados de moscas. Los canastos eran las coronas de las señoras; las moscas, las coronas de los canastos. Como no estaba refrigerada, la crema era ácida, probablemente rancia. Se completaba el paisaje con jaurías famélicas, que iban de un rancho a otro a mordisquear las sobras del asado. No he visto en mi vida chuchos más flacos: literalmente, se les podían contar las costillas. La Voigtländer hacía pasar a la inmortalidad a esos perros, muchos patos y algunos cisnes que se deslizaban en una laguna artificial. Eran unánimes, como los imaginó Rubén Darío.
La idea de fotografiar a Arévalo Martínez no fue mía, sino de mi maestro el padre Hugo Estrada, quien cultivaba una admiración desmesurada por Arévalo. Yo, por mi parte, admiraba desmesuradamente al padre Estrada, quien escribía cuentos y poesías a la manera de Arévalo Martínez. Para mí, las palabras del padre Estrada no estaban sujetas a juicio o discusión. El cura había pensado en ir a casa del anciano poeta laureado y hacerle entrega de un ejemplar de su tesis. Entonces, me dijo: “Dante, ¿me harías el favor de tomarme unas fotos mientras entrego el libro a Arévalo?”. Me sentí halagado por tan inmenso honor. ¡Retratar al gran poeta nacional! ¡Inmortalizar el momento de la entrega de la tesis! No podía pedirle más a la vida. Dije que sí, con entusiasmo. El padre Estrada me dijo que iríamos juntos a la casa del poeta, quien vivía enfrente de nuestros acérrimos enemigos, los estudiantes maristas del Liceo Guatemala, rivales de los salesianos en todo, principalmente en la extracción social: entre pobretones estaba el juego.
El padre Estrada estaba emocionado el día que fuimos a entregar la tesis. Más emocionado estaba yo, por partida doble: iba a conocer a uno de los mitos de la literatura nacional; iba a fotografiarlo junto con mi héroe personal. Dicho sea de paso, el tiempo me dado la razón. El padre Hugo Estrada es uno de los pocos poetas místicos de Centroamérica. El otro era un cura español cuyo nombre parecía un seudónimo: se llamaba Amable Sánchez. El más conocido de todos, por supuesto, era Ernesto Cardenal. Hugo Estrada escribía poesías directas, llanas, de una claridad deslumbrante. Igual su prosa. Alguna vez, Roberto Armijo me señaló que la virtud de la mejor escritura la había enunciado Antonio de Nebrija: conceptos diáfanos, ideas puntuales, una detrás de otra. Yo no he querido averiguar si el gran salvadoreño, cuyo sobrenombre: “el Poeta”, expresaba la opinión que se tenía de él, tenía razón o se había inventado la cita. Sé que Hugo Estrada era el mejor ejemplo de tal precepto. Sus libros de prosa, también místicos, poseen esa virtud. Por tal motivo, constituyen auténticos best-sellers. Para Estrada, habría que inventar una categoría nueva: el quiet best seller. Sin que nadie se entere, sus libros vuelan entre los lectores, que son, a su vez, fieles secuaces de su doctrina carismática. Ahora que lo pienso, el padre Estrada se parecía al poeta que admiraba: también Arévalo Martínez era seco de carnes, de nariz afilada por la flacura, de no elevada estatura y manos huesudas, de pianista o esteta.
Llegamos a casa del poeta. Recuerdo que era de mañana, un día terso, que podría ser de noviembre o diciembre. Cuidaba al vate su hija Teresa, porque don Rafael se había quedado viudo hacía un cierto tiempo. Arévalo había sido un hipocondríaco constante. Enfermo toda la vida de enfermedades benignas, reales o imaginarias, de vez en cuando sentía que había llegado su última hora, se acostaba a esperar el trágico momento, se despedía de amigos y familiares, y al día siguiente estaba tan campante. Claro, siempre con algún achaque, para no dejar. Así llegó a los noventa años. Nos recibieron con el ofrecimiento de café con algún bizcocho, obligatorio al recibir visitas en Guatemala. Y luego, para aprovechar la deliciosa luz otoñal de ese día, salimos a la puerta de la casa, para iniciar la sesión fotográfica. Coloqué a los poetas en la pose de la entrega de la tesis, caminé unos pasos hacia atrás para calcular la distancia, medí la luz con el exposímetro y tiré de la pequeña palanca que hacía correr el rollo hacia la próxima foto. Entonces me di cuenta de un error fatal, del cual debía haberme percatado antes de salir de casa. El rollo se había terminado. Y no llevaba otro de repuesto. Son esos momentos en la vida en los que hay que tomar una decisión que cambiará (o no) nuestra existencia. Lo dijo el gran Vallejo: ¿qué hacer, y qué dejar de hacer, que es lo peor? Opté por fingir que había rollo en la cámara. Creo haber tomado unas diez fotos fantasmas, mientras pensaba qué le iba a decir al cura cuando me pidiera el resultado de mi trabajo. Nos despedimos muy contentos de la reunión. Jamás volví a ver a Arévalo Martínez, de la pura vergüenza. Al padre Estrada sí, muchas veces, pero fue tan comedido (y me conocía tan bien) que jamás me pidió las fotos y yo jamás le confesé lo que había pasado.